Peinados vertiginosos, cabellos flúo, ropas vistosas... Así aparecieron los Shamate, esos jóvenes con aire de superhéroes de manga japonés que desentonaban claramente en el paisaje chino. Todo comenzó en 2006, cuando Luo Fuxing, un niño de 11 años, descubrió la música y la moda japonesas y coreanas, por entonces en boga. Sus padres, obligados a dejar el hogar para trabajar en las fábricas de las grandes ciudades costeras, lo habían dejado al cuidado de sus abuelas. El muchacho pasó así a formar parte de esa generación de jóvenes llamados en China “los niños dejados atrás” (liushou ertong). Luo Fuxing vivía en la prefectura de Meizhou, a casi 400 kilómetros de Cantón, y pasaba su tiempo en la plataforma de mensajes QQ, el ciberespacio preferido de la juventud china de esa época. Frecuentaba varias comunidades virtuales a las que sus miembros, que se encuentran allí para discutir o jugar en red, prefieren llamar “clanes”.

Era también el tiempo de los inicios del “marciano”, esta lengua alternativa utilizada en las redes sociales chinas, compuesta por emoticones como en Occidente, pero también por sinogramas modificados, a veces para evitar la censura. La juventud entera nadaba con entusiasmo a contracorriente de la cultura dominante. Asumir la diferencia se convirtió en algo cool. Y surgieron nuevas modas y apariencias.

Luo Fuxing se sintió atraído por los movimientos más underground, pero al final encontraba su estilo de vestir demasiado tímido. Inspirándose en los visual kei, esas estrellas del rock japonesas con cabellos largos ondulados y estudiada ropa gótica, se tiñó el pelo de rojo incandescente, se peinó desgreñado tipo súper guerrero del espacio, se puso un saco con tachas y sin mangas, y se sacó una foto. Faltaba encontrar un nombre para bautizar este estilo, que sería el de su propio clan.

Así, buscó cómo se decía “de moda” o “arreglado” en inglés. Adoptó el término “smart”, que presenta además la ventaja de que también significa “inteligente”, y lo retranscribió fonéticamente en chino: shā-m ǎ-tè 杀 马 特. Luo Fuxing subió su autorretrato a Internet asociado a estos tres caracteres. Algunos días después, la web se apoderó de este neologismo esotérico, que comenzó a circular. Los caracteres así combinados no quieren decir nada de maneta literal, pero, tomados por separado, cada sinograma tiene un sentido: shā significa “matar”, “caballo” y “especial”. El total expresa un sentimiento de libertad salvaje con aires guerreros y diseña una identidad de la que se apropiaron innumerables jóvenes chinos que se ilusionan con ser chicos malos, mitad punks, mitad dandies 2.0.

Rápidamente, el término “Shamate”, reservado originalmente a los miembros del clan fundado por Luo Fuxing, se extendió a todas las ramas del movimiento de las subculturas que ostentaban este estilo ultra-llamativo. Su emblema es un peinado hiperbólico, preferentemente de color vivo: puntas erizadas en la cabeza, mechones bajos que cubren la cara hasta debajo de los ojos, exuberantes cortes taza rematados con una medialuna capilar rosa flúo o rubio polar... Los varones llevaban los ojos maquillados, vestían ropas de cuero con tachas, jeans cortados y remeras ajustadas; las muchachas, medias de red o hasta la rodilla bajo minishorts de tiro alto con cinturones gruesos y tops sexies.

Según la leyenda, Luo Fuxing, que se convirtió con los años en una figura clave del movimiento, administraba varios grupos de QQ que reunían a decenas de miles de Shamates. Bajo su apariencia volcánica, la gran mayoría de ellos eran campesinos-obreros (nongmingong) de segunda generación. Como sus padres antes, habían dejado sus pueblos para ir a trabajar en las provincias costeras del país, en general a las ciudades industriales del delta del Río de las Perlas, que siguen atrayendo por miles a los campesinos pobres del Oeste del país.

Tiempos modernos

Estos “niños dejados atrás” experimentan un fuerte sentimiento de abandono. Muchos, profundamente desmotivados, dejan sus estudios muy jóvenes, entre los 12 y los 15 años: “Se decía que ir a la escuela no nos iba a llevar muy lejos porque estábamos destinados a trabajar en la fábrica. Desde que entendimos eso perdimos todas las ganas de estudiar. Sólo teníamos una idea en la cabeza: dejar el pueblo para ir a ver lo que pasaba afuera”, cuenta uno de ellos en el film Shamate, we were smart (Shamate, éramos smart), del cineasta Yifan Li. Como no pidió permiso oficial, el documental, que se estrenó en 2019, no pudo ser difundido en los cines, pero fue visto masivamente en museos, galerías, universidades, salas privadas y otros lugares alternativos, sin contar las versiones piratas.

Encontrar a los Shamate y entrevistarlos no fue nada fácil para el director. Aunque tenía el proyecto en la cabeza desde 2012, “el rodaje comenzó oficialmente en noviembre de 2017 y se terminó en enero de 2019”, explica. “Trabajé de manera totalmente independiente, con un presupuesto pequeñísimo de cerca de 65.000 euros”. Cuando se sumergió en el universo de los Shamate descubrió que la mayoría de ellos tenían el mismo perfil y el mismo recorrido.

Luego de dejar sus pueblos, los jóvenes se reencuentran en las fábricas. Es raro que vuelvan con sus padres, con quienes en general rompen lazos. E incluso si alguien conocido trabaja ya en la empresa que los contrata, a menudo en la ilegalidad dada la edad, lo primero que hacen sus patrones es ubicarlos en talleres alejados unos de otros, para aislarlos y evitar toda veleidad de reivindicación sindical. Sometidos a un ritmo de trabajo agotador –12 horas por día, 6 días sobre 7 cuando no son reclutados la semana completa–, cobran un salario miserable. Lo más común es entrevistarlos no antes de las 23 horas.

Yifan Li decidió organizar un concurso de videos filmados en las fábricas por los mismos Shamate con sus celulares e incluyó numerosos fragmentos de esos videos en su documental: esas imágenes de cadenas de montaje ofrecen una inmersión súbita y brutal en un mundo que permaneció mucho tiempo escondido a la vista de todos, escenas que hacen pensar en Tiempos modernos de Charles Chaplin, en una versión contemporánea mucho más cruda. Se siente el sudor, el agotamiento, la soledad, el embrutecimiento. Pareciera que las manos no debieran nunca parar de agarrar, embalar, coser, taladrar, pegar... Siempre los mismos gestos, repetidos miles de veces, a toda velocidad. Las imágenes de los talleres, de los dormitorios miserables y de los almuerzos de pie en la vereda recuerdan a ciertos planos de Bitter Money, de Wang Bing1, otro director atento al precio que paga China por su viaje a la modernidad.

Fotograma del documental _We Were Smart_, de Li Yifan.

Fotograma del documental We Were Smart, de Li Yifan.

La crudeza de las imágenes explica el éxito que obtuvo el documental. “Por primera vez –subraya el director– se mostró en una pantalla el trabajo de los mingong (obreros del siglo XX) de manera frontal, dejando percibir su mundo interior. Esto quebró los estereotipos que ciertos intelectuales tenían de ellos, suponiendo que son duros para la tarea y que aman ganarse la vida con el sudor de su frente. La gente queda shockeada al ver la situación real”.

Los obreros del siglo XXI trabajan en verdaderos espacios kafkianos, en los que se ejerce un control permanente sobre ellos en el sentido más estricto: por ejemplo, para ir al baño hace falta la firma del jefe, muchas veces inhallable. Sometidos permanentemente a la insalubridad y al ruido ensordecedor de las máquinas, ven en el universo de los Shamate un soplo de aire salvador, una vía hacia la libertad. Luo Fuxing, convertido en su portavoz, explica: “Sabemos perfectamente cuánto podemos hacer en el año trabajando en el campo: a lo sumo 40.000 yuanes, 80.000 en dos años (5.200 y 10.400 euros respectivamente). Esto implica trabajar así diez o veinte años antes de poder pagar un auto, un alquiler... En estas condiciones, terminamos convenciéndonos de que todas esas cosas son inaccesibles. Incluso hoy partir sigue siendo la única opción para los jóvenes del campo. Pero la realidad de la fábrica es el hastío. Entonces, para cambiar las ideas, echan mano al estilo Shamate. No tienen otra cosa para hacer”.

Atrapados en las fábricas, muchos jóvenes ven en el universo de los Shamate un soplo de aire, una vía hacia la libertad.

De este modo, meterse en la piel de un Shamate se convierte en la única salida. Sus peinados locos son un signo para identificarse. Nada les gusta más que “bombardear la calle”, como dicen: desfilar en grupo por las veredas les permite existir, por fin, a los ojos de los demás, a ellos, que no eran nada para nadie, a los invisibles del “milagro chino”. En Shipai, una ciudad que puede considerarse la capital del movimiento, se reunían durante mucho tiempo los domingos en la pista de patinaje, que albergaba una discoteca, donde iban a bailar los hits del “mandopop” y de la música electrónica, después de haberse retocado el corte de pelo en su peluquería favorita. Así, los Shamate retoman el poder sobre ellos mismos. Ya no es la fábrica la que guía su vida. La relación de fuerza parece invertirse: son ellos quienes se sirven de la fábrica para ganar un poco de dinero. Cuando tienen suficiente, renuncian y vuelven a pasar jornadas enteras con los de su clan –su nueva familia–, pagando las cervezas, el arroz y el pollo grillado a la sichuanesa a quienes no tienen dinero.

Acoso

Su visibilidad fue aumentando con el tiempo, hasta que en 2009 sufrieron una violenta ola de críticas que duró varios años. Un sector de la sociedad china los vilipendió. Comenzó parodiando su estilo, considerado vulgar y ridiculizado, y continuó con el acoso en línea, los agresiones en la calle y los repetidos controles policiales. Internautas hostiles llegaron a infiltrar sus grupos de QQ para disolverlos. Como explica un ex Shamate en la película de Yifan Li: “Habíamos encontrado un lugar en la red donde estábamos cómodos, no necesitábamos pedir permiso a nadie, estábamos tranquilos, entre nosotros, pero incluso este último espacio de libertad fue profanado, pisoteado. Así que tuvimos que dispersarnos”.

¿Cómo se explica esta reacción? Para algunos observadores, los Shamate mostraron demasiado desparpajo –percibido por algunos como arrogancia– cuando hicieron un posteo, visto cientos de miles de veces en pocas horas, sugiriendo que se les conceda el estatus (aunque poco envidiable) de 57º minoría nacional (en China los grupos considerados “minorías nacionales” gozan en teoría de cierta autonomía). Para otros, sólo son fumadores de marihuana, delincuentes a los que hay que combatir. Pero para Yifan Li, los motivos profundos que llevaron a la persecución se pueden resumir en una sola palabra: “elitismo”. ¿Acaso no se les llama en algunos círculos “punks campesinos”? Según el director, que lleva mucho tiempo explorando la división entre las ciudades y el campo de China, este desprecio proviene de su origen. Casi todos ellos crecieron en aldeas pobres de Yunnan, Gansu o Sichuan, a veces a miles de kilómetros de las grandes urbes a las que se mudaron, cuyos códigos ignoran. La brecha cultural que separa a los citadinos amantes del consumo de estos jóvenes venidos del campo explicaría el rechazo a la creatividad y la libertad que mostraron.

Es innegable que ambos grupos viven en mundos muy diferentes. Mientras que los chinos nacidos en las ciudades se beneficiaron del crecimiento y el progreso, aquellos nacidos en el interior y en los pueblos quedaron al margen, aunque fueran los autores en la sombra, llevando una vida de trabajo interminable en las fábricas del inmenso “taller del mundo”. El asombroso progreso logrado en términos materiales, pero también en términos de educación y ocio, benefició principalmente a los habitantes de las grandes ciudades. Por más que el presidente Xi Jinping haya anunciado recientemente la “eliminación de la pobreza extrema en China”2, en algunos pueblos nada parece haber cambiado desde hace 200 años. Para Yifan Li, “no puede ser de otro modo en un sistema jerárquico en el que la distribución de los recursos públicos beneficia sobre todo a los centros de poder, que están extremadamente concentrados. También es el resultado inevitable de la inserción de China en el sistema capitalista mundial”. Aunque admite que esa estrategia “apunta a realizar grandes proyectos”, teme que las regiones remotas decaigan y que un éxodo rural masivo empuje a su vez a las ciudades a la misma pobreza que hoy afecta al campo.

Entre los que quedaron excluidos del “sueño chino” tan caro a Xi, los Shamate se encuentran entre los que resistieron la aniquilación, negándose a ser transformados en extensiones humanas de las máquinas. La resistencia es difícil. Aunque hoy sólo quedan unos cientos de ellos, siguen encarnando una libertad estética, “el punto de partida de todas las libertades”, como dice el director.

Frédéric Dalléas, traductor del chino, autor de Sonder l’envers, junio de 2021. Traducción: Pablo Rodríguez.


  1. Wang Bing, Bitter Money, Huzhou, 2016. Véase también Philippe Person, “Wang Bing ausculte les plaies de la Chine”, Le Monde diplomatique, París, mayo de 2015. 

  2. “Xi declares ‘complete victory’ in eradicating absolute poverty in China”, Xinhua, Pekin, 27-2-21.