El arrastre multitudinario de Javier Milei no se explica sólo analizando su figura o su discurso, sino también comprendiendo las experiencias concretas de personas empujadas, desde antes de la pandemia, a las inclemencias de una “vida neoliberal”: necesitan tener esperanza y son quienes alimentan un fenómeno político-social que muchos analistas se niegan a ver.

El salto de Milei a una escala nacional de masas en Argentina obliga a ir más allá de los líderes y llegar a las bases más amplias, más allá incluso de las identificaciones con el dogma libertario, que está siendo masivo en espacios como las redes sociales o lo sucedido en la propia Feria del Libro de Buenos Aires.1 Hay otra cantera y otro ángulo para entender este fenómeno. La experiencia de las personas no es inocua ni muda cuando se intenta captar sus formas de vincularse con la política. Las ideologías son el emergente al que hay que oponer un detrás de escena que no es el de los intereses tomados en abstracto, sino el de los procesos en los que se forman sujetos y experiencias. El caso de Damián ofrece cuatro aristas para comprender esta tesis y algunas de sus consecuencias en el análisis de la politización de las juventudes contemporáneas.

Damián era repartidor de Glovo en Mar del Plata hasta que empezó la pandemia. Mientras cursaba los primeros años de Ingeniería, trabajaba con la moto para generar ingresos propios con los que sostener actividades y hobbies sin recurrir a la ayuda de sus padres. Su novia, que trabajaba de enfermera, y sus padres, con los que convivía en un departamento pequeño, le pidieron que dejara el reparto por temor al contagio: “Era al principio, cuando no había vacunas y si tenías covid te morías”. A poco del inicio de la cuarentena, los padres de Damián, ambos visitadores médicos, quedaron desempleados y comenzó a faltarles dinero para los gastos fijos. La preocupación familiar creció. Para colmo, en lo que Damián vive como una mala racha, deja de recibir el Plan Progresar [para jóvenes que están terminando sus estudios] y, por un error administrativo, no consigue cobrar el Ingreso Familiar de Emergencia [medida de apoyo durante la pandemia] que le correspondía por el hecho de ser monotributista registrado. Su enojo fue tan grande como su desconcierto: a él, que estudia y trabaja, lo dejan de ayudar en el momento en el que todos reciben algo.

Esfuerzo y mejorismo

Para salir de la mala racha, Damián buscó “barajar y dar de nuevo”. Por consejo de sus amigos y con ahorros de su padre, apostó a armar un rig (computador optimizado para minería de criptomonedas). Le costó muchísimo conseguirlo, contactó gente y aprendió en el proceso sobre programación. “Cuando arrancó la pandemia, encontré la minería y eso me ayudó a salvarme”. Decidió dedicar todo su tiempo a esto y comenzó a tomar cursos online de programación. La universidad quedó en suspenso. La pandemia fue el tiempo en que, como otros jóvenes, Damián se armó una carrera. Para poder cobrar los dólares que fue ganando como programador tuvo que abrirse una cuenta bancaria en Uruguay, lidiar con más de una billetera virtual, buscar cuevas seguras a buen cambio. “Por un tema de poder cobrar el dólar al precio blue [cambio paralelo] y rajar de la AFIP [Administración Federal de Ingresos Públicos]”. Con la realidad de los múltiples tipos de cambio no hay forma de que Damián no sienta que el Estado se queda con más de lo razonablemente aceptable, y no hay forma de que esa situación no lo solidarice con otros actores que reclaman contra los impuestos, contra el Estado y contra el comunismo. Damián no llega a ese último extremo, pero el liberalismo, antes que llegarle por la pantalla o por la doctrina, brota de su posición en sus propias y complejas relaciones mercantiles.

Si bien desde el comienzo Damián estuvo a favor de los cuidados, y aunque cree que el gobierno lo hizo bien con la cuarentena, está convencido de que las restricciones tal como se implementaron son la causa de los males actuales del país. Las hubiera preferido “inteligentes”. De la misma manera que Iván, un joven de 22 años que con los repartos en bicicleta pagó el alquiler de la casa de sus padres, que también perdieron el trabajo, y que veía cómo en cada renovación de la cuarentena los ingresos de su trabajo principal y el de sus padres disminuían. En su trabajo complementario como repartidor, el dinero de Iván viene del esfuerzo físico, de la libre circulación, del hacer libre. Si los fisiócratas deploraban regulaciones y manufacturas para ponderar la creación natural de valor por la agricultura, el encuentro entre el trabajo y la tierra, Iván confía el origen de la riqueza a sus cuádriceps: ¡Déjenme hacer, déjenme circular!... esa es su divisa. Es la misma divisa de Damián, que vive la minería como si se tratase de aquella de pico, pala y hallazgo de oro en la cordillera.

Milei no los convence, no leyeron a Adam Smith ni a Friedrich Hayek, el liberalismo los espera en cualquier callejón sin salida de su deriva vital. Entramos a la pandemia al grito de “¡Nadie se salva solo!”, pero cada uno debió hacer algo para salvarse, y mal que mal logró hacerlo. De ese impulso en la adversidad, que viene ya de una economía diez años languideciente, renace una exigencia: el reconocimiento al esfuerzo, jerarquizar a los que quieren mejorar y hacen todo lo posible para ello. El mundo popular no carece de categorías de jerarquización, pero no se basa en sangres ni cunas, sino en el culto a la persistencia, la fuerza, el valor y la aptitud ¿A ese deseo de ese reconocimiento quién lo contiene?

Contra la mímica estatista

Damián no cuestiona de forma principista la educación pública, pero entiende que el estado actual de la educación pública está indisolublemente ligado a un estado de la política. El local de su colegio secundario le sirve de ejemplo. Cuenta que el edificio “está hecho mierda” y que sus profesores le aseguraron que se encuentra exactamente igual que hace 30 años, cuando algunos de ellos estudiaron allí. La cooperativa escolar y el centro de estudiantes en el que él participaba intentaron pintarlo. Tardaron meses en organizarse y recaudar el dinero, pero cuando quisieron comprar la pintura y los materiales la inflación había hecho su efecto. Un concejal de Mar del Plata les prometió una ayuda que finalmente nunca llegó.

Damián completó sus estudios. El día en que egresó se sintió impotente observando el estado del colegio, detenido en el tiempo. Nadie hace nada efectivo para evitar la decadencia. “Claramente hay un montón de cosas que yo aprecio un montón de este país, como la educación pública y la salud pública, que son súper importantes y las valoro un montón. Pero son como vacas viejas. El hecho es que acá el Estado te dice ‘tomá, acá te doy educación’ y después es una mierda, un edificio hecho mierda, unos profesores todos los días de paro”. La idea de bien público no está puesta en cuestión. No, al menos, en abstracto. Pero de la misma manera en que alguien pragmáticamente puede repudiar las formas democráticas “porque no estamos en Suiza”, Damián acepta cualquier medio de mejorar la educación “porque no estamos en Suecia”. Para muchos, el hartazgo no es con el “comunismo”, sino con una inoperancia que suponen, con alguna razón, de larga duración. La distancia de estos jóvenes obliga a preguntarse: ¿qué es lo que falla desde el punto de vista de la coalición estatista? ¿De quiénes defendemos que el Estado debe actuar contra las desigualdades? ¿No será que hay una desproporción entre, por un lado, la prédica y las promesas, y las muestras gratis, por el otro?

Más allá de la pandemia

Nada de lo que contamos requiere de la pandemia como factor explicativo excluyente. Los marcos interpretativos, las salidas y las estrecheces que se combinan en las elecciones laborales, las visiones políticas y el arraigo de Damián podrían haberse dado en plazos no mucho más largos que los que determinó la pandemia. Y el crecimiento de las derechas radicales en buena parte de Occidente también es previo al coronavirus. Pero esto no implica que en Argentina la pandemia haya sido inocua respecto de estas tendencias. No sólo en el sentido de acelerar posibilidades preexistentes en las relaciones económicas y políticas, sino en disponer a los sujetos a una evaluación retrospectiva que conmueve o transforma convicciones anteriores o, en el caso de los más jóvenes, altera su formación política primaria.

Así lo muestra el caso de Abigail, que con 18 años participó junto con sus amigas de Caballito en la protesta frente a la residencia presidencial Quinta de Olivos pidiendo por la apertura de las escuelas. Los carteles que elaboró decían: “No queremos que la ignorancia sea tomada como una política pública” y “Queremos las escuelas abiertas para todos”. La protesta tenía la intención de “demostrar que hay una ruptura entre lo que pasaba dentro de la Quinta de Olivos y lo que sucede en la realidad”. De ese día guarda fotos con Milei y Patricia Bullrich, pero no se considera fan de ningún partido, porque “todos tienen algún defecto”. Está a favor del aborto, a favor de las vacunas y se reivindica fanática de la libertad. Cuando mira hacia estos dos años pandémicos, Abigail piensa: ser joven y no poder hacer una fiesta de egresados, no poder ir de viaje de egresada, no poder salir a bailar sin tener miedo de caer como delincuente en una fiesta clandestina, todo eso fue muy deprimente.

El Estado pandémico en Occidente ha consumado un trayecto acelerado de erosión que profundiza el terreno cedido al mercado en los últimos 50 años: debió operar de forma extrema, afectando derechos básicos para salvar a los ciudadanos de un peligro que una parte de la opinión pública desconoció como tal, y obtuvo, por ese desconocimiento, una victoria intangible y controvertida. A todas las opiniones promercado previamente existentes esta erosión les resultó un combustible enardecedor. Más aún: el período pandémico ha sido un período que exacerbó el carácter retrospectivo de las experiencias subjetivas, de las identidades sociales y de las vinculaciones políticas. El pasado se reabre y se juzga desde una actualidad conmovedora. De la misma manera que quien descubre un engaño presente duda hacia atrás, quien ha visto a los líderes fallar reabre sus expedientes con inquina y suspicacia. Por eso los que antes pensaban una cosa ahora piensan otra en relación con, por ejemplo, el gobierno y los políticos.

Haya patria

A diferencia de algunos de sus amigos, Damián no quiere irse del país. Cree que si hubiera nacido en otro lugar seguramente le hubiera ido “bien de una”, porque confía en sí mismo: hoy tiene la suerte de trabajar en lo que lo apasiona, y lo disfruta. Todos sus compañeros son emprendedores que como él enfatizan el entusiasmo por el trabajo y la creación de soluciones. Para ellos, las restricciones sanitarias a la circulación y el trabajo son negativas. Las restricciones para cobrar del exterior son resignificadas a la luz de todos los obstáculos previos, en una invitación a “irse” del país. Sin embargo, aceptar esa invitación no es, para Damián, una alternativa. Resistir, aguantar, perseverar contra esa invitación a alejarse de su familia, de sus amigos, de sus vínculos, de su barrio, tiene un valor moral. El optimismo sobre el futuro del país, la referencia a un futuro prometedor configura una bronca contra todos aquellos que impiden ese desarrollo: somos un gran país, Argentina tiene un futuro arrasador, una eterna promesa, un bull market [mercado financiero en alza] por venir, pero tarda en llegar por las malas decisiones políticas, los obstáculos y las restricciones, la falta de osadía/rebeldía que también habita entre los que se resignan a irse.

Entre el arraigo y, tal vez, la sensación más o menos difusa de que el mundo está difícil para los que migran, el nacional-liberalismo es una alternativa natural que no necesita de la coincidencia consciente con la alt right europea.2 Desde ese punto de vista, aquellos que deciden irse del país haciendo de esa postura una distinción esconden una resignación que para Damián los acerca más a los responsables de la inercia decadentista. Este conjunto difuso abarca desde “los chetos” hasta los que viven de privilegios sin esforzarse... también ellos son la casta.

El optimismo por el futuro prometedor del país que Carlos Maslaton –autodefinido como “puntero inorgánico” de Milei– profesa a contracorriente de la opinión general en los paneles televisivos recoge algo que también es parte de la sensibilidad de la época, que no se reduce a la autoflagelación y la exposición a los sentimientos de inferioridad nacional: la necesidad de esperanza de los que no se van a ir, no quieren irse o saben que no es fácil irse.

Renegación científica y política

La politización contemporánea de los jóvenes transcurre, muchas veces, en el seno de circuitos y experiencias como las que describimos. En vez de observar los fenómenos en su punto de llegada y buscar una causa anterior, independiente, una X que explique una Y, tratamos de objetivar una configuración en la que se incluyan las experiencias y las visiones retrospectivas de los actores. No se trata de correlacionar voto y clase social, Rappi y Milei. Se trata de objetivar un campo de experiencias que puede dar lugar a múltiples identificaciones políticas, algunas incluso contrapuestas en torno a cuestiones que se han renovado, y de entender por qué razón ciertos discursos se masifican.

Las afinidades con la performance de Milei se fundan en experiencias que se vienen generalizando desde hace décadas: su radio de crecimiento actual, muy superior al piso construido por las redes sociales o por las inconsecuencias señaladas al macrismo, no recoge sólo el efecto de una prédica dogmática y el crecimiento de los cuadros que le podrán dar estructura al movimiento. Es consecuencia de un proceso social que ya antes había permitido el triunfo de Mauricio Macri (presidente de 2015 a 2019) y que ahora viene a consolidar, ampliar y radicalizar el polo que las miradas desde la clase política y la politología despreciaron desde el mismo momento en que se iniciaba su crecimiento, señalando, de manera mecánica, la falta de estructuras, las irreversibilidades de la historia, la “locura” de los sujetos. Hay momentos de condensación histórica en que la sintonía sorprende: de repente todo sucede como si todos hubieran estado esperando eso que ahora se dice.

A esto no son ajenas las prácticas de la clase política ni las del gobierno. La política funciona en un arco que va desde el líder nacional y su mesa chica a los círculos subnacionales, cada uno de ellos con periferias que funcionan para los líderes como un simulacro de la calle. Es un arco grande, denso y poblado, pero finalmente minoritario. La calle real está por fuera de esos circuitos, a la intemperie, en parte como consecuencia inesperada de un juego suicida sobre el que en 2012 señalamos: “Ernesto Laclau puso de manifiesto de qué manera el peronismo condensaba todas las reivindicaciones populares hasta transformarse en su bandera. El mecanismo de desplazamientos, igualaciones y producción de sentido que su teoría ayudaba a iluminar es el que, paradójicamente, parece beneficiar a la formación de un populismo de la libertad a su manera”.3 Harta de discursos que no hablan de sus realidades, una mayoría, que se fue quedando fuera del corral simbólico y material de “cada vez menos de lo mismo” de los últimos veinte años, comienza a preferir todo lo que lo contradice, lo que lo contradice más fuerte. El lado oscuro de la Luna adquiere peso y un cambio epocal transcurre: lo loco y lo extraordinario es el apoltronamiento de actores y analistas que lo niegan a pesar de tenerlo frente a sus ojos.

Pablo Semán, sociólogo y antropólogo. Investigador del Conicet. Nicolás Welschinger, licenciado en Sociología y doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de La Plata. Investigador del Conicet.


  1. El sábado 14 de mayo Milei presentó su libro El camino del libertario, Planeta, Buenos Aires, 2022. 

  2. Derecha alternativa, movimiento difuso que suele coincidir con posturas del supremacismo blanco. 

  3. www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-208310-2012-11-22.html