Con relaciones internacionales que “se recomponen en desorden”, con un secretario general preocupantemente ausente ante la guerra de Ucrania, surgen las preguntas de si la crisis es terminal, y si la Organización de las Naciones Unidas (ONU) mutará en una súper agencia humanitaria, dejando la paz y la seguridad libradas al juego de las potencias.

Nueva York, Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, 21 de febrero de 2022. Tras haber condenado, como la mayoría de sus homólogos, la agresión rusa contra Ucrania, el embajador de Kenia, Martin Kimani, amplía sus declaraciones: “Además, condenamos categóricamente la tendencia observada estas últimas décadas en algunos Estados poderosos, incluidos algunos miembros del Consejo de Seguridad, que violan sin miramientos el derecho internacional”. Y lanza una advertencia que refuerza con un llamamiento solemne: “Actualmente el multilateralismo está moribundo. Se lo ataca hoy, así como lo hicieron otros Estados en un pasado reciente. Llamamos a todos los Estados miembro a unirse al secretario general al que le solicitamos organizar la movilización para defender el multilateralismo”.

Pocas veces se había descrito en tan pocas palabras la profundidad de la crisis internacional que se agudiza desde hace más de diez años y que actualmente hace pesar una amenaza existencial sobre la ONU. Como lo recuerda Kenia en el lenguaje formal y lleno de sobreentendidos de los diplomáticos, ciertamente no es la primera vez que los principios cardinales –particularmente la prohibición del recurso a la fuerza y la no injerencia en los asuntos internos– de la Carta de la ONU son atacados sin escrúpulos por uno de los cinco miembros permanentes (5P) del Consejo de Seguridad (Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido, Francia).1 La invasión de Irak por parte de la coalición liderada por Washington y Londres en 2003 figura entre los más flagrantes de esos abusos. Más recientemente, y menos advertido, el bombardeo ilegal de instalaciones químicas sirias por parte de Estados Unidos, Francia y Reino Unido, el 13 de abril de 2018, provocó una reunión de urgencia del alto cenáculo de la ONU. “En tanto secretario general de la ONU –había sermoneado en ese entonces António Guterres–, es mi deber recordarles a los Estados miembro que existe una obligación, particularmente cuando están en juego cuestiones de paz y de seguridad, de actuar en conformidad con la Carta de las Naciones Unidas y con el derecho internacional de manera general. La Carta es muy clara con relación a estas cuestiones. El Consejo de Seguridad tiene la responsabilidad principal del mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. Hago un llamamiento a sus miembros para que se unan y ejerzan esta responsabilidad”.

En esta primavera boreal de 2022, mientras que la agresión rusa contra Ucrania provoca la muerte de miles de civiles y precipita la partida de millones de refugiados, la ONU parece inmersa en una inédita combinación de enojo y estupor. En el Consejo de Seguridad, los mismos actores protagonizan la misma mala película de la impotencia. Aunque sumó 11 de 15 votos, la resolución que condenó el crimen cometido por Moscú –presentada, entre otros, por Francia, Reino Unido, Noruega y Albania– fue rechazada el 25 de febrero. El veto de una Rusia aislada bastó para enterrar una iniciativa que le habría permitido al Consejo ejercer su misión de policía internacional: infligir sanciones y, tal vez, lanzar una intervención militar, como en enero de 1991 contra Irak tras la invasión de Kuwait siete meses antes, o en 2011 contra la Libia de Muamar el Gadafi.

Así se multiplican los conflictos congelados y las excesivas divisiones del Consejo de Seguridad. Desde 2011 sólo logró ponerse de acuerdo sobre tres resoluciones humanitarias relativas a la guerra en Siria sin lograr construir una solución pacífica para ese conflicto. “Cuidémonos de que la tragedia siria no sea a la vez el fin de las Naciones Unidas”, advertía el 22 de febrero de 2018 el embajador de Francia ante la ONU, François Delattre.

Síntoma de la parálisis

La Asamblea General –que en principio no puede pronunciarse sobre una situación que trata el Consejo de Seguridad– se inmiscuyó excepcionalmente en las dos guerras (Ucrania y Siria), en virtud de la resolución “Unidos por el mantenimiento de la paz”. Esta le permite, en caso de bloqueo en el seno del 5P, formular una opinión política acerca de una crisis, sin poder no obstante tomar medidas coercitivas, como únicamente lo puede hacer el Consejo de Seguridad. Fuertes simbólicamente, las dos condenas infligidas a Rusia en virtud de este procedimiento especial, votadas masivamente por la Asamblea General el 2 y el 24 de marzo de 2022, no pueden hacer olvidar el fracaso de los mecanismos de policía internacional previstos por la Carta de la ONU.

Mientras que el escándalo de un nuevo abuso de poder por parte de una gran potencia amenaza con destruir completamente la credibilidad de la organización, su secretario general se contenta con hacer declaraciones solemnes. Muy activo en las redes sociales, tuitea sobre Ucrania entre otros temas de importancia como el covid-19 o el clima. Si bien Guterres nombró al diplomático sudanés Amin Awad “coordinador de las Naciones Unidas para la crisis en Ucrania”, el primer funcionario de la ONU –a pesar de ser presentado a menudo como el “peregrino de la paz”– se concentra en la dimensión humanitaria de la crisis y no ha presentado, hasta ahora, ninguna iniciativa diplomática ni “usado sus buenos oficios” (según las palabras del embajador Kimani) para poner a la ONU en el centro de las negociaciones para una salida de la guerra como sería su razón de ser. Ni siquiera se informa un llamado telefónico a los presidentes ruso o chino mientras que, por su parte, el jefe de Estado senegalés conversó en nombre de la Unión Africana con el mandatario ruso, Vladimir Putin. “Sabemos que [la ONU] es lenta y poco móvil –se inquieta Didier Billion, director adjunto del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS) de Francia–, pero la inexistencia política de su secretario general, António Guterres, en el transcurso de las últimas semanas es cuanto menos desconcertante: ninguna iniciativa concreta ante los principales protagonistas de la guerra, ninguna propuesta significativa formulada por una organización que se supone encarna el multilateralismo y que debe asegurar la regulación de las relaciones internacionales. La constatación del fracaso es preocupante”.2

Sin invocar la emblemática figura del secretario general sueco Dag Hammarskjöld, fallecido en un accidente de avión en Congo en 1961 cuando intentaba impedir la secesión de Katanga,3 ni obviamente sugerirle a Guterres tomar tales riesgos, podemos recordar que varios de sus predecesores dieron prueba de un espíritu de iniciativa, sin detenerse ante el esfuerzo, para impedir que determinadas tensiones empeoraran. El egipcio Butros Butros-Ghali, por ejemplo, apuró una investigación sobre las masacres cometidas por Israel en Cana (Líbano), suscitando el enojo de Estados Unidos, enojo que le costó ser privado de un segundo mandato en 1996. El ghanés Kofi Annan, por su parte, viajó a Bagdad en febrero de 1998 para arrancarle a Saddam Hussein un acuerdo para la inspección internacional de emplazamientos militares cuando Londres y Washington ya amenazaban a Irak con represalias militares.

Propuestas de reformas

Se alzan voces –como la del diplomático suizo Jean Ziegler–4 para pedir la supresión del derecho de veto, privilegio del que gozan los 5P. Sin embargo, esta idea, en apariencia simple, no tiene en cuenta la historia. Si bien la creación de las Naciones Unidas en 1945 es indudablemente el resultado de las circunstancias –los estragos de la guerra y sus atrocidades–, es sobre todo el fruto de un acuerdo político entre las grandes potencias. Estas aceptaban que, contrariamente a la Sociedad de las Naciones (SDN), la nueva organización mundial estuviese dotada de verdaderos poderes coercitivos. A cambio, recibían el privilegio de poder bloquear cada una por sí sola una decisión. Sin derecho de veto, nada de ONU. Por ende, su supresión podría paradójicamente conducir a un nuevo debilitamiento de la organización, de la que las potencias, grandes o medianas, se alejarían mientras el mundo se dividiría en baronías y en esferas de influencia competitivas y estrictas. Sin embargo, no escasean los proyectos de reforma; algunos, por el contrario, amplían el estatus de miembro permanente a otros Estados con el fin de equilibrar geográficamente el muy cerrado club de los poseedores del derecho de veto (propuesta de la Unión Africana o del “G4” compuesto por Alemania, Japón, Brasil e India). Ninguno logra el consenso. En 2005, las propuestas de Annan –para una mejor representatividad del Consejo de Seguridad y un reequilibrio del poder a favor de los miembros temporales– fueron rechazadas por los 5P, precisamente protegidos por su veto que permite controlar cualquier revisión de la Carta de San Francisco.5

El bloqueo procesal desvía la atención de lo que, sin duda, es el problema profundo de la ONU: la pobreza del diálogo político internacional, particularmente entre los 5P. En el caso de Siria, Rusia impuso sin temblar 14 vetos a resoluciones que preveían investigaciones sobre el uso de armas químicas o sanciones contra su protegido Bashar al Assad. Sin embargo, si se mira con detenimiento, a menudo formuló contrapropuestas que fueron a su vez bloqueadas por los occidentales. El 20 de diciembre de 2019, por ejemplo, bloqueó un texto del Consejo (apoyado por 13 de los 15 miembros) que proponía renovar por un año la autorización de brindar socorro a través de dos pasos en las fronteras turca e iraquí. Apoyada por China, estimaba que la resolución habría validado una visión errónea y perjudicial para Damasco de las relaciones de fuerza en el terreno. Pero Moscú presentó entonces su propio texto, previendo otros puntos de entrada, que no recabó más que cinco de los nueve votos necesarios. Siendo el principio de ayuda humanitaria un derecho adquirido, la discrepancia fue aquí claramente política, pero no fue tratada como tal. Al cinismo de Moscú, que cubre los crímenes de Damasco, se opone el espíritu justiciero de los occidentales que a veces dejan que la moral vampirice la política.

El centro cede

En 1945 los cincuenta y un países fundadores de la ONU se comprometieron a hacer de esta el “centro que armonice los esfuerzos de las naciones por alcanzar [l]os propósitos comunes” enunciados por la Carta de San Francisco (artículo 1, párrafo 4), es decir, la paz y la cooperación económica, social, cultural o científica. Con vaivenes, la organización efectivamente organizó la descolonización, supervisó y resolvió numerosos conflictos y crisis. Sus cascos azules protegen cotidianamente a millones de personas mientras que las ayudas (alimentación, salud, refugiados) que presta –desde Ucrania a la República Democrática del Congo– aseguran la supervivencia de millones de otras personas a través del mundo. La historiadora Sandrine Kott incluso mostró que el sistema multilateral había creado discretas pasarelas entre los dos bloques durante la Guerra Fría, suscitando acercamientos de ideas constructivos y pacificadores, al punto de afirmar que, en su seno, la “porosidad de la Cortina de Hierro” la volvía más bien una “cortina de nailon”.6

Actualmente, las grandes potencias a menudo prefieren crear estructuras ad hoc como el “G 20”, excrecencia del G7, o el Foro de París sobre la Paz lanzado en 2018, para solucionar los asuntos que les preocupan. “El internacionalismo de la Guerra Fría es progresivamente reemplazado por la lógica del globalismo –lamenta Kott–, es decir, la puesta en competencia generalizada de los individuos, de los grupos y de los Estados. El ingreso en la era neoliberal estuvo marcado por importantes cambios de paradigmas muy perceptibles en los espacios internacionales”. ¿Mutará la ONU en una súper agencia humanitaria, dejando la paz y la seguridad a las vicisitudes del juego de las potencias?

“Las relaciones de fuerza siempre fueron la base de las relaciones internacionales, pero en general bajo la égida de una o varias potencias dominantes que compartían reglas de conducta –constata el exembajador de Francia en Washington, Gérard Araud–. Hoy, el mundo vuelve a ser multipolar, pero sin reglas ni lenguaje común” (tuit del 5 de abril). Mientras los muertos se acumulan en Ucrania, la ruptura está casi consumada entre las potencias. El primer ministro británico, Boris Johnson, ha llegado a sugerir suspender a Rusia del Consejo de Seguridad, incluso de la misma ONU. Sin embargo, esto requeriría una recomendación del Consejo –imposible debido al veto– o una modificación de la Carta, condicionada al voto de la Asamblea General pero también al acuerdo de los 5P. La crisis es ya una crisis abierta y general. Contrariamente a los ataques de fiebre precedentes, todo el planeta pareciera estar ahora despierto y liberarse de las tutelas históricas, por lo que la mayoría de los Estados están actualmente en condiciones de expresar una posición sin necesariamente acompañar las alianzas o las afinidades tradicionales. Así, si bien las dos resoluciones que condenan la agresión rusa a Ucrania lograron una muy amplia aprobación (141 votos el 2 de marzo, 140 el 24 de marzo), varios países se abstuvieron (37 y 41) o no participaron en la votación (9 y luego 5), la mayoría en África, incluidas las excolonias francesas, a pesar de las insistentes presiones del Quai d’Orsay (cancillería de Francia). El 7 de abril, la Asamblea General suspendió a Rusia del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. El resultado, en vista de la gravedad de los crímenes cometidos por Moscú, habla por sí mismo: 93 a favor, pero también 24 en contra y 58 abstenciones. “La unidad recobrada por Occidente va de la mano de su relativa soledad –observa el diplomático libanés Ghassan Salamé–. En todas partes observamos una sorprendente mezcla de reticencia, de no alineamiento, de incomprensión, de indiferencia, de una pizca de schadenfreude [alegría malsana] y, a veces, de franca hostilidad” (tuit del 30 de marzo). Mientras que las relaciones internacionales se recomponen en el desorden, la seguridad colectiva nunca pareció tan frágil desde la crisis de Cuba en 1962. En este contexto, la inacción de Guterres resulta aún más desconcertante.

Actualización

Dos meses y dos días después del inicio de la invasión rusa, el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), António Guterres, se reunió con el presidente de Rusia, Vladimir Putin. Después de las reuniones del martes 26 de abril en Moscú, voló a Polonia y se trasladó a Ucrania por tierra, donde el jueves 28 se encontró con el presidente de ese país, Volodímir Zelensky. No hubo grandes anuncios, sino una sensación general de cierta decepción por parte del diplomático, que en ambas capitales también dialogó con los cancilleres de ambas partes. El sitio oficial de la ONU reprodujo un mensaje en Twitter de Guterres en el que indicó que “seguiremos trabajando para ampliar la ayuda humanitaria y garantizar la evacuación de los civiles de las zonas de conflicto”. A pesar de las demoras de la ONU en activar la carta del involucramiento directo del secretario general, su portavoz, Farhan Haq, se mostró cautamente optimista. Y acotó: “La rapidez es esencial”.

Anne-Cécile Robert, de la redacción de Le Monde diplomatique, París. Traducción: Micaela Houston.


  1. Anne-Cécile Robert, “L’ordre international piétiné par ses garants”, Le Monde diplomatique, París, febrero de 2018. 

  2. Didier Billion, “La situation internationale ouverte par la guerre en Ukraine: se parer des raisonnements binaires et du prêt à penser idéologique”, 5-4-22, www.iris-france.org 

  3. Podría de hecho tratarse de un atentado. 

  4. L’Humanité, París, 23-3-22. 

  5. Informe “Un concepto más amplio de la libertad. Desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos”, 24-3-05, www.un.org/spanish/largerfreedom/summary.html 

  6. Sandrine Kott, Organiser le monde. Une autre histoire de la guerre froide, Seuil, París, 2021.