En menos de un año Lula Da Silva ya estará gobernando Brasil, por tercera vez. Es más sensato concluir eso que inspeccionar escenarios alternativos para los cuales, al menos hoy, no hay elementos. La diferencia en las encuestas con Jair Bolsonaro es abrumadora, pero la ventaja se acrecienta cuando se detecta el vuelco alucinante de dirigentes ya no solo progresistas, sino de casi todo el arco político hacia el líder del Partido de los Trabajadores (PT). El punto de quiebre fue diciembre pasado, cuando Lula compartió una cena con Geraldo Alckmin, ex gobernador de San Pablo y acérrimo opositor a su gobierno, al punto de que lo confrontó en las urnas allá por 2006, donde quedó 20 puntos abajo del ex líder sindical. La cita fue en el restaurante “A Figueira Rubaiyat” e incluyó una foto con aires de campaña presidencial: ambos políticos posaron sonrientes, con sus respectivas parejas. Además se hizo presente la plana mayor del PT y varios dirigentes cercanos a Alckmin. Lula improvisó unas palabras donde minimizó las diferencias con su ex rival.

Si en Argentina suele mostrarse como un hecho de amplitud que Cristina Kirchner formara el Frente de Todos con políticos que se habían alejado de su conducción, habría que encontrar otro lenguaje para esta vocación frentista: Geraldo Alckmin festejó el pedido de prisión dictado por el entonces juez Sergio Moro contra Lula y desde su cuenta de Twitter escribió el 5 de marzo de 2018: “El fin de la impunidad.” Hoy, es casi un hecho que ambos serán la dupla para ganar las elecciones del próximo 2 de octubre. El abrazo de Lula parece no tener límites salvo la familia Bolsonaro.

Al lector rioplatense, en especial argentino, le sonará mucho este argumento: Lula y los suyos suelen repetir que esta estrategia no busca sumar votos, sino que se hace para poder gobernar el día después del triunfo. También hay una familiaridad local en otra tesis dicha por el propio Lula en aquella cena clave con Alckmin: “Sé que el Brasil que tomaré en 2023 es mucho peor que el que tomé en 2003 y no quiero jugar con el pueblo brasileño”.

Hasta ahí las similitudes. Salta a la vista una diferencia fundamental con Argentina: en Brasil quien conducirá el barco y tomará las decisiones será el dueño de los votos y líder indiscutido del principal partido político del país. Al menos en teoría, eso debería brindar al quinto gobierno del PT una dirección más clara del rumbo.

Pero en el saldo hay un espejo: estos gobiernos progresistas de segunda generación –al que habría que sumar el de Luis Arce en Bolivia– nacieron o nacerán como formas de interrupción de experiencias de derecha dura (en un degradé de peor a malo que podría ir desde el golpismo boliviano, el autoritarismo brasilero y el revanchismo de tinte clasista argentino). Lula, Cristina Kirchner o Evo Morales tomaron la decisión de ampliar la base política de sus formaciones y resignar parcial o totalmente el control del Poder Ejecutivo. Las tres decisiones, tomadas en el mismo tiempo histórico, solo pueden verse a la luz de que en todos los casos primó el objetivo de retornar a los gobiernos, antes que una pureza ideológica o una carta de reformas muy explícita.

En ese punto empiezan los problemas o, de mínima, los interrogantes. ¿Que vienen a hacer estos nuevos gobiernos? ¿Cómo se miran frente a su propio pasado (exitoso)? ¿Qué fuerzas sociales los acompañan? ¿En qué contexto global se desarrollan?

Sostener la estantería

En una visita a Buenos Aires a fines del año pasado, el intelectual y ex vice de Evo Morales, Álvaro García Linera, no se ahorró crudeza en la mirada: “Ni el neoliberalismo se presenta con novedades, ni el progresismo se presenta con un horizonte que pueda remontar las consecuencias de la crisis de la pandemia y de la crisis ambiental”1.

Lo primero que señala Linera debería ser el arranque de cualquier análisis de coyuntura: Macri, Bolsonaro o Añez, ninguno ha podido en estos años abrir una compuerta a otra era. A diferencia del neoliberalismo de principios de los noventa –expansivo, aupado en una ola mundial de entusiasmo–, estas experiencias además de breves, no habilitaron una forma de acumulación económica distinta, ni incorporaron sectores nuevos, ni tampoco lograron vencer políticamente durante mucho tiempo. Se trata de un neoliberalismo sin novedades, sin sorpresas, de bajas expectativas. Sus gestiones fueron calamitosas aun en sus propios términos. Pero a la vez, sus liderazgos sobreviven a esos percances. Allí está un triunfo de esas derechas: a pesar de la derrota en 2019, Macri sigue como jefe de su espacio político y no son pocos los que creen que podría volver a ser candidato presidencial. En Bolivia, Luis Fernando Camacho, a pesar de haber entrado con una Biblia al Palacio de Quemado durante el golpe de Estado y haber sido derrotado luego a nivel nacional por el Movimiento al Socialismo (MAS), es hoy el gobernador de Santa Cruz y figura central de la oposición. Y el escenario más lógico en Brasil es que el premio consuelo de Jair Bolsonaro sea mantener un 30% de electores leales, aun después de una paliza electoral.

Es decir, a diferencia de los años de la primera oleada progresista, donde el embate de los triunfos electorales (pero también de gestiones muy dinámicas, veloces, que modificaban el escenario político general) hacía que los esquemas opositores fueran cambiantes y poco sólidos, hoy incluso con derrotas a cuestas, las derechas y sus liderazgos parecen solidificados.

Todo esto perfila un escenario de cierto “congelamiento”, que es donde se inscriben los gobiernos progresistas actuales.

Volvamos a la idea: este triple regreso progresista (Argentina, Bolivia, Brasil) tiene como mandato interrumpir las experiencias de derecha que surgieron entre 2015 y 2019. Y no tienen (aún) un mapa concreto de reformas que miren hacia adelante. Si imagináramos una conversación entre dos personas afines a los oficialismos argentino y boliviano, seguramente coincidirían en compartir cierta nostalgia por las experiencias originales y encontrarían que aquellas tenían un filo mayor, una audacia más marcada y una gestión más brillante. El pasado es –por ahora– mejor que el presente. Y todo indica que a Lula le va a costar repetir el empuje económico y social que consiguió imprimir en su segundo mandato.

Este triple regreso progresista tiene como mandato interrumpir las experiencias de derecha.

Entonces, ¿una vez que la derecha fue frenada, qué? Nombremos el elefante en la habitación: en medio de estos regresos hubo una pandemia histórica, que arruinó económicamente a nuestros países, empobreció a las mayorías y anuló la dinámica social colectiva durante casi dos años. En ese sentido, fue peor que una guerra: no se movilizaron recursos bélicos ni personas, ni hubo margen para el posicionamiento político con proclamas por la paz o antibélicas porque el combate fue contra un virus. En general se utiliza a la pandemia como “excusa” para comprender estas gestiones grises o más ambivalentes. “No nos olvidemos que gobiernan en pandemia”.

Pero la pandemia fue mucho más allá de complicar la gestión de los gobiernos. Anuló las dinámicas colectivas que son casi el único contrapeso a los poderes establecidos. La participación política en las calles, que era una marca registrada de la primera ola progresista, quedó encerrada en vivos de Instagram o estériles cruces en Twitter. La política volvió a estar en los palacios y los canales de televisión. Tal vez, si el 2022 se convierte en el año pospandemia, podamos ver cuánto de esta “nueva normalidad” puede ser revertida. Condiciones objetivas para que surjan fuertes reclamos sociales no faltan: la pobreza extrema volvió a los niveles de 30 años atrás y la pobreza general a números similares a los del año 2000, según publicó recientemente la CEPAL2.

Todavía se pone más difícil

Si lo anterior pareció complicado, hay que sumar que “el mundo” está mucho más hostil que durante la primera oleada de gobiernos progresistas. Repasamos. En los inicios de los años 2000, China era una simpática potencia comercial e industrial que había ingresado a la Organización Mundial de Comercio (OMC). La Unión Europea era el ejemplo a imitar por el resto de los procesos de integración regional. Rusia todavía intentaba salir del coma profundo poscolapso soviético y no era un jugador internacional relevante. La mayor preocupación de Estados Unidos era encontrar a unos terroristas islamistas que se habían atrevido a derribar las Torres Gemelas.

En ese contexto, la región aprovechó para ensanchar sus márgenes de autonomía, sumarse a un multilateralismo suave, en un mundo que aún vivía bajo la idea de la globalización, sin conflictos severos.

Como ya sabemos, todo eso cambió. En un mundo sin certezas, podemos dar ésta: todo está más partido y la potencia hegemónica declinante entró en disputas frontales inéditas. Trump lo hizo con China en sus célebres guerras comerciales, que comenzaron a dibujar un mapa mucho más rígido respecto a aquellos márgenes de autonomía regional. Si bien no estamos en una situación de “Cortina de Hierro” y las inversiones chinas pueden aterrizar en suelos americanos, así como las exportaciones locales llegar al puerto de Guangzhou o Dalian sin inconvenientes, desde hace unos años cada movimiento es leído en clave geopolítica. 5G, infraestructura, desarrollo nuclear, energías alternativas: donde se mire, el futuro parece poblado de puntos conflictivos donde nuestros países aparecen como espacios de disputa. Y Biden lo hizo ahora con Rusia. Si bien no es un socio tan relevante, en un mundo hostil alcanza con que Putin tienda una mano de tanto en tanto para volverse un actor en la región. Resulta iluminador que en las últimas semanas –y aún con la crisis de la guerra de Ucrania de fondo– tanto Alberto Fernández como Jair Bolsonaro hayan peregrinado a Moscú.

En este marco, la región pide a gritos un interlocutor de altura para negociar con Estados Unidos y las demás potencias esas tensiones, límites o posibilidades. Ahí aparece tal vez el último gran destino para la carrera política de Lula. Brasil ya supo cumplir el rol de paraguas para las experiencias que se situaron a su izquierda (como los gobiernos bolivarianos) y a la vez asegurar hacia afuera ciertas garantías de que la región no se volvería un caos inmanejable para los intereses estadounidenses. Hoy, en una coyuntura mucho más defensiva, contar con una vocería poderosa se presenta todavía más necesario.

Los que llegan

Para completar el mapa de los actuales o posibles gobiernos progresistas, agreguemos el tambaleante pero aún de pie gobierno de Pedro Castillo en Perú, el ya electo gobierno de Gabriel Boric en Chile y las chances serias de un triunfo de Gustavo Petro en Colombia. ¿Qué los une? En ningún caso se trata de un retorno, sino de experiencias nuevas, cortes bastante abruptos en las tradiciones políticas de esos países del Pacífico americano.

Pedro Castillo ya tuvo cuatro grandes cambios de gabinete en poco más de seis meses de gestión, lo que ahorra cualquier consideración sobre el eje de su gobierno: sobrevivir. Pero a diferencia de Ollanta Humala, que en su momento también despertó el entusiasmo en sectores de izquierda, la inestabilidad de Castillo es la otra cara de la reticencia a entregar su gobierno a las elites. Tambaleante pero aún dueño de su destino, se podría decir. El sociólogo peruano Alberto Adrianzén recordó en un reportaje una frase que le dijo Evo Morales, con quien a veces se compara a Castillo: “En este país alguien tiene que perder”. Las discusiones sobre la orientación de los gabinetes de Castillo son infinitas (izquierda dura, izquierda “caviar”, sectores neoliberales y conservadores, etc., etc.), lo cual opaca lo que hasta ahora es el único logro de Castillo: por primera vez llegó un “plebeyo” al poder en Lima. Todo está por verse.

Finalmente, Boric y Petro. Uno ya es Presidente, el otro una promesa electoral que se medirá a fines de mayo. ¿Qué tienen en común? Tanto por sus perfiles y países, podrían ser emergentes de una renovación programática y hasta estética del progresismo regional. Ambos son muy refractarios al “bolivarianismo”, en concreto, al gobierno venezolano. Si bien tomar distancia de Venezuela ya no es una novedad en la izquierda regional, en estos casos no cuentan con historias previas de cercanía, como pasa con el PT en Brasil o el kirchnerismo en Argentina. En el caso de Petro, incluso, se suma una mirada muy negativa sobre la economía basada en la extracción petrolera. Dentro de sus propuestas figura que Colombia, que se convirtió en los últimos años en un productor de hidrocarburos importante, detenga la exploración de nuevos pozos petroleros, con la intención de iniciar una transición hacia la producción de energías limpias como el hidrógeno verde. En el caso de Boric, al frente de un país minero, también tiene en la agenda ecológica un punto de tensión. El mismo Presidente electo suele utilizar el concepto de “extractivismo” para referirse a la economía basada en la extracción de minerales en Chile y el auge del litio ya despertó discusiones internas sobre la conveniencia de crear una empresa estatal o incluso promover una estatización al estilo de la que realizó Allende en los setenta. En ambos casos, también hay un marcado peso de la agenda feminista, impulsada por una movilización social desde abajo, inédita en términos históricos. En Colombia la justicia despenalizó el aborto a fines de febrero pasado y en Chile, si bien había llegado a una sanción en Diputados, el proyecto se frenó en el Senado. Es de esperar que el gobierno de Boric intente avanzar allí.

Por supuesto, se trata de agendas y no de caminos trazados, de ideas y no de políticas públicas en marcha. Pero lo que parece improbable es que estas agendas no sean parte de los próximos debates del progresismo sudamericano. En un contexto de marcadas limitaciones económicas y sociales, la reinvención de una agenda que mire al futuro, que logre proponer nuevos debates parece imprescindible. Algo que une a todas las experiencias progresistas, las que están y las que pueden llegar al poder, es el desafío por volver a conmover a sociedades que están más cerca de la apatía o el desánimo que del entusiasmo.

Federico Vázquez, periodista.