Criticado por sus escándalos, el premier británico Boris Johnson está desgarrado por dos de los fenómenos que lo llevaron al poder: el deseo de los librecambistas londinenses de proyectar el reino hacia los mercados internacionales, y la conciencia de un desclasamiento en las regiones del norte de Inglaterra. Dos fuerzas antagónicas que alimentan el nacionalismo inglés.
Los franceses gustan de referirse de sus vecinos británicos como los “ingleses”. Aunque Reino Unido, unión de cuatro naciones (Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte) bajo la égida del Parlamento de Westminster, forma un territorio vasto y diverso, este mal uso del lenguaje se explica sin duda por el peso demográfico y económico de Inglaterra: aproximadamente 84 por ciento de la población y 86 por ciento del producto nacional bruto (PNB) de Reino Unido. Sin embargo, a fines del siglo XX, la unión sellada por Inglaterra con Gales (en 1536), Escocia (en 1707) y, por último, Irlanda del Norte (en 1801, con toda la isla y, luego, tras el tratado angloirlandés de 1921, con seis de los nueve condados de la provincia de Ulster, en el norte de la isla) se quebró. Dos fenómenos catalizaron esta evolución: la emancipación de Escocia y Gales, y luego el Brexit [la salida de Reino Unido de la Unión Europea].
En la década de 1960 el auge del nacionalismo escocés y, en menor medida, del galés, fueron una problemática política que el Partido Laborista, que tenía una fuerte presencia en las circunscripciones escocesas, aprovechó. En las elecciones legislativas de 1997, que ganó el partido de Anthony Blair, el programa electoral de los laboristas preveía un paquete de reformas constitucionales destinadas a conferir más poder a los ciudadanos y a acercarlos a las instituciones. La organización de dos referendos en Escocia y Gales en setiembre de 1997 permitió la apertura del Parlamento escocés y de la Asamblea galesa, con competencias legislativas en materias denominadas “transferidas” como el transporte, la salud y la educación.1
El proceso se caracterizó por su asimetría: un Parlamento escocés (Holyrood), con competencias fiscales, una Asamblea galesa (Senedd) sin ellas, y ninguna asamblea inglesa, a pesar del dominio demográfico y económico de Inglaterra. Esta situación –la West Lothian question–suscitó una reacción hostil de los conservadores. Consideraban inaceptable que Escocia, con su propio parlamento, tuviera voz en asuntos que sólo conciernen a Inglaterra a través de los diputados que sigue enviando a Westminster.
Visión posimperial
Desde su regreso al poder con la elección de David Cameron en 2010, los conservadores han defendido “votos ingleses para leyes inglesas”. Introducido en 2010, el sistema prevé que la mayoría de los votos para proyectos de ley que sólo afectan a Inglaterra provenga de diputados de las circunscripciones inglesas. Tras diversas modificaciones, el procedimiento se suprimió en junio de 2021 para que el Parlamento pudiera responder más eficazmente a la pandemia. La decisión sin precedentes de los conservadores de elaborar un programa electoral específico para Inglaterra de cara a las elecciones legislativas de mayo de 2015 –un año después del referendo sobre la independencia de Escocia organizado por Holyrood, en el que el “no” ganó por un escaso margen– ilustra el renovado compromiso de los tories [conservadores] con una mejor representación política para Inglaterra.
A mediados de la década de 2010, los debates en torno al mantenimiento de Reino Unido en la Unión Europea exacerbaron el aspecto identitario del sentimiento nacional inglés que había suscitado la reconfiguración institucional de Reino Unido en 1997. La devolución y el Brexit produjeron dos reacciones en la nación del sur: lo que los investigadores Ailsa Henderson y Richard Wyn Jones describen como “devo-ansiedad”,2 por un lado; y euroescepticismo, por el otro. Dos sentimientos que se basan en concepciones antagónicas de la nación. La primera, volcada hacia dentro, se apoya en las “naciones sin Estado”3 que desde hace tiempo son los cuatro componentes del país; la segunda, volcada hacia fuera para los brexiteers librecambistas, defiende la soberanía del Estado-nación británico. La paradoja es: ¿cómo se puede defender el principio de soberanía nacional, o incluso de independencia, de Reino Unido frente a las instituciones europeas cuando se niega a las naciones históricas como Escocia?
En el centro de esta tensión, Inglaterra se encuentra dividida entre dos trayectorias opuestas. Una se centra en su deseo de representación política en un contexto de mayor descentralización, y la otra está motivada por su ambición de abrirse al resto del mundo más allá de Europa. Estas dos trayectorias se encarnan en las imágenes de la Little England y la Global Britain que dominan el debate actual desde el Brexit. Introducen dos concepciones –minimalista y maximalista– de Inglaterra que son respectivamente afectiva y utilitaria: mientras que la Little England (o la Inglaterra que podría denominarse “profunda”) supone un apego casi visceral a esta nación, a través del prisma de los estereotipos culturales, la imagen de la Global Britain transmitida por los brexiteers desde 2016 se basa en una concepción expansionista motivada por intereses económicos y geopolíticos. Revela, indirectamente, una visión posimperial y mercantil del país, cuyo poder se basaba principalmente en la riqueza y el dinamismo de Inglaterra.
Esta tensión se explica por la común –y estratégica– confusión entre anglicidad y britanidad que mantienen los nacionalistas ingleses. Cuando los brexiteers hablan de Reino Unido, el retrato que elaboran o la historia que invocan suele ser la de una Inglaterra cuya fuerza centrífuga sobre las llamadas naciones periféricas parece darse por sentada y postula que lo que se aplica a Inglaterra (que votó a favor del Brexit con 53,3 por ciento) es necesariamente válido para las naciones que votaron en contra (como Irlanda del Norte con 55,8 por ciento y Escocia con 62 por ciento). Inglaterra se ve, de este modo, en su dimensión simbólica y en su fusión casi orgánica con lo británico. Por ello, Inglaterra, un territorio extremadamente variado más allá de las diferencias identitarias entre el norte y el sur, ocultas por la hipercentralización administrativa de la capital,4 se concibe a menudo como un bloque monolítico del que emana un sentimiento difuso que sólo puede definirse por medio de estereotipos (los paisajes), valores (el fair play [juego limpio]) o el deporte. La britanidad, en cambio, se manifiesta en los símbolos políticos e institucionales (la monarquía, la democracia parlamentaria, etcétera).
La articulación entre la anglicidad y la britanidad conduce así a dos versiones del nacionalismo británico, étnica y cívica. La primera se ilustra con el retorno de los movimientos extremistas (y minoritarios) que esgrimen la defensa de Inglaterra como promoción de una identidad insular y, en su variante radical, blanca y supremacista. La segunda se centró inicialmente en la cuestión de la descentralización inglesa, antes de ampliar su lucha a la defensa de la soberanía nacional. Pero estas dos versiones no siempre son muy distintas entre sí. Si los English Democrats, creados en 2002 para promover un parlamento inglés, aparecen hoy como un movimiento ultraeuroescéptico, y la English Defence League, fundada en 2009 sobre la base de agrupaciones de hooligans, como un movimiento abiertamente antimusulmán, los vínculos supuestos o reales de estas dos organizaciones con la extrema derecha y, en particular, con el British National Party, han sido evocados a menudo y no son negados con vehemencia por los involucrados.
Muchas Inglaterras
Esta visión monolítica y simbólica de Inglaterra ignora, sin embargo, la diversidad regional de un territorio que ocupa dos tercios de la superficie británica. Mientras que los debates sobre la descentralización han puesto de relieve las especificidades culturales de Escocia, Gales e Irlanda del Norte, la gran variedad de regiones inglesas rara vez estaba en el centro del debate político antes de la década de 2010, excepto para señalar las desigualdades económicas y sociales entre el norte y el sur o la notable diferencia entre Londres y el resto de Inglaterra. Sin embargo, esta diversidad se ha reflejado durante mucho tiempo en el mapa electoral de Reino Unido, donde cada elección legislativa ha mostrado, por lo menos hasta 2019, la existencia de bastiones laboristas en el norte de Inglaterra, todavía encarnados por su historia industrial y la presencia de comunidades mineras y obreras, mientras que el apoyo del Partido Conservador, ampliado a las clases medias durante los años de Margaret Thatcher (1979-1990), parecía concentrarse en el sudeste. Una vez más, el Brexit ha barajado de nuevo las cartas. El ascenso del partido euroescéptico de Nigel Farage, el United Kingdom Independence Party, que devino el Brexit Party en 2019, contribuyó a agudizar el foco de atención en las regiones costeras del noreste de Inglaterra, especialmente en Humberside, Lincolnshire, en el este de los Midlands y la región de Norflok, más al sur, que votaron mayoritariamente a favor de la salida. Esta renovada atención se ve alimentada por numerosos estudios que destacan el vínculo entre el voto pro Brexit y antiestablishment, por un lado, y el declive industrial y el desempleo por otro.5
Reino Unido es, en efecto, uno de los países occidentales con mayores desigualdades, tanto interregionales como subregionales. Estas desigualdades se manifiestan en muchos ámbitos y están en el origen de aquello que ciertos investigadores han denominado “la geografía del descontento”.6 Por ejemplo, el PNB y la renta per cápita de los londinenses es más del doble que la de las poblaciones del norte, la esperanza de vida varía en casi diez años entre el norte y el sur, y hay una brecha del ocho por ciento en los índices de aprobación del GCSE (diploma de fin de secundario).7 Por otra parte, mientras que algunas regiones se han beneficiado de un fuerte crecimiento económico y han vuelto a los niveles económicos anteriores a la crisis de 2008 antes de las elecciones legislativas de 2019, otras, como East Midlands y el noreste en particular, atravesaron un aumento de la desigualdad y el empobrecimiento de los más desfavorecidos.8 En realidad, las desigualdades subregionales siguen siendo tan fuertes como las diferencias interregionales, sobre todo en la capital o, como en el sudeste, la región más rica de Inglaterra después de Londres. Mientras que las localidades de los alrededores de Londres, donde se concentran los habitantes de las afueras, tienen una renta muy superior a la media inglesa, las de la costa sur sufren a veces una brecha de 19 por ciento con este nivel medio.9 En cuanto a las regiones del norte y los Midlands, si bien son las más pobres, también tienen oasis de prosperidad (Solihull, Traffor, Chester, York, etcétera) gracias a las universidades, el sector terciario y las inversiones extranjeras en el sector inmobiliario. De todos modos, en la mente de muchos ingleses domina la idea de un abismo entre el norte y el sur que ha determinado desde hace mucho tiempo su voto.
Desde diciembre de 2019, el norte se ha vuelto ineludible. El Partido Conservador del primer ministro Boris Johnson ganó las elecciones legislativas gracias a la conquista de 55 circunscripciones en el norte de Inglaterra (conocidas como el “Red Wall”) por parte de nuevos diputados euroescépticos que desean animar al Estado a invertir allí de manera masiva. De ahí su promesa electoral de “nivelar” (levelling up) las zonas más desfavorecidas del país invirtiendo masivamente en ellas. En gran parte olvidado desde su llegada al 10 Downing Street [residencia oficial y oficinas del primer ministro], el proyecto ha resurgido con la creación de un ministerio específico y la publicación de un Libro Blanco el 2 de febrero, en un contexto en el que el primer ministro intenta librarse del escándalo del “partygate”, vinculado a la revelación de que Johnson habría asistido a varias fiestas mientras el país estaba en confinamiento.
Pero, aquí también, los conservadores se debaten entre la necesidad de comprometerse con el norte de Inglaterra y la urgencia de preservar la Unión. En consecuencia, la promesa de un reequilibrio de las inversiones hacia el norte de Inglaterra se ha desvanecido, en beneficio de un discurso que promete “nivelar hacia arriba todo el Reino Unido”. Si, en los hechos, el horizonte de los conservadores se ha vuelto predominantemente inglés, sólo pueden “anglicizar” sus promesas a riesgo de perder a los británicos... y al reino.
Agnès Alexandre-Collier y David Fée, profesores de Civilización Británica Contemporánea en la Universidad de Borgoña y en la Universidad de París 3-Sorbona Nueva, respectivamente. Traducción: Emilia Fernández Tasende.
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Desde el Scotland Act de 1998 para el parlamento escocés y después del Government of Wales Act de 2006 y el referéndum de 2010 seguido del Wales Act de 2014 para la asamblea galesa, renombrada parlamento por el Senedd and Elections (Wales) Act de 2020. ↩
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Ailsa Henderson y Richard Wyn Jones, Englishness. The political force transforming Britain, Oxford University Press, 2021. ↩
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Título de un texto de Jacques Leruez, L’Écosse une nation sans état, Presses Universitaires de Lille, 1983. ↩
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UK 2070 Commission, “Make no little plans: Acting at scale for a fairer and stronger future”, Informe final de la Comisión, 2020. ↩
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Lewis Dijkstra, Hugo Poehlman y Andrés Rodríguez-Pose, “The Geography of EU discontent”, Regional Studies, Vol. 54, N° 6, Londres, 2020. ↩
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Philipp McCann, “Perceptions of regional inequality and the geography of discontent: insights from the UK”, Regional Studies, Vol. 54, N° 2, 2019. ↩
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British Broadcasting Corporation (BBC), “Schools grades linked to where you live”, 12-1-16. ↩
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Conor D’Arcy, “Regional Wealth Inequality: A Nation Divided”, 1-9-18, www.resolutionfoundation.org. ↩
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House of Lords, Inequalities of Region and Place, Library Briefing, Londres, octubre de 2021. ↩