El 3 de junio se cumplieron cien años del nacimiento de María Esther Gilio; cien años de una vida intensa que dejó una huella imborrable en el periodismo latinoamericano. Fue la mejor entrevistadora que tuvo este país, creadora de un estilo personalísimo. Y nadie como ella acercó la entrevista a la literatura, por la capacidad de crear ambientes, construir los reportajes como relatos y conseguir verdaderos retratos de los personajes. Entrevistó a figuras de la cultura de primera línea y también a políticos y a gente común (campesinos brasileños, emigrantes, personas en la calle), con la misma dedicación, empatía y entusiasmo. Le interesaba, sobre todo, la experiencia humana. Era curiosa, observadora y habilísima para que el entrevistado se sintiera cómodo y hablara con sinceridad. Y tenía una gracia y un sentido del humor que eran su marca de fábrica.

Se había recibido de abogada en 1957 y en 1966 fue invitada por Carlos Quijano a escribir en Marcha. Con los años, colaboraría en medios de Argentina (Clarín, Crisis, Página 12, El Porteño, Claudia), Chile (Caras, Punto Final, La Época), Venezuela (El Nacional, Diario de Caracas), Francia (L’Express), Italia (Il Manifesto) y Uruguay (Brecha, El País Cultural). Cosechó éxitos y premios –como el de Casa de las Américas en 1970–, pero también tuvo que abrirse camino en condiciones difíciles. Había sido abogada de presos políticos, y en 1972, luego de que una madrugada estallara una bomba en su casa, debió marchar a un exilio que duró quince años.

Repasar su estilo de trabajo es acercarse a un modo peculiar, y extraordinariamente vigente, de encarar el periodismo con inteligencia y responsabilidad. Preparaba mucho sus entrevistas, pero no se ataba a las preguntas imaginadas; sobre todo, sabía escuchar y repreguntar. Parece fácil, pero no lo es.

Gabriel García Márquez lo definía así: “Un buen entrevistador, a mi modo de ver, debe ser capaz de sostener con su entrevistado una conversación fluida, y de reproducir luego la esencia. El resultado no será literal, pero creo que será más fiel, y sobre todo, más humano. Ahora en cambio, uno tiene la impresión de que el entrevistador no está oyendo lo que se dice, porque cree que el magnetófono lo oye todo. Y se equivoca: no oye los latidos del corazón, que es lo que más vale en una entrevista”. Y eso es lo que hacía María Esther: sus reportajes no eran nunca literales y no se ataba a las preguntas que había preparado, porque sabía escuchar. Elegía los detalles, los gestos y las palabras que mejor trasmitían el encuentro. “Y también lo que se debe callar por respeto al entrevistado –escribió–, cuando al calor del clima creado este dice algo que no debe ser publicado”. En ese sentido, el método Gilio estaba en las antípodas del de periodistas como Oriana Fallaci o Truman Capote, quienes buscaron por todos los medios que el entrevistado bajara sus defensas y soltara algo que no habría dicho si hubiera tenido tiempo de reflexionar. Y nunca era ella el centro de la entrevista –un defecto muy extendido en el oficio–. Incluso no le importaba pasar por ingenua para conseguir la confianza del entrevistado.

Hizo cientos de entrevistas –varias reunidas en libro–, entre las que sobresalen las dedicadas a Juan Carlos Onetti, Aníbal Troilo, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Noam Chomsky, Wilson Ferreira Aldunate y José Mujica, entre muchas otras. Solía decir que el periodismo tiene la superficie del océano y la profundidad de un charco. Visto desde hoy, es claro que su trabajo desafía esa afirmación.