Muchos padres suelen elegir su vecindario en función de las mejores escuelas. En Estados Unidos, algunas municipales invierten la lógica. Buscando atraer a la población rica hacia los centros pobres, derriban viejas escuelas y construyen nuevos establecimientos para mejorar su “oferta escolar”.
Abrir nuevas escuelas públicas y cerrar otras en un mismo movimiento: tal es la última estrategia de los alcaldes estadounidenses ansiosos por frenar la “fuga de blancos” (White flight) hacia los suburbios.
El regreso a los centros urbanos de la clase media, de forma principal (pero no exclusiva) blanca, que inscriben a sus hijos en escuelas modernas produce varios efectos en cadena: los precios de las viviendas aumentan, surgen cafés, supermercados de alta gama y boutiques, mientras que los inquilinos de bajos ingresos se ven expulsados por el encarecimiento del costo de vida. La presencia de poblaciones privilegiadas se traduce también en un mayor esfuerzo policial y una mayor seguridad. Esta dinámica de desplazamiento y metamorfosis urbana tiene un nombre: gentrificación.
El fenómeno no es nuevo. Durante décadas, las autoridades municipales y federales han recurrido a todo tipo de estratagemas para mantener a los residentes desfavorecidos en las zonas con terrenos de escaso valor –antes conocidas como guetos– y rehabilitar las áreas cercanas a los centros urbanos, los cursos de agua y los parques, que atraerían a los contribuyentes más acomodados. Desde los años 1930 hasta los años 1970, los presidentes estadounidenses promovieron una política conocida como “renovación urbana” (urban renewal), que consistía en arrasar los barrios pobres con topadoras, desalojar a cientos de miles de residentes y dejar el camino libre a los promotores privados que, armados de subvenciones públicas, construían nuevos departamentos –inasequibles para casi todos los antiguos residentes–1. Los gobiernos y medios de comunicación veían esto como una renovación; muchos otros, como el escritor James Baldwin, preferían hablar de Negro removal (“expulsión de los negros”), una expresión que tenía el mérito de rimar con urban renewal y parecía describir el concepto de forma más honesta.
La construcción de nuevos puentes y autopistas expulsó a las poblaciones pobres (en su mayoría negras, a veces blancas), creando una frontera entre los barrios marginales cada vez más superpoblados y los vastos espacios abiertos para las clases medias, intransitable a pie y fácil de controlar. En ciudades en supuesta quiebra, los alcaldes determinados en desacelerar el éxodo de los ricos hacia los suburbios consiguieron encontrar el financiamiento para demoler viviendas y despejar terrenos para construir estadios, hoteles, centros de convenciones y zonas turísticas, como el centro comercial Harborplace, de Baltimore. Forzados a trasladarse a otros sectores de la ciudad, donde podían encontrar viviendas más baratas en edificios ruinosos, los pobres desaparecieron, así, de la vista de aquellos a quienes las municipalidades querían seducir –los residentes de los suburbios de clase media y los turistas adinerados–.
La mayoría de estos métodos, que benefician a los privilegiados mientras empeoran la condición de los pobres, han perdido su eficacia. Ahora los combaten ciudadanos que entienden que las poblaciones desplazadas nunca verán los beneficios generados por la demolición y reconstrucción. Muchos alcaldes que son conscientes de ello prefieren ahora utilizar al “arma” de la política escolar.
La escasa calidad de las escuelas de los centros urbanos siempre ha sido una de las principales razones por las que las familias blancas prefieren vivir en los suburbios, como puede verse en Chicago, Atlanta, Filadelfia, Nueva York, Detroit y Washington. En los suburbios, la ganancia inesperada del impuesto sobre la propiedad a menudo permite la financiación de buenas o incluso excelentes escuelas públicas. En cambio, en las grandes áreas metropolitanas los ingresos fiscales suelen ser demasiado escasos para mantener de manera adecuada todas las escuelas. Esto ocurre, en particular, en ciudades como Detroit o Filadelfia, donde el número de hogares pobres o de bajos ingresos supera el de los hogares acomodados. Cuando pueden permitírselo, los citadinos envían a sus hijos a escuelas privadas que cuestan más que muchas universidades que de por sí no son económicas. Durante mucho tiempo, las familias de clase media que querían cambiar los suburbios por la gran ciudad no tenían más remedio que pagar tasas exorbitantes para inscribir a sus hijos en las escuelas privadas, buscar escuelas públicas con clases especiales para los buenos alumnos –en general con la marca AP (Advanced Program) o IB (International Baccalaureate)– o postergar sus planes hasta que su progenie hubiera abandonado el hogar para ir a la universidad.
En teoría, la apertura de una nueva escuela pública en las proximidades de una que se ve obligada a cerrar en simultáneo no debería acarrear grandes cambios sociológicos en la población estudiantil. Pero las nuevas escuelas de la ciudad que abren al borde de los barrios pobres son diferentes.
Para empezar, muchas de ellas son charter schools, es decir, establecimientos públicos financiados por los contribuyentes, pero gestionados por contratistas privados y que funcionan según sus propias reglas. Aunque la mayoría de las charter schools tienen un rendimiento a grandes rasgos similar al de otras escuelas públicas urbanas, estas nuevas escuelas tienden a condicionar su admisión a que los resultados de las pruebas locales en lectura y matemática sean superiores a la media, lo que excluye a más de la mitad de los estudiantes de los alrededores.2 El aumento de la selectividad de los criterios de admisión permite a las municipalidades pulir la imagen de estas escuelas –que contraponen a las que fracasan, son disfuncionales y están plagadas de violencia–, haciéndolas atractivas para los padres de clase media.3 Al eliminar a los alumnos de origen social modesto que no cumplen los requisitos mínimos y sustituirlos por alumnos de los suburbios u otras zonas que pueden presumir de mejores notas, crean la ilusión de una mejora de la calidad de la enseñanza. La prensa informa con amplitud de esta evolución, cuyo mérito atribuye a los docentes. La aparente mejora del nivel esconde, en realidad, un doble movimiento de importación de alumnos más capaces y de exclusión de los alumnos de rendimiento más flojo.
Resultados inflados
En las ciudades en que los barrios negros y latinos en declive son adyacentes a un centro próspero, este tipo de política escolar forma parte de una estrategia más general de gentrificación urbana. Y hay muchos otros subterfugios para inflar artificialmente los rendimientos de una escuela. Se puede rechazar a los niños con demasiadas ausencias durante su escolaridad, no ofrecer ningún programa para aquellos cuya lengua materna no es el inglés, no ofrecer facilidades para los niños discapacitados o, incluso, sugerir a los alumnos con problemas de disciplina que abandonen la escuela sin esperar a ser expulsados.4 Algunas instituciones exigen que los padres presenten una carta de recomendación firmada por un orientador. Otra táctica es establecer normas difíciles o imposibles de cumplir para las familias monoparentales o en las que ambos padres tienen que trabajar. Por ejemplo, muchas escuelas tienen jornadas de clase que terminan muy temprano por la tarde, lo que exige que al menos uno de los padres esté libre para recoger a su hijo o hija, ya que de lo contrario no hay guarderías. Algunas exigen a los padres que participen en la vida de la institución –supervisión voluntaria de las actividades, asistencia a las reuniones, etcétera5–. Otras se aseguran de mantener lejos a los niños con dificultades, imponiendo a todos los alumnos que asistan a parte de sus clases en un idioma distinto del inglés.6
Las familias blancas de todas estas grandes ciudades afirman querer vivir en barrios mixtos desde el punto de vista social y económico, pero la realidad es que prefieren evitar enviar a sus hijos a escuelas donde tendrán compañeros demasiado diferentes. En Atlanta, por ejemplo, los padres blancos de clase media alta no esperaron a que el gobierno de la ciudad actuara. Negándose a elegir entre una costosa escuela privada y tener que mudarse a los suburbios, crearon una nueva charter school pública. Los alumnos negros constituían el 50 por ciento del alumnado, frente al 87 por ciento del sistema escolar público de la ciudad.7
Mientras tanto, el rendimiento de las escuelas más antiguas, cuyos mejores alumnos están siendo atraídos por las charter schools –un fenómeno conocido como “desnatado”–, se sigue hundiendo. También las tasas de matriculación de las escuelas con problemas caen en picada, a medida que la gentrificación y el consiguiente aumento de los alquileres obligan a las familias a trasladarse cada vez más lejos. Las municipalidades se apresuran en utilizar el descenso del alumnado como pretexto para ordenar el cierre de estas escuelas, antes de revender los terrenos, en general a promotores inmobiliarios que profundizarán aún más la gentrificación.8 En la mayoría de las ciudades estadounidenses, esta doble operación de cierre de escuelas de bajo rendimiento y creación de viviendas para las clases medias forma parte de una estrategia para “cambiar la opinión pública sobre la oferta escolar con la esperanza de atraer a los hogares más ricos y disuadirlos de huir hacia los suburbios”.9
Richard Keiser, profesor de Estudios Estadounidenses y Ciencia Política en Carleton College (Northfield, Minnesota). Traducción: Emilia Fernández Tasende.
Jorge Páez Vilaró
En el primer semestre de este año, con una muestra de gran formato en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV), se conmemoró el centenario del nacimiento de Jorge Páez Vilaró. Artista plástico, crítico de arte, galerista y coleccionista que dio origen al Museo de Arte Americano de Maldonado, participó en las bienales de Córdoba (1966), San Pablo (1963) y Venecia (1964). Nació en Montevideo el 19 de mayo de 1922 y falleció en esa misma ciudad el 26 de noviembre de 1994. La obra que ilustra este artículo se publica por gentileza del MNAV.
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Lawrence J. Vale, Purging the Poorest: Public Housing and the Design Politics of Twice-cleared Communities, University of Chicago Press, 2013. ↩
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Mary Pattillo, Black on the Block: The Politics of Race and Class in the City, University of Chicago Press, 2007. ↩
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Maia Cucciara, “Re-branding urban schools: Urban revitalization, social status, and marketing public schools to the upper middle class”, Journal of Education Policy, 2008. ↩
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Sarah Karp y Linda Lutton, “One in 10 charter school students transfers out”, Catalyst Chicago, 9-11-2010. ↩
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Robert Pondiscio, How the Other Half Learns: Equality, Excellence, and the Battle over School Choice, Avery, Nueva York, 2019. ↩
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Brian Robinson, “Codeword for getting whiter: Parent experiences and motivations for choosing schools in a gentrified Washington, DC”, Journal of School Choice, 2022. ↩
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Katherine B. Haskins, “The final frontier: Charter schools as new community institutions of gentrification”, Urban Geography, 2007, https://www.urbangeographyjournal.org. ↩
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Stephanie Farmer y Chris Poulos, “Tax increment financing in Chicago, IL, building neoliberal exclusion one school at a time”, Critical Sociology, 2015. ↩
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“Why these schools? Explaining school closures in Chicago”, Great Cities Institute, University of Illinois at Chicago, 2016. ↩