La brújula estratégica de la que se dotó la Unión Europea (UE) el 21 de marzo fija objetivos de seguridad y medidas para alcanzarlos. Pero, lejos de afirmar la “soberanía europea”, busca ser complementaria a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) sin contradecir sus prioridades.
Una imagen espectacular: el viernes 11 de marzo de 2022, en la Galería de las Batallas del Palacio de Versalles, los presidentes del Consejo Europeo (el belga Charles Michel), de la República Francesa (Emmanuel Macron) y de la Comisión Europea (la alemana Ursula von der Leyen) rindieron cuentas a la prensa por las decisiones tomadas por los veintisiete jefes de Estado y de Gobierno por la Unión Europea (UE) respecto de la guerra en Ucrania. No hubo ningún anuncio impactante ese día, pero sí una voluntad de impactar en los ánimos, dejando de lado los antagonismos históricos entre dos cuadros que retratan la gloria de las victorias militares de Francia. “Es un punto de inflexión para nuestras sociedades, nuestros pueblos y nuestro proyecto europeo”, afirmó Macron, visiblemente satisfecho.
Pocas veces los Veintisiete dieron muestra de semejante unidad sobre un tema geopolítico central: en pocos días, se adoptaron paquetes de severas sanciones contra Moscú y –en un gesto inédito– se decidió entregar armas a un país en guerra, Ucrania. El nuevo Fondo Europeo de Apoyo a la Paz (FEAP), creado en 2021, ingresó de forma estruendosa en la historia de la unificación continental: gracias a sus oficios, la UE puede ahora entregar maquinaria militar en un teatro de operaciones. Anteriormente, su acción internacional debía permanecer en el estricto límite de la ayuda al desarrollo y de las misiones de paz.
Ese paso de gigante confina al olvido la impotencia europea frente a la descomposición sangrienta de Yugoslavia, a comienzos de los años 90. Fue Washington quien puso fin a una guerra civil devastadora “a dos horas de París” por medio de los Acuerdos de Dayton (1995). La amarga lección favoreció el auge de la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), iniciada por el Tratado de Maastricht en 1992, y su desarrollo constante hasta el Tratado de Lisboa (2007), que la dotó de una rama operativa: la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD). La Unión dispone desde entonces de un cuerpo diplomático, una agencia de armamento, batallones trasnacionales, etc.
“Autonomía estratégica”
Este marco impresionante deja en suspenso ciertos interrogantes. En primer lugar, ¿a qué proyecto pretende servir esta nueva estructura? El Presidente francés fija constantemente, desde su discurso en la Sorbona, el 26 de septiembre de 2017, el rumbo de una “soberanía europea”. La define muy ampliamente: seguridad y lucha contra el terrorismo, defensa, control de los flujos migratorios, desarrollo sustentable, cooperación digital, agricultura, salud, energía, etc. En Versalles, llevado por su propio ímpetu, también mencionó la alimentación y una misteriosa “soberanía proteica”. Sus principales colegas prefieren la expresión, menos comprometedora, de “autonomía estratégica”.
Durante mucho tiempo, en la huella del general Charles De Gaulle, París abogó por una “Europa potencia”, definiendo objetivos distintos de los de Estados Unidos. Los otros Estados –con Alemania en primera fila– nunca lo comprendieron así, en parte por desconfianza frente a una Francia considerada invasiva y por el confort que el paraguas estadounidense les provee. “Una Unión fuerte y más eficaz en el ámbito de la seguridad y de la defensa contribuirá positivamente a la seguridad global y transatlántica –confirmaron con fuerza los Veintisiete al final de la Cumbre de Versalles– y es complementaria de la OTAN, que sigue siendo el fundamento de la defensa colectiva de sus Estados miembro”. ¿Se trata acaso del entierro, con toda solemnidad, de la “Europa europea”, tan apreciada por el general De Gaulle?
En los medios diplomáticos franceses se explica que no hay que otorgar a las palabras mayor importancia que la que tienen: soberanía y autonomía serían equivalentes. Sin embargo, la primera corresponde a la emergencia del Estado-Nación en el siglo XVIII1. Macron no ignora el alcance de un vocablo que remite a las grandes horas de la historia de Francia. La utilización sostenida que hace de él puede traducir una ambición federalista. El programa del nuevo gobierno alemán y su decisión de aumentar el presupuesto nacional de defensa al 2 por ciento del Producto Interno Bruto abren una vía inédita para tal proyecto.
La UE también se piensa a sí misma como una potencia “moral” que defiende un sistema de valores.
Pero los Veintisiete, que deben definir durante la primavera una “brújula estratégica”, hasta ahora se han contentado con los grandes principios de la paz y la solidaridad humanitaria listados en las “Misiones de Petersberg”, establecidas en 1992 (misiones humanitarias y de evacuación, de mantenimiento de la paz, fuerzas de combate para la gestión de las crisis, incluyendo operaciones de restablecimiento de la paz).
Para embarcarse de modo duradero y solidario en los agitados mares de la nueva geopolítica mundial, les haría falta concebir una visión común y realista del mundo, reforzada por la definición de los “intereses comunes”. Al respecto, la mención insistente de la “democracia” y de la defensa de los “valores europeos” para justificar el apoyo a Ucrania permite dudar, ya que es conocida la corrupción y la depredación que corroen a Kiev. Como si el apoyo a la lucha legítima de un pueblo injustamente agredido no fuera suficiente. Este discurso, desconectado de las realidades, así como la “rivalidad sistémica” reivindicada frente a Rusia y China, confirman que la Unión también se piensa a sí misma como una potencia “moral” que defiende un sistema de valores.
¿Acaso cuadra esta postura “justiciera” con las necesidades, a menudo más prosaicas y hasta cínicas, de toda política exterior? Si bien las duras sanciones infligidas a Moscú traducen la gravedad de los crímenes cometidos, se enmarcan oportunamente en la visión estadounidense del mundo, que implica la contención de Rusia, cuando los europeos podrían, por el contrario –obligados por la geografía–, tener interés en encontrar acuerdos con un poderoso vecino, imposible de borrar del continente. La sigilosa confrontación entre París, hostil a una adhesión acelerada de Ucrania a la Unión, y la Comisión Europea, que milita por ese gesto, pero también por la apertura rápida de sus puertas a Georgia y Moldavia, recuerda que los límites geográficos de Europa ni siquiera están fijados. La candidatura de Tíflis –así como la de Ankara, aún en suspenso– recuerda de hecho la indeterminación de las fronteras que separan a la Unión de Asia. ¿Respecto de qué territorios y de qué poblaciones –por no utilizar la palabra “pueblos”– corresponde entonces expresar la “soberanía”? ¿Qué visión del mundo debe defenderse? “Ucrania pertenece a la familia europea”, repitieron a coro Von der Leyen, Macron y Michel en el cierre de la Cumbre de Versalles, porque “pelea por la democracia y los valores que nos son preciados”. En suma, es un criterio vago y que no expresa ninguna reflexión geopolítica.
Los equívocos de la “defensa común”
Varios puntos siguen a oscuras. ¿Cómo conciliar la “autonomía estratégica” y la promoción del libre comercio? Esta última condujo, por ejemplo, a desmantelar la “preferencia comunitaria”, que protegía a la agricultura europea de una competencia devastadora. Para hacer frente a las consecuencias agrícolas de la guerra en Ucrania, la Comisión menciona ahora “medidas de crisis”. Su reflexión estratégica global incluye acuerdos comerciales, particularmente con Asia y África2.
¿Hasta dónde llegará la solidaridad mostrada frente a Moscú? ¿Sobrevivirá después de la guerra? Ya Hungría, que votó las sanciones, esta vez sin vacilar, se distingue al rechazar –oficialmente, por cuestiones de seguridad– que las armas transiten por su territorio. Berlín prefiere equiparse con F35 estadounidenses, más que con Rafale, ya que los considera menos caros y más eficaces, pero confiesa de paso que la “autonomía estratégica europea” se detiene en las puertas de la industria aeronáutica. Es un análisis que dice mucho sobre los equívocos de la “defensa común”. Ello no impide que París avive el fuego: “No distinguimos –afirma el primer ministro Jean Castex, en visita en la región del Jura, el 11 de marzo de 2022– [entre] la independencia de Francia y la independencia de Europa”.
Señalemos que, a pesar de la cuidadosa puesta en escena de la Galería de las Batallas, la política exterior y de defensa común permanece en manos de los gobiernos soberanos: decidida unánimemente por los Veintisiete, no acuerda a la Comisión, al Parlamento Europeo y a la Corte de Justicia de Luxemburgo más que un rol marginal. El presupuesto de la FEAP se establece y gestiona de manera intergubernamental, fuera de los procedimientos federalizados dominantes en el Mercado Común o la Zona Euro. Las palabras clave “cooperar” y “asociación” ilustran este enfoque, más participativo que coercitivo, que sigue permitiendo a un Estado mantenerse apartado o bloquear una decisión. No se trata de resucitar la Comunidad Europea de Defensa (CED), que murió al nacer en 1954, con su ejército europeo bajo la autoridad de un Comisariado de Defensa (cuyo accionar hubiera necesitado el acuerdo de la OTAN). El inédito envío de armas letales a Ucrania, sin embargo, entreabre las puertas a una federalización a mayor o menor plazo, en la medida en que ahora es cuestión de vida o muerte, con desafíos eminentemente sensibles y, por el mismo hecho, tradicionalmente estatales.
¿Cuál es la legitimidad de esta europeización? El presidente Macron recurre a la tríada “soberanía-unidad-democracia”3 para que los Veintisiete acepten algo que no es una “fantasía francesa”, sino un “imperativo”: a saber, la “soberanía europea”. Pero, en este estadio, ningún mandato le fue otorgado por parte de los electores para poner en marcha semejante empresa. El tercer término no es entonces más que un simple eslogan. Los observadores se dividen aquí en dos bandos: por una parte, aquellos para quienes la legitimidad (aquella conferida por el sufragio universal o sus representantes) no es una precondición para nuevas “transferencias de soberanía”, sino la culminación de un proceso, y, por otra parte, aquellos que estiman que es, por el contrario, una condición sine qua non, salvo para aceptar hechos consumados4. Con su fuerza de ataque nuclear, la tercera red diplomática mundial y una banca de miembro permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, Francia –primera potencia militar de la Unión– es sin duda uno de los países qué más pone en juego en esta aspiración de las competencias hacia Bruselas. Las transferencias de soberanía5 ¿crean automáticamente un proyecto político común, que las justificaría, a la espera de que tengamos a bien pedir a los pueblos su opinión?
Anne-Cécile Robert, de la redacción de Le Monde diplomatique, París. Traducción: Micaela Houston.
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Marcel Gauchet, La révolution des pouvoirs. La souveraineté, le peuple et la représentation 1789-1799, Gallimard, París, 1995. ↩
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“Global Gateway”, sitio web de la Comisión Europea, https://ec.europa.eu ↩
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Discurso de Atenas, sitio web del Elíseo, 11-9-17, https://www.elysee.fr ↩
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Véase el debate entre el economista François Meunier y el politólogo Nicolas Leron del Centre d’Études Européennes de Science Po, en el sitio web de Telos, septiembre de 2018, https://www.telos-eu.com/fr ↩
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Philippe Grasset, “L’Europe de la défense et la confusion de la souveraineté”, 18-10-05, www.defensa.org ↩