Al atacar a Ucrania para impedirle unirse algún día a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), el presidente ruso, Vladimir Putin, acaba de precipitar hacia la alianza atlántica a Suecia y Finlandia. El abandono de la neutralidad, que la población había vuelto a plebiscitar hace apenas seis meses, lleva a estos dos países nórdicos a renunciar a parte de su identidad.

Durante la Guerra Fría, los países nórdicos eran ampliamente percibidos como un modelo de sociedad ilustrada y antimilitarista, amante de la justicia social y moralmente superior a los dos polos opuestos de la modernidad: Estados Unidos y la Unión Soviética. Las dos encarnaciones mayormente celebradas de ese modelo fueron durante mucho tiempo Suecia y Finlandia.

Una larga historia une a estos dos países. La pertenencia de Finlandia al reino sueco duró siglos. Luego llegaron las guerras napoleónicas, en el transcurso de las cuales Suecia debió cederle su provincia finlandesa a Rusia. Desde 1814 Suecia logró, con constancia, mantenerse apartada de las guerras o proclamarse neutral, como durante la Guerra de los Ducados en 1864.

Finlandia tuvo una historia menos apacible. La Revolución Rusa provocó no sólo su independencia, sino también una guerra civil que dividió al país entre los “rojos” (socialdemócratas) y los “blancos” (conservadores). Estos últimos se impusieron con el apoyo militar de Alemania, tras lo cual Finlandia se involucró en la guerra civil rusa hasta la firma del Tratado de Tartu en 1920. Contrariamente a lo que se esperaba, el país siguió siendo democrático y los socialdemócratas fueron autorizados a participar en las elecciones y en las coaliciones gubernamentales en los años 1920.

Mientras que la socialdemocracia ganaba terreno en Suecia a lo largo de los años 1920 y 1930, Finlandia entró en un período de turbulencias que culminó en 1930 con un intento abortado de insurrección fascista. En Suecia, el Partido Socialdemócrata accedió al poder en 1932 y allí se mantuvo, solo o aliado con otros, sin interrupciones hasta 1976. Al adoptar vigorosas reformas sociales y un modo de gobernanza ético, ilustrado por su política exterior internacionalista, la Suecia socialdemócrata se impuso como la nación faro del modelo nórdico.

Mientras tanto, tras dos guerras sucesivas con la Unión Soviética entre 1939 y 1944 –la segunda como aliada de la Alemania nazi–, Finlandia vivió una fase de intensas transformaciones, marcada por los éxitos electorales del Partido Socialdemócrata y de una joven agrupación situada más a la izquierda, la Liga Democrática del Pueblo Finlandés. Para salir del conflicto en 1944, debió apuntar sus cañones contra Alemania y hacer concesiones territoriales a los soviéticos. Luego, fue el único país no comunista en firmar, en 1948, un acuerdo de amistad, cooperación y asistencia mutua con Moscú, rechazó la ayuda estadounidense del Plan Marshall y se comprometió con una neutralidad de hecho.

Las exigencias de los “nuevos tiempos”

En 1952, el primer ministro y futuro presidente Urho Kekkonen pronunció un resonante discurso en favor de la paz, en el cual asociaba la neutralidad finlandesa a la identidad nórdica.1 Fue un momento clave en la historia del país. En un contexto en el que la socialdemocracia se había tornado hegemónica en esa parte de Europa, su política de no alineamiento, combinada con las conquistas sociales del movimiento obrero, le permitió a Finlandia seguir el modelo sueco y construir un Estado de bienestar democrático y universalista. Crecimiento económico, dinamismo tecnológico, urbanización y reducción de las desigualdades caracterizan ese período.

El internacionalismo activo de Suecia emanó de los valores progresistas que impregnaron su política exterior. La supuesta superioridad del modelo de sociedad nórdica, considerado racional, ilustrado y pacífico, se sostuvo durante la Guerra Fría en parte por el hecho de que las tensiones militares fueron allí menos intensas que en Europa Central –a pesar de la pertenencia de Noruega y de Dinamarca a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), y a pesar del acuerdo de amistad firmado entre Finlandia y la Unión Soviética–. En 1955, Finlandia se unió al Consejo Nórdico formado por Noruega, Suecia, Islandia y Dinamarca tres años antes. Este foro interparlamentario instauró, desde los años 1950, la libre circulación de los ciudadanos entre los países miembros, sin pasaporte, y reglas comunes respecto del mercado del trabajo o de los sistemas de seguridad social.

Tras el derrumbe de la Unión Soviética, la cuestión de la pertinencia del modelo nórdico volvió a plantearse, pero en otros términos: “¿Existe una alternativa social y democrática al consenso de globalización neoliberal liderado por Washington?”.2 Desde los años 1970, otros cambios hacían más apremiante esta cuestión. En Suecia, el auge de las multinacionales, los conflictos en torno a los fondos de los asalariados y la crisis del petróleo condujeron a los socialdemócratas a su primer fracaso electoral en 44 años. A su regreso al poder en 1982, la “tercera vía” tomó un significado nuevo: más que un compromiso entre capitalismo y comunismo, se definiría a partir de entonces como un compromiso entre socialdemocracia y neoliberalismo. El gobierno recurrió a la liberalización como herramienta de política macroeconómica, acentuó el peso del mercado de capitales en la balanza de pagos y las tasas de interés, y decidió desregular los mercados financieros.3 Finlandia y Noruega siguieron su ejemplo a mediados de los años 1980. La desregulación puso en marcha un ciclo de recalentamiento económico y de recesión que culminó en una importante crisis bancaria y monetaria en los albores de los años 1990. En Finlandia, la crisis tomó proporciones tanto más severas cuanto que coincidió con la caída de la Unión Soviética y de los intercambios comerciales entre los dos países.

Una vez pasada la página de la Guerra Fría, los partidarios de la terapia neoliberal atacaron la “finlandización”. Se multiplicaron las exhortaciones a plegarse a las exigencias de “los nuevos tiempos” en todos los países nórdicos. A todo problema social se respondía con una prescripción neoliberal basada en austeridad, reducciones de impuestos, privatizaciones, subcontrataciones y doctrinas de gestión. En los años 1990, salieron a la luz las estrechas y secretas relaciones entabladas entre Suecia y la OTAN durante la Guerra Fría. A pesar de haber estado siempre a la vanguardia, Estocolmo se apartaba irremediablemente del modelo nórdico. Nuevamente, Finlandia tomó el ejemplo de Suecia al solicitar su adhesión a la Unión Europea en 1992, una decisión que fue aprobada por referéndum dos años más tarde. El gobierno noruego hizo lo mismo, pero perdió el referéndum que debía avalar su decisión en 1994. Finlandia y Suecia se convirtieron en miembros de la Unión en 1995.

Rumbo al Atlántico

Fue en esta época que su identidad fue redefinida como europea y occidental, por oposición al carácter nórdico y neutral del que presumían en el pasado, aun cuando esas dos pertenencias coexistían –y puede que sigan coexistiendo–. Durante este mismo período surgieron los primeros debates sobre la posibilidad de su adhesión a la OTAN. Desde 1994, Finlandia y Suecia participan en la Asociación para la Paz de la Alianza Atlántica. Las Fuerzas Armadas finlandesas se esmeraron particularmente en ajustarse a los sistemas militares de la OTAN, en una lógica que las condujo recientemente a comprar 74 aviones de combate estadounidenses F-35, compatibles con la portación de armas nucleares. A lo largo de los años 2000 y 2010, Finlandia y Suecia se asociaron a operaciones de “mantenimiento de la paz” de la OTAN y firmaron con esta última acuerdos que permiten un apoyo logístico a las fuerzas estacionadas o en tránsito en su territorio.

Las respuestas a la invasión rusa de Ucrania en gran parte son consecuencia de estos cambios graduales, sea en términos de aceptación social, de representación mediática o de retórica política, que prepararon el terreno para un deslizamiento hacia la derecha del conjunto del espectro político. En este sentido, la guerra en Ucrania y su impacto sobre las opiniones públicas europeas no hicieron más que precipitar el paso hacia la última etapa de un recorrido de integración ya encarado desde hace mucho tiempo. La adhesión a la OTAN de Finlandia y Suecia tendrá muchas consecuencias para los dos países en cuestión, pero también para las relaciones internacionales en Europa y en el mundo. Marcará el fin del internacionalismo progresista nórdico, al menos por el momento.

A menudo se escucha decir que la neutralidad constituyó un pilar inmutable de la identidad nacional sueca, mientras que en Finlandia primaron las consideraciones pragmáticas y de realismo político. Manteniendo la esperanza de que la Guerra Fría podía ser superada, la política exterior finlandesa se volvió más activa e inventiva, como lo demostró la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, llevada a cabo en Helsinki en 1975. Para el presidente Kekkonen, Finlandia debía servir de “constructor de puentes” entre el este y el oeste. La idea consistía en resolver el dilema de la seguridad a través del fortalecimiento de la confianza y el desarme, creando una base normativa para la futura convergencia de los bloques.

Mientras que, durante la Guerra Fría, los países nórdicos formaban una comunidad pluralista de seguridad, preconizando la solidaridad y el interés común en las relaciones exteriores, la actual etapa de adhesión a la OTAN va de la mano de una militarización de la sociedad y de un nuevo sistema de creencias que le atribuye a la fuerza de las armas la capacidad de prevenir las guerras. La ampliación de la alianza atlántica se funda en la teoría de la disuasión –incluida la nuclear–, fundada ella misma sobre el presupuesto abstracto de que los actores en cuestión serían guiados por su racionalidad.

La noción de bien común naufragó en estos debates, o no subsiste más que en la esperanza de una estabilidad adquirida a través de la disuasión, principio que consiste en inspirar miedo a aquel que se teme. Su expresión última reside en el equilibrio del terror. Contrariamente a la neutralidad durante la Guerra Fría, comprendida al menos en ciertos momentos como una manera de destrabar el conflicto planetario que amenazaba a la humanidad, la estrategia en vigor actualmente se inserta dentro de la estrecha perspectiva de la destrucción mutua asegurada. Además, el temor inspirado por Rusia alimenta la visión simplista de un cara a cara entre el “imperio del mal” y los “héroes de la libertad”.

Al desencadenar una guerra contra Ucrania, Rusia empujó a Finlandia y a Suecia a los brazos de la alianza atlántica. Sus demandas de adhesión constituyen, sin embargo, una etapa adicional en la escalada de las hostilidades entre Rusia y la OTAN, así como, en menor medida, entre Rusia y la Unión Europea. La expansión de la alianza hacia el este desde los años 1990 fue uno de los factores determinantes del conflicto en curso. Nunca estuvo el mundo tan cerca de una guerra nuclear desde la crisis de los misiles de Cuba de 1962, y cualquier paso adicional en esta dirección agrava el peligro. Lo más chocante, en un contexto tal, es que toda adhesión a la OTAN sigue estando condicionada al compromiso de servir a la disuasión nuclear. En consecuencia, parece poco probable que Finlandia y Suecia retomen la política de la confianza y del desarme en un futuro cercano. Es el fin de la idea nórdica.

La decisión de estos dos países hace temer no sólo una escalada del conflicto entre Occidente y Rusia, sino también un refuerzo de la dependencia de la Unión Europea respecto de Washington. Refuerza el proceso de división del mundo en dos bandos opuestos y de una creciente militarización de las relaciones de interdependencia. Las consecuencias de una expansión de la alianza militar atlántica no preocupan únicamente a Rusia, sino también a buena parte del hemisferio sur y de Asia. Los temores al respecto son de la misma naturaleza que los de Australia y Estados Unidos frente al acuerdo de seguridad que las Islas Salomón acaban de firmar con China.

Estos desarrollos recuerdan los procesos que llevaron a la Primera Guerra Mundial. En este estadio, la posibilidad de una catástrofe militar global ya no puede ser descartada.4 Aun cuando no se verifique en un plazo breve, dichos acontecimientos se inscriben dentro de una tendencia de fondo cuyos efectos podríamos observar recién en diez o 20 años (a menos que la marcha del mundo se desvíe de su camino, gracias, por ejemplo, al surgimiento de un nuevo movimiento de no alineados). Con su pedido de adhesión a la OTAN, Finlandia y Suecia se posicionan en la vertiente incorrecta de la historia.

Heikki Patomäki, profesor de Relaciones Internacionales y de Economía Política Mundial en la Universidad de Helsinki. Traducción: Micaela Houston.


  1. Urho Kekkonen, Neutrality. The Finnish Position, Heinemann, Londres, 1970. 

  2. Heikki Patomäki, “Beyond nordic nostalgia: envisaging a social/democratic system of global governance”, Cooperation and Conflict, Nº 35 (2), Londres, 2000. 

  3. Magnus Ryner, Capitalist Restructuring, Globalisation and the Third Way. Lessons from the Swedish Model, Routledge, Abingdon (Reino Unido), Nueva York, 2008. 

  4. Heikki Patomäki, The Political Economy of Global Security. War, Future Crises and Changes in Global Governance, Routledge, 2008.