El régimen del presidente Al Sisi explota al máximo el prestigioso pasado antiguo de Egipto, símbolo milenario de poder. Importante fuente de divisas por su atracción turística, la puesta en valor de este patrimonio permite a su vez morigerar las críticas formuladas en el exterior sobre las violaciones a los derechos humanos.
Sobre la autopista de El-Orouba, que une el centro de la ciudad de El Cairo con el aeropuerto, se suceden los carteles publicitarios gigantes, que promocionan uno tras otro la marca Coca-Cola, las agencias inmobiliarias, pero también la Esfinge, las momias milenarias, el orgulloso rostro de Tutankamón, y el del mariscal-presidente Abdel Fatah Al Sisi, cuyo retrato se exhibe, en sobreimpresión, delante de las pirámides. Así, el presidente es el mejor promotor del patrimonio antiguo, que es el orgullo del país. El 3 de abril de 2021, durante el muy espectacular “desfile dorado de los faraones”1, Al Sisi inauguraba la ceremonia que marcaba el traslado de veintidós momias hacia el nuevo Museo Nacional de la Civilización Egipcia, un evento transmitido por más de cuatrocientos canales de televisión internacionales, como una invitación al regreso de los turistas extranjeros. En ese entonces, los carteles publicitarios habían permitido disimular ante las cámaras la miseria cotidiana, al recubrir las fachadas decrépitas de las viviendas informales que se amontonaban a lo largo de la ruta tomada por la procesión. El espectáculo, grandioso, estaba destinado a las pantallas televisivas y no a la población local, a la cual se le había prohibido bajar a la calle, para que no provocase desorden.
El desafío es mayúsculo: el turismo, que representa más de un décimo del Producto Interno Bruto (PIB) egipcio, y sobre todo el primer ingreso en divisas del país, había caído fuertemente tras la revolución de 2011 y los atentados perpetrados en sitios turísticos. Si no hubiera sucedido la pandemia de Covid-19, que nuevamente arruinó la economía, Egipto se habría recuperado: había logrado recomponer en 2018-2019 un turismo floreciente, con unos 12.600 millones de dólares de ingresos, es decir tanto como en el período anterior a la revolución.
Para sostener esta recuperación, el gobierno multiplicó las obras de envergadura: renovación del centro de El Cairo, puesta en valor del sitio de Luxor, construcción de nuevas ciudades y de museos monumentales, ceremonias espectaculares... Poniendo, de forma casi sistemática, a los símbolos del Egipto antiguo en primera fila: en su modernidad, el país seguiría siendo el fiel heredero de una cultura milenaria. El objetivo es atraer, junto con los turistas, a nuevos inversores, pero también pulir una imagen que sufrió considerablemente la agitación política de la última década y, particularmente, la la percepción sobre la presidencia de Al Sisi, bajo la cual las represiones, los arrestos arbitrarios y las violaciones de los derechos humanos se multiplican2.
Urbanismo autoritario
Si existe una ciencia que se adapta al autoritarismo del Estado egipcio, es precisamente la Egiptología. Al convocar en el imaginario colectivo su acervo de fantasías, constituye una herramienta diplomática de primera línea para rehabilitar al régimen en la escena internacional. Los obeliscos y los sarcófagos son para Egipto lo que el rock’n’roll para Estados Unidos y los pandas para China: objetos culturales que, bastante literalmente, venden sueños. Esta explotación en una perspectiva política no es nueva. Comienza durante el reinado de Mehmet Ali, quien gobernó el país modernizándolo entre 1805 y 1849. Les ofrecía a sus socios extranjeros piezas antiguas a cambio de servicios –así, por ejemplo, el obelisco de la Plaza de la Concorde, en París, llevado desde el Templo de Luxor, en 1836–. Pero en aquella época, los sitios de excavación eran en su mayor parte dirigidos por las potencias coloniales europeas, y la asociación del patrimonio antiguo a una identidad nacional no era evidente: se formuló progresivamente a fines del siglo XIX, cuando emergían las reivindicaciones de la lucha independentista.
“Desde [el presidente Gamal] Nasser, la Antigüedad egipcia es un medio de diplomacia oculta para retomar el contacto con las potencias occidentales, aun dentro de una ideología panárabe y antioccidental”, explica Sandrine Gamblin, doctora en Ciencia Política y especialista en el patrimonio y del turismo internacional de Egipto. Esto concierne, entonce, tanto a los programas científicos como a la cooperación franco-egipcia para la preservación de los monumentos de Nubia, que vino a apaciguar las tensiones tras la crisis del Canal de Suez en 1956, como a la estrategia turística del gobierno. Incluso cuando el nasserismo se caracterizó por nacionalizaciones masivas, el turismo se mantuvo en el sector privado, y prosperó sobre la base de asociaciones entre Egipto y las potencias extranjeras.
Sin embargo, esta promoción nacionalista y liberal del patrimonio egipcio tiene un costo, a menudo pagado por las poblaciones locales. En este caso, se trata de políticas de reurbanización que llevan a la destrucción de muchos barrios y a la expulsión manu militari de sus habitantes. “En Egipto, detrás de cada esfinge y de cada obelisco se esconden operaciones de reordenamiento o de urbanismo autoritarias”, señala el geógrafo Roman Stadnicki.
En Luxor, la reciente inauguración de la Avenida de las Esfinges, que une el templo de la ciudad con el de Karnak, esconde un desastre urbano y humano. Allí es donde se llevó a cabo con gran pompa, tras posponerlo una vez, “el Desfile de las Esfinges” (25 de noviembre de 2021), que recordaba en todo al de los faraones. Las viviendas entre los dos sitios fueron arrasadas, y con ellas, edificios históricos, como el Palacio de Tawfik Pasha Andraos, de 1897. Los sucesivos programas de rediseño urbano aplicados a la antigua ciudad tebana tienen como objetivo hacer tabula rasa del tejido urbano para establecer un plano ideal de “museo al aire libre”, fantasía de una capital turística que se caracterizaría por lo pintoresco, pero estaría vaciada de sus habitantes.
La obra se inició bajo la presidencia de Hosni Mubarak. En 1996 se lanzó, con el apoyo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el Comprehensive plan of Luxor city project. Administrado por la agencia estadounidense Abt Associates, ejecutora de numerosas obras financiadas por la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), el proyecto debía supuestamente luchar contra la pobreza y crear empleos a través del reordenamiento de la región. Desde 2006, mientras el centro de la ciudad de Luxor era pintado de amarillo, las excavadoras del ejército invadían las calles. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) reaccionó cuando le llegó el rumor de un controvertido proyecto de muelle de concreto sobre el Nilo que ofrecería una vista panorámica sobre el sitio antiguo. Tras una pulseada entre Zahi Hawass, el ex ministro de Antigüedades de Egipto y la UNESCO, el proyecto fracasó... pero no se perdonó al resto de Luxor.
“Desplazamos personas, reconfiguramos el espacio con fines puramente turísticos y de facilidad de acceso, de manera tal que los turistas estén lo menos posible en contacto con los locales”, señala Gamblin que hace notar la continuidad de esta política entre la época de Hosni Mubarak y la de Al Sisi. En este caso, el rediseño de la ciudad de Luxor se inscribe en una economía capitalista y monopolística del turismo. La renta, que se va cosechando, es administrada a través de asociaciones público-privadas (APP) –de hecho, una cláusula nacional prohíbe a las agencias turísticas no egipcias trabajar en el país sin socios–. Por otra parte, sólo el sitio turístico se beneficia de una parte del maná financiero. Así, la puesta en valor del patrimonio arqueológico implica una asepsia urbanística que tiene como fin principal que el tráfico sea más fluido y facilitar la circulación de los vehículos turísticos, y que se adapta perfectamente a los desafíos de seguridad que surgieron a raíz de los atentados de los años 1990.
Tierra arrasada
Hasta 2016, les resultaba imposible a los extranjeros ir a ciertos sitios del sur del país –como Abu Simbel– sin una escolta militar. Si bien las reglas se relajaron desde entonces, los puestos de control militares aún están presentes en las rutas del sur, en las que se encolumnan tanto grandes como pequeños ómnibus, cuya única parada autorizada es una pausa en un puesto de bebidas.
La obsesión del régimen respecto de los grandes ejes de circulación encuentra su aplicación en un plan decenal establecido desde la llegada de Al Sisi al poder, en 2013, que tiene como meta hacer del país uno de los principales centros mundiales de transporte y de logística. Si bien da pie a una reserva inagotable de bromas en los cafés egipcios, la construcción en todos los sentidos de ejes viales ha sido erigida en necesidad y razón nacional, que justifica cualquier obra potencialmente litigiosa que el gobierno busque realizar haciendo intervenir particularmente a las empresas del Ejército3. Si bien ciertas autopistas tienen el mérito de recubrir canales de irrigación transformados desde hace tiempo en basurales, acompañando así una política de saneamiento y de reducción del estrés hídrico, su construcción a menudo reduce los espacios rurales, o implica la destrucción de zonas urbanizadas de las que el gobierno desea deshacerse en el marco de su lucha contra las viviendas consideradas informales.
Así, El Cairo vio considerablemente modificada su fisonomía en el transcurso de los últimos años por la destrucción de sectores enteros de un patrimonio que se juzgó como poco rentable. En el este de la capital se extiende sobre 1.000 hectáreas la Ciudad de los Muertos, la más grande necrópolis de Medio Oriente que se remonta al siglo VII, clasificada como patrimonio mundial por la UNESCO y que se distingue por su sincretismo arquitectónico. En julio de 2020, el Ejército envió sus excavadoras a los senderos de tierra de ese cementerio en el que cohabitan muertos y vivos, para despejar el terreno proyectando un puente vial que debería unir El Cairo a la nueva capital administrativa. Excavadoras y mazas demolieron lápidas incluso antes de que los despojos de los difuntos fueran evacuados, y algunos habitantes vieron reducidas a polvo las sepulturas que les servían de casa sin aviso previo ni indemnización. Aunque la obra se lleva adelante infringiendo las leyes sobre el patrimonio, tanto las internacionales como las nacionales, el Ministerio de Antigüedades se defiende con el siguiente argumento: los edificios destruidos apenas datan del siglo XX. No obstante, una petición presentada ante la UNESCO por algunos arquitectos permitió interrumpir las demoliciones, y puso el asunto en suspenso. Pero a fines de 2021, al callar las voces contestatarias, las máquinas regresaron4.
“Los arquitectos tienen miedo de mencionar este tema –deplora Galila El Kadi, investigadora y coautora de una obra sobre este sitio5–. Trabajan con el Ministerio de Antigüedades en obras de restauración, o con el Estado, ya que es el Ejército quien posee y distribuye todos los proyectos. Si hablan, pueden perder su trabajo: ya echaron a una veintena de funcionarios del Ministerio de Antigüedades porque habían protestado contra la reclasificación de algunos monumentos”.
Si existe una ciencia que se adapta al autoritarismo del Estado egipcio, es precisamente la Egiptología.
Desde entonces, se planeó la demolición de 2.700 tumbas, entre ellas la de la reina Farida, primera esposa del rey Faruk –último soberano de Egipto–, pero también tumbas de hombres de Estado y poetas, cuyo valor arquitectónico y simbólico es considerable. En cuanto a las poblaciones apuntadas, apenas son informadas según el antojo de discursos versátiles y de cartas de aviso contradictorias –enviadas o no– por la gobernación. Por ende, resulta difícil estimar el número de personas involucradas: como a menudo en Egipto, las cifras son un asunto de arreglos. Oficialmente, la Ciudad de los Muertos contaría con más de 1,5 millones de habitantes. “En realidad, a lo sumo son 175.000 en los barrios alrededor de los monumentos funerarios, y entre éstos, menos de 15.000 en las tumbas-casas”, asegura Galila El Kadi. ¿Cuál es el interés de engrosar las cifras? “Para decir que es irresoluble. ¿Y qué se hace cuando un problema es irresoluble? Se lo suprime, es decir, se arrasa”, zanja la investigadora.
Detrás de la promoción del legado faraónico, el gobierno hace entonces una clasificación selectiva del patrimonio: sea islámico, copto o simplemente popular, el Estado le presta poca atención, mientras su destrucción permita liberar terrenos y luego proponerlos como inversión. En Egipto, la tierra es cara y los promotores inmobiliarios están dispuestos a pagar lo que cueste. Frente a los decretos presidenciales, las tímidas protestas de la UNESCO a menudo no son escuchadas. Señala El Kadi: “Esta organización es muy indulgente con Egipto ya que considera, como muchos países europeos influyentes, que el poder juega un papel estratégico importante en la estabilidad de la región y que no conviene hacerlo enojar. El patrimonio y los derechos humanos no tienen ninguna importancia frente a esto”.
Régimen “faraonista”
En el centro de El Cairo, una retórica más enfocada en la seguridad –riesgos de derrumbes, riesgos sísmicos...– justifica operaciones de destrucción de barrios pobres, como los de Sayeda Zeinab o de Maspero, daños colaterales que algunos llaman “haussmanización” del El Cairo, cuyo contrato se atribuyó –siempre vía una APP– a Orascom Construction, la compañía de Nassef Sawiris, primera fortuna egipcia. “Este Egipto popular, mayoritario, que desde los años 1950 emprendió edificaciones sobre partes enteras del territorio, es objeto de destrucciones sin miramientos y no es en lo más mínimo considerado por el poder como formando parte del patrimonio –se lamenta Stadnicki–. Sin embargo, la historia egipcia es la compilación de legados sucesivos y de diferente naturaleza”.
Con la transfiguración de Maspero, desaparece también una parte del legado de la revolución, ya que se trata de uno de los barrios informales más cercanos a la Plaza Tahrir, que vivió una fuerte movilización en 2011 y cuyas reivindicaciones, ya en ese entonces, sostenían el derecho de las poblaciones a permanecer en los terrenos habitados. En cuanto a la restauración de la Plaza Tahrir, comenzada en 2019, participa de una dinámica similar, y significa una reconquista de la plaza por parte del poder a través de acciones de urbanismo securitario6: circulación guiada por cierres, grandes avenidas despejadas, puestos de policía en cada giro... Y, sobre todo, erigido en pleno centro, un obelisco tres veces milenario proveniente del sitio arqueológico de Tanis, en el Delta del Nilo, rodeado de cuatro esfinges extraídas del templo de Karnak. En la rotonda, agentes de seguridad con remeras polo azul eléctrico de ASSC Security, secundados por la compañía de seguridad privada Falcon, permanecen día y noche y espantan las cámaras fotográficas de los curiosos. “Toda la astucia del poder trata de hacer creer que el guardia está ahí para que la antigüedad esté segura y en ese caso es legítimo: nadie nunca cuestionó la presencia de un guardia en un museo”, señala Stadnicki. Sin embargo, la preocupación por preservar las antigüedades lejos está de ser una prioridad en este proyecto: el traslado de las esfinges a la plaza en la que transitan cada día miles de vehículos provoca escándalo en la comunidad científica, que alerta sobre los peligros de la contaminación y de la erosión para estas piezas relativamente frágiles.
Sandrine Gamblin tiene una opinión más moderada acerca del objetivo de la maniobra. Para ella no se trata tanto de borrar las huellas de la revolución de 2011: “Se trata sobre todo de afirmar los símbolos del poder, que remiten al antiguo Egipto. Es sistemático en la arquitectura contemporánea del régimen: casi todas las infraestructuras necesarias, todos los lugares de autoridad, son construcciones de tipo ‘faranoísta’”. Y de volver a hacer un uso histórico del “faraonismo” con fines políticos, como medio de neutralizar las polémicas: en 1927, a la muerte de Saad Zaghloul, figura de la independencia, el uso de una arquitectura islámica para su mausoleo causó controversia y fue finalmente el recurso al estilo faraónico lo que puso a todos de acuerdo. Se le suma un aspecto práctico, se deposita allí por un tiempo la voluminosa colección de momias del Museo de El Cairo, que volvimos a ver en abril de 2021 en el transcurso del famoso desfile. Si el patrimonio es permanentemente acarreado según las oportunidades políticas, también se debe a un aspecto muy pragmático: en un país en el que basta con agacharse para recoger una antigüedad, no siempre se sabe qué hacer con ella.
Y tanto más cuanto el patrimonio antiguo entra en competencia con el turismo balneario: “A partir de mediados de los años 2000, el desarrollo del turismo balneario ocupa todo el espacio, y hace pasar a un segundo plano al patrimonio arqueológico. Volvemos a éste, pero es interesante considerar este movimiento pendular”, señala Gamblin. De hecho, los turistas que prefieren el mar, la playa y los lugares de buceo en medio de los corales son más susceptibles de volver cada año que aquellos que vienen una única vez para admirar las pirámides.
La otra cara de la lucha contra los barrios informales reside en la inversión colosal en favor de las nuevas ciudades, y más particularmente la nueva capital egipcia, que los detractores del presidente apodaron Sisi-City. “Son proyectos de conquista del desierto, que tienen como objetivo aligerar a El Cairo y transformarlo profundamente por medio de proyectos regulados, de división en zonas, seguros, es decir todo lo que no es la aglomeración de El Cairo en sus barrios populares e informales. Se habla de exurbanización: una manera de vaciar una ciudad de sus atributos de centralidad”, explica Stadnicki.
Resulta difícil hoy imaginarse que la nueva versión de un El Cairo moderno cumplirá con los objetivos expuestos, cuando se toma en consideración los amplios retrasos de fechas que sufre el proyecto y los cambios de los inversores: confiada en 2015 a Emaar Properties, la obra fue abandonada por el gigante dubaití, luego retomada por China State Construction Engineering Corporation, antes de ser entregada al consorcio egipcio 5+ UDC.
Detrás de los rutilantes planes de comunicación que siguen el modelo de Dubai y Abu Dabi, la realidad en el lugar muestra sobre todo rutas inacabadas y edificios aún vacíos que esperan sus 6,5 a 15 millones de habitantes. Por otra parte, nada asegura que los cairotas, incluso los acomodados, estén dispuestos a mudarse allí, y hasta el presente, los realojamientos forzados de las poblaciones expropiadas en las otras ciudades nuevas, no adaptadas a las necesidades de las clases populares, no fueron concluyentes.
La verdadera novedad de estas ambiciones se encuentra en la dimensión cultural introducida en los proyectos urbanos que se busca hacer florecer en el desierto. El régimen se deleita con el gigantesco museo que debe abrir a los pies de las pirámides, y en la nueva capital, uno de los primeros edificios inaugurados fue un Palacio de los Congresos y de la Cultura. Para Stadnicki: “Hay una sobreinversión de las cuestiones culturales, que se explica de dos maneras. En primer lugar, por una real fascinación y la influencia que ejercen sobre el poder reinante las monarquías del Golfo, que comprendieron que era necesario trabajar sobre su imagen en el ámbito internacional, y para quienes la cuestión cultural es una prioridad política. En segundo lugar, es más cómodo comunicar sobre los museos o palacios de la cultura que sobre lo que no funciona tan bien, como el proyecto de la nueva capital”.
Sin embargo, los deseos enarbolados de modernización de Egipto parecen ganar los favores de las potencias europeas. Y la simbología rinde sus frutos: el 7 de diciembre de 2020, el presidente de Francia Emmanuel Macron le entregaba al mariscal Sisi –aunque muy discretamente– la Gran Cruz de la Legión de Honor7. Un año después, el 8 de noviembre de 2021, Alstom se congratulaba por un contrato de 876 millones de euros obtenido para renovar el metro de El Cairo a lo largo de los próximos ocho años, financiado por el gobierno francés a través de la Agencia Francesa para el Desarrollo (AFD). Con algunas semanas de diferencia, el medio de comunicación Disclose revelaba en una investigación titulada “Los mememorandos del terror”, la complicidad de Francia en bombardeos cometidos por el régimen egipcio sobre sus propios civiles8.
Imperialismo de los museos
Egipto siempre puede apuntar a la fascinación que ejerce en el exterior su patrimonio cultural, y bien sabe que las cuestiones geopolíticas no tienen más que una débil resonancia en la opinión pública. Alcanza con ver el entusiasmo suscitado en Francia por las antigüedades egipcias. En 2019, la exposición itinerante “Tutankamón, el Tesoro del Faraón”, que debía hacer escala en diez metrópolis y permaneció seis meses en París, batía el récord de la exposición más visitada de la historia del país, con 1,42 millones de entradas. La exposición más popular hasta ese entonces ya había sido consagrada al joven faraón, en 1967.
Pero, si Egipto acepta llevar de gira a sus objetos para refulgir, su objetivo en el tiempo es el retorno de las antigüedades al territorio nacional. La repatriación de la Piedra de Rosetta, conservada en el British Museum de Londres, del busto de Nefertiti, expuesto en el Ägyptisches Museum de Berlín, o incluso del zodíaco de Dendera, expuesto en el Louvre, constituye uno de los varios caballos de batalla de Zahi Hawass, ex favorito de Mubarak, caído en desgracia durante la revolución y que volvió a las primeras filas de la egiptología tras la llegada de Al Sisi al poder. “Debemos frenar el imperialismo de los museos –afirma–. Y este imperialismo, en mi opinión, consistió en comprar y robar artefactos. África fue desvalijada por los europeos y los estadounidenses. No corro tras lo que hay en el Louvre, sino que corro tras los objetos robados que el Louvre compró”.
En 2009, Hawass había dirigido una solicitud de préstamo de esos objetos emblemáticos a los museos europeos, que quedó en letra muerta. El British Museum, que no respondió nuestras preguntas sobre este tema, ponía en duda la seguridad que los museos egipcios eran capaces de ofrecerles a las antigüedades en ese entonces. Friederike Seyfried, la actual directora del Ägyptisches Museum de Berlín, asegura por su parte que “no hay un pedido de restitución sobre la mesa por el momento”. “Pero incluso para un préstamo –precisa–, se trataría de una decisión política. Yo debo, por mi parte, tener cuidado desde el punto de vista de la curaduría. Tengo en mi colección numerosas piezas que están en una lista roja, y que no pueden ser prestadas a nadie –ni siquiera al Louvre–, porque son muy frágiles. Mi equipo de conservadores arma esta lista, y debo seguir sus consejos”.
La construcción en todos los sentidos de ejes viales ha sido erigida en necesidad y razón nacional.
Para Seyfried, la colección egipcia del museo berlinés “forma parte del patrimonio de la sociedad alemana”. “Pienso que deberíamos entrar en el siglo XXI conservando en la cabeza la idea de que somos parte de una misma comunidad y que es una suerte fantástica el poder compartir diferentes culturas y sus artefactos en diferentes lugares a través del mundo.” En cuanto a la cuestión del tránsito de las obras robadas, declara: “Lo que hacemos en cambio, en tanto museo egipcio, es ayudar a la policía y a las aduanas a detectar el comercio ilegal. Y a repatriar a Egipto todo aquello que es ilegal en el mercado”.
Hoy en día, Hawass se consuela: “No logré recuperar esas piezas, pero traje seis mil artefactos a Egipto”. Desde su oficina en Mohandessin, al norte de Giza, rodeado de trofeos, diplomas y retratos con su propia efigie, está al mando de los sitios de excavaciones del país, incluso si en la actualidad ya no ocupa un puesto en el Ministerio de Turismo y de Antigüedades. Calzándose un sombrero Stetson a la Indiana Jones en cuanto pone un pie afuera, y con mayor razón en las excavaciones que dirige, este egiptólogo de formación, figura inamovible pero cuestionada del sector, asume plenamente su visión marketinera de la egiptología: “Hice cientos de programas televisivos a través del mundo y eso ayudó mucho a traer turistas a Egipto. Sin turismo, no puede haber restauración de los monumentos antiguos, ni excavaciones”.
Si el turismo efectivamente permite financiar una parte de las excavaciones arqueológicas, muchas grandes excavaciones se deben a las misiones extranjeras, con fondos europeos (la AFD es una gran financiadora de proyectos, que dio medio millón de euros para la puesta en valor del sitio de Saqqara entre 2009 y 2015) o estadounidenses (particularmente a través de USAID, que desembolsó más de 100 millones de dólares en treinta años en proyectos de conservación del patrimonio faraónico y otomano), o por mecenas. Tal es el caso de una de las últimas excavaciones supervisadas por Hawass en Saqqara, comenzada en 2018 con la esperanza de encontrar, entre otras cosas, la tumba de Imhotep, y financiada hasta por 15.000 dólares por mes por Clovis Rossillon, presidente de la compañía productora Orichalcum Pictures, a través del Fondo Francés para la Arqueología y la Investigación (FFAR).
El Estado egipcio no está en aptitud de emprender grandes excavaciones, tanto por falta de medios como de materiales y competencias, así que busca multiplicar los actores presentes, a la vez que conserva un control muy estricto sobre las autorizaciones. Las excavaciones siguen estando determinadas por las rivalidades internacionales, particularmente entre las ex potencias coloniales. Para Hawass, su gran logro fue devolverles la egiptología a los egipcios, dándoles prioridad a los buscadores locales: “Todo mi trabajo se hace con equipos egipcios. Es, por ejemplo, la primera vez que un egipcio trabaja en el Valle de los Reyes: antes sólo había extranjeros. Debemos ser sus iguales y para eso, debemos ser competitivos y estar mejor formados”. Cuando las excavaciones son dirigidas por misiones extranjeras, la transmisión de los conocimientos a los egipcios sigue siendo poco habitual.
Más allá de las ambiciones económicas y diplomáticas, el bloqueo del terreno arqueológico llevado a cabo por las autoridades egipcias se inscribe también en una voluntad de dejar de lado los legados coloniales y retomar el control sobre un patrimonio que en primer lugar fue diseminado por todo el mundo por las potencias imperialistas. Ya que como recuerda Gamblin, “la egiptología es una ciencia colonial por excelencia”.
Léa Polverini, periodista. Traducción: Micaela Houston
-
“Pharaohs’ Golden Parade”, www.egymonuments.gov.eg ↩
-
Pierre Daum, “Qué queda de la revolución en Egipto’”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, abril de 2018. ↩
-
Jamal Bukhari y Ariane Lavrilleux, “Voracité de l’armée egyptienne”, Le Monde diplomatique, París, julio de 2020. ↩
-
Dalia Chams, “La Cité des morts du Caire craint de partir en poussière”, OrientXXI.info, 14-2-22. ↩
-
Galila El Kadi y Alain Bonnamy, La Cité des morts: Le Caire, Institut de recherche pour le développement, Mardaga, París, 2001. ↩
-
Martin Roux, “Plaza Tahrir, un símbolo sitiado”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2021. ↩
-
“Une légion d’honneur au maréchal Sissi en catimini... qui finit par faire du bruit”, France 24, 15-12-20. ↩
-
Véase https://egypt-papers.disclose.ngo y Sébastien Fontenelle, “Las armas, la moral y el cliente modelo”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, diciembre de 2021. ↩