Mientras que las temperaturas alcanzan récords en India y Pakistán, donde rondaron los 50 °C durante varios días, Naciones Unidas organiza, el 2 y 3 de junio en Suecia, una amplia conferencia internacional sobre el medio ambiente. Su nombre, “Stockhlom + 50”, subraya el tiempo perdido desde la primera cumbre de la Tierra, en 1972, para encarar la lucha contra el cambio climático.

A finales de 1967, Naciones Unidas asumió una solicitud de Suecia: organizar una conferencia mundial sobre los “problemas del medio ambiente”. Sin ser una preocupación tan apremiante como la Guerra Fría, la ecología daba cada vez más que hablar en los países industrializados, en relación con los desafíos de salud pública. En los años 1960, varios libros tuvieron un eco mediático inesperado en Estados Unidos. Con Silent Spring (“Primavera silenciosa”), publicado en 1962, la bióloga Rachel Carson arremetió contra la agricultura intensiva y la industria de los pesticidas, mostrando sus estragos sobre la naturaleza, particularmente sobre los pájaros. En 1966, Barry Commoner, también biólogo, denunció los impactos ambientales del armamento nuclear militar y de ciertas tecnologías industriales modernas en su primera obra, Science and Survival (“Ciencia y supervivencia”). En Japón, una grave enfermedad afectó a las poblaciones de pescadores de la Bahía de Minamata; los científicos la adjudicaron al mercurio derramado por una planta química que recién sería cerrada dos años más tarde. El 18 de marzo de 1967, el petrolero Torrey Canyon encalló en las islas Sorlingas, frente a Cornualles, y provocó una gigantesca marea negra sobre las costas francesas y británicas.

Cuatro años y medio fueron necesarios para pasar de la idea a la realización de una primera conferencia mundial, en el marco de Naciones Unidas, sobre “el medio ambiente y el desarrollo”. La dirección de la organización fue confiada al canadiense Maurice Strong, exdirigente de una compañía petrolera, reconocido en el mundo de los negocios (en 1971 se convertiría en administrador de la fundación Rockefeller), pero innegablemente preocupado por las cuestiones ecológicas: con algunas otras figuras del capitalismo industrial, consideraba que la contaminación y el agotamiento de los recursos amenazaban la sostenibilidad del sistema económico.

El contexto geopolítico pesó sobre la puesta en marcha de la futura conferencia, programada para junio de 1972 en Estocolmo. Si bien los países del este estuvieron activos en las conversaciones preparatorias, se retiraron cuando Naciones Unidas decidió no invitar a la República Democrática Alemana (RDA), que sería admitida en la organización internacional recién en 1973, junto con la República Federal. Finalmente, los debates se focalizaron en torno al clivaje norte-sur.

Mientras que la descolonización era aún reciente y la Guerra Fría se exportaba al sur, las relaciones entre los países industrializados y los países en vías de desarrollo eran tensas. Denunciando el racismo y el imperialismo de las potencias occidentales, varios países pobres se alzaron contra un orden económico estructuralmente desigual, que les impedía todo desarrollo autónomo.

Las preocupaciones ambientales de los países del norte tornaron cauteloso al sur. Varios Estados temían que nuevas normas sobre los desechos o la contaminación obstaculizaran su desarrollo, o que el reciclaje fuera un medio para reducir las necesidades de materias primas y, por ende, sus exportaciones. Por su parte, las expotencias coloniales, con Francia y Reino Unido a la cabeza, sospechaban que los países pobres buscaban instrumentalizar la cuestión ecológica para obtener mayores ayudas financieras.

Rumbo a una década paradójica

Los temores del sur se vieron avivados por dos obras que fueron noticia. En 1968, el biólogo Paul R Ehrlich publicó un libro titulado The Population Bomb (“La bomba demográfica”).1 Según él, el planeta se dirigiría hacia la catástrofe si no se hacía nada para controlar la población mundial. Ehrlich apuntó explícitamente contra los países pobres y no excluyó medidas autoritarias, porque, para no dejar a nuestros hijos “un aire irrespirable, una tierra extenuada, un universo asolado por la hambruna, por las enfermedades, por una violencia mortífera”, hacía falta “una limitación estricta y racional de los nacimientos”.

También en 1968, un industrial italiano llamado Aurelio Peccei fundó el Club de Roma para “concebir, imaginar, observar el mundo [...] bajo todos los aspectos, en todos los niveles: naturales, económicos, humanos, sociales y filosóficos”. Financiado por grandes industriales y banqueros preocupados por el futuro del capitalismo (la familia Agnelli, propietaria del grupo Fiat, las fundaciones Rockefeller y Volkswagen...), este grupo de reflexión encargó a investigadores del Massachusetts Institute of Technology un estudio sobre la disponibilidad y el consumo de los recursos. Fue publicado tres meses antes de la Conferencia de Estocolmo, bajo el título The Limits to Growth (“Los límites del crecimiento”). A través de modelizaciones de la huella de los humanos sobre la Tierra, el informe conducido por Dennis Meadows pretendía demostrar que, en un mundo finito, un crecimiento demográfico y económico infinito conduciría al agotamiento de los recursos en un mayor o menor plazo.

Cuando la Conferencia de Estocolmo se inauguró el 5 de junio de 1972, el trabajo preparatorio de Maurice Strong permitió desactivar una parte de los conflictos. De modo unánime, los participantes (ministros de Medio Ambiente, responsables de agencias ambientales, diplomáticos) rechazaron la idea de un “crecimiento cero”. La cuestión demográfica fue ampliamente debatida, pero las conclusiones adoptadas se caracterizaron por su imprecisión: debía prestarse una “atención particular” “a los problemas de población”; debía aumentarse la ayuda a los “programas de planning familiar”, al igual que las “investigaciones sobre la reproducción humana”.

La Declaración de Estocolmo y las 109 recomendaciones que la acompañan retomaron varios argumentos de los países del sur.2 Para ellos, la pobreza es la peor de las contaminaciones y es inconcebible separar el desarrollo y el medio ambiente. Pero proteger los recursos y limitar la contaminación en los países pobres requiere transferencias de tecnología y financieras “adicionales”, es decir, que se añaden a la ayuda al desarrollo. Por último, si bien los Estados tienen el deber de limitar los daños al medio ambiente, tienen el “derecho soberano de explotar sus propios recursos según su política de medio ambiente”, al permitir la planificación pública conciliar ambos.

Respecto de los medios concretos de acción, la Conferencia de Estocolmo parece haber tenido escasos efectos. Sin embargo, marcó el ingreso de las cuestiones ecológicas en las preocupaciones internacionales. Dio nacimiento al Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) y aceleró la implementación de administraciones consagradas al tema (Francia y Canadá crearon ministerios en 1971; Brasil, una secretaría especial en el seno del Ministerio del Interior en 1973; India, un Departamento del Medio Ambiente en 1980), a las que les siguieron diferentes acuerdos, como el Convenio de Ginebra sobre la Contaminación Atmosférica Transfronteriza a Gran Distancia de 1979, que permitiría reducir los desechos de dióxido de azufre, responsables de las lluvias ácidas.

Sin embargo, para la ecología, la década de 1970 resultó paradójica. El medio ambiente confirmó su estatus de sujeto mediático y político. Los países del norte reforzaron las normas nacionales anticontaminación, mientras que emergió un derecho internacional para tratar las contaminaciones marítima y transfronteriza. Pero, en paralelo, la división internacional del trabajo se aceleró, permitiendo a las grandes empresas producir en países con baja reglamentación. Entre los primeros sectores reubicados, figuran algunos de los más contaminantes: automotor, textil, químico, metalúrgico...

Cambio de escenario

Tras la cumbre de Estocolmo, los países del sur aumentaron sus críticas. En ocasión de su tercera conferencia, que se llevó a cabo en Argel en 1973, el Movimiento de los Países No Alineados reivindicó un “Nuevo orden económico internacional” para emanciparse de la dominación de los países ricos. Un año más tarde, bajo la égida de Naciones Unidas, la Conferencia de Cocoyoc, en México, redactó una declaración sobre el medio ambiente y el desarrollo mucho más reivindicativa que la de Estocolmo.3 Pero, en lugar de fortalecerla, la crisis petrolera que comenzó en el otoño boreal de 1973 (ver páginas 20-21) erosionó la alianza de los países del sur. Varios de ellos recibieron de lleno el latigazo del aumento de los precios de las materias primas y luego el aumento de las tasas de interés decidido por Estados Unidos en 1979. La llegada al poder de Margaret Thatcher en Reino Unido, en mayo de 1979, y de Ronald Reagan en Estados Unidos, en enero de 1981, precipitó el giro ultraliberal, con una marginalización de Naciones Unidas y, desde el punto de vista ambiental, una fuerte desregulación.

La segunda cumbre de la Tierra se inauguró en Nairobi, en mayo de 1982. Enfrentados a una crisis económica de gran alcance, los Estados se desinteresaron de este evento, que se convirtió, de hecho, en una simple conferencia del Pnuma, encargada de hacer el balance de un decenio de acciones. A pesar de los compromisos asumidos en Estocolmo, todos los indicadores estaban en rojo: Naciones Unidas reveló que “el estado general del medio ambiente natural no mejoró y, por el contrario, varios de sus elementos constitutivos se degradan a un ritmo acelerado”.4 Los informes publicados en Nairobi marcaron un cambio de tono y de posicionamiento. Las preocupaciones de los países del sur estuvieron netamente menos presentes y la importancia de la planificación pública fue apenas mencionada. A la inversa, subrayaron los “esfuerzos del sector industrial tendientes a introducir nuevas técnicas de producción, recurriendo a las materias de sustitución y al tratamiento de los desechos con el fin de reducir o eliminar los efectos nocivos para los individuos y sus ecosistemas”. Se citaron como ejemplo la industria química, las pasteras de papel, el petróleo y la metalurgia. Aun si “la falta de datos no permite saber si estas mejoras fueron aplicadas a escala mundial”, los ponentes estimaron que, a pesar de la degradación de los indicadores globales, “la industria puede ser competitiva y productiva sin estar acompañada por una contaminación nociva”.

Nace el “desarrollo sostenible”

Mientras se había admitido, diez años antes, que eran necesarias inversiones y transferencias financieras importantes, los representantes de los Estados reunidos en Nairobi consideraron que “las dificultades económicas [...] han acentuado [la] preocupación por la eficacia en la acción. La necesidad de poner la mirada en el costo de la protección del medio ambiente y las ventajas que traería se impuso ampliamente”. Fue una posición que coincidió con la de Estados Unidos, dado que la administración de Ronald Reagan se apoyaba en un método de “análisis costo-beneficio” para rechazar nuevas reglamentaciones obligatorias y para desregular. En estas condiciones, Naciones Unidas estimó que mantener el crecimiento económico sería “sin dudas el único medio por el cual los países en desarrollo podrían procurarse los recursos necesarios para la protección del medio ambiente”.

Luego de esta constatación pesimista, la organización internacional puso en marcha, en 1983, una Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, cuya misión era “proponer una estrategia ambiental a largo plazo para alcanzar un desarrollo duradero con horizonte en el año 2000 y más allá”. La presidencia fue confiada a la ministra noruega de Medio Ambiente, la laborista Gro Harlem Brundtland, tan liberal y autoritaria que a veces era calificada como la “Margaret Thatcher de izquierda”. Cuatro años más tarde, la comisión presentó su informe, titulado “Our Common Future” (“Nuestro futuro común”), que popularizó el término “desarrollo sostenible” y le dio un contenido. El cambio de orientación, iniciado en 1982 en Nairobi, se confirmó y amplificó.

El luego llamado “Informe Brundtland” no se conformó con enunciar generalidades sobre la importancia de conciliar la economía, lo social y el medio ambiente. Abogaba por “una aceleración del crecimiento económico en los países tanto industrializados como en desarrollo”, que requería de parte de los Estados ricos “políticas de expansión en materia de crecimiento, de intercambios comerciales y de inversiones”. La industria era llamada a “producir más con menos” y los autores no dudaban acerca de que las sociedades transnacionales pudieran jugar “un rol creciente en materia de desarrollo [sostenible]”. Propusieron una cogestión de las políticas ambientales compartida entre el sector público y el sector privado: “la cooperación entre los gobiernos y la industria avanzaría aún más rápidamente si los dos actores se pusieran de acuerdo para crear consejos consultivos mixtos para el desarrollo sostenible”, que “colaborarían en la elaboración y la aplicación de políticas, leyes y reglamentaciones relativas a formas de desarrollo más sostenible”.

Deslocalizar en “paraísos de contaminación”

Así definido, el concepto se inscribía perfectamente en el espíritu de la época. Alcanzar un “desarrollo sostenible” se convirtió en el lema de la tercera cumbre de la Tierra, convocada en Río de Janeiro en junio de 1992. Ampliamente difundido, el evento condujo a la adopción de una declaración de principios y de un plan de acción denominado “Acción 21”, y luego “Agenda 21”, que elaboró una lista de metas, y propuso estrategias y medios de ejecución. En el capítulo 30, que trata del “Fortalecimiento del papel del comercio y la industria”, podemos leer que “el comercio y la industria, incluyendo las sociedades trasnacionales y las organizaciones que las representan, deben participar plenamente en la realización y la evaluación de las actividades relativas al programa”. Si bien “algunos jefes de empresas iluminados” ya mostraron el camino, había que ir más lejos, para favorecer, particularmente, el “recurso creciente a herramientas económicas tales como los mecanismos del mercado” y la consulta por parte de los Estados a los representantes del mundo de los negocios para la implementación de una “combinación apropiada de instrumentos económicos y medidas normativas”.5

Estructuradas en el seno de diferentes grupos de presión (Consejo Empresarial para el Desarrollo Sostenible, Consejo Mundial de la Industria para el Medio Ambiente), las grandes empresas se aseguraron de que los principios liberales adoptados en Río fueran respetados, en particular en la definición de una estrategia internacional contra el cambio climático. En diciembre de 1997, durante las negociaciones del Protocolo de Kioto, la “comunidad internacional” eligió el mercado de carbono frente a la tasación de las emisiones.6 En materia de biodiversidad y de gases de efecto invernadero, el principio de “compensación” se convirtió en la regla, que permite justificar los daños al medio ambiente, siempre y cuando se implementen en paralelo medidas supuestamente “verdes”. Tras el giro conceptual del “desarrollo sostenible” en 1992, las cumbres de la Tierra otorgarán un lugar cada vez más importante a la industria y a las finanzas: tanto en Johannesburgo, en 2002, como en Río, en 2012, el sector privado contará con verdaderos espacios de promoción y de debate. En paralelo, las discusiones entre los Estados manifiestamente caminaron en círculos y tropezaron tanto con los objetivos ambientales por alcanzar como con los medios financieros que debían serles asignados.

Desde el acontecimiento fundador de 1972, las negociaciones internacionales sobre el medio ambiente y el desarrollo parecieron retroceder paso a paso: acuerdos no obligatorios, poco ambiciosos, ausencia de verdaderas transferencias de fondos hacia los países pobres... Sin embargo, podemos preguntarnos si lo esencial no estaba ya previamente definido.

Un año antes de la cumbre de Estocolmo, un evento crucial tuvo lugar en la ciudad suiza de Founex. Veintisiete intelectuales del norte y del sur fueron invitados por Maurice Strong para intentar allanar las diferencias entre los Estados ricos y los pobres. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) brindó las notas preparatorias, al igual que la Secretaría del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros (GATT, al que en 1994 reemplazaría la Organización Mundial del Comercio). En un documento titulado “La lucha contra la contaminación industrial y el comercio internacional”, esta última escribió: “Un resultado posible de las respuestas nacionales a los problemas ambientales podría ser la aceleración del traslado de las industrias o de los procesos que generan más contaminación hacia países donde la contaminación plantea un problema menos urgente”. Sin sorpresas, la institución librecambista consideró también que las medidas anticontaminación debían “evitar los efectos negativos sobre el comercio internacional y ser coherentes con respecto a los derechos y las obligaciones que los países han aceptado en los acuerdos del GATT”.

El informe que concluye los trabajos del grupo de expertos reunidos en Founex sigue escrupulosamente esta línea.7 “Los cambios estructurales en la producción y el comercio, así como la reubicación de las actividades productivas, que podrían resultar de las preocupaciones ambientales, representan nuevas oportunidades para responder a las necesidades de los países en desarrollo”, escribieron los participantes, quienes precisaron: “En ciertos casos, los países en desarrollo tienen la posibilidad de aumentar los flujos de inversiones extranjeras y de crear nuevas industrias”. El texto legitima el marco del GATT, que “debe ser utilizado más intensamente para arreglar los problemas” de conflicto potencial entre comercio y medio ambiente. Sobre todo, adopta una posición librecambista, en la cual no tienen que intervenir las condiciones de producción: “Finalmente, el principal peligro, para los países tanto desarrollados como en desarrollo, es evitar que el argumento ambiental se transforme en un argumento para más protecciones. Cuando el tema se convierte en las condiciones de producción, y ya no es solamente la calidad ambiental de un producto, hay que hacer sonar las alarmas en el mundo entero, porque podría ser el comienzo de la peor forma de proteccionismo”. O cómo, en definitiva, alentar las reubicaciones hacia los “paraísos de contaminación”.

Para que hubiera consenso en el seno de los países del sur, el “Informe Founex” fue presentado y defendido durante grandes seminarios regionales que se llevaron a cabo en África, América Latina y Medio Oriente entre agosto y octubre de 1971. La operación tuvo éxito: la Recomendación 103 presentada en la cumbre de Estocolmo estipula que “todos los Estados que participan en la conferencia aceptan no invocar su preocupación por proteger el medio ambiente como pretexto para aplicar una política comercial discriminatoria o reducir el acceso a su mercado”. No generó debate.

Medio siglo más tarde, las políticas ambientales siguen presas de la trampa del libre comercio. Salvo en el caso de los productos que representan un peligro evidente para la salud, las restricciones a los flujos comerciales siguen siendo excepcionales y temporarias. En parte reubicada en países de bajo costo y reglamentación permisiva, la contaminación industrial es cada vez menos visible para los consumidores de los países ricos, pero su volumen global no deja de aumentar.

Los numerosos informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Clima (GIEC) o los escritos sobre el “derrumbe” han reemplazado el Informe Meadows de 1972, jugando el mismo rol “de alerta para la atención de los decisores”. El gran temor por el cambio climático reemplazó al de la sobrepoblación, pero siempre son los países emergentes (China, India, etcétera) los señalados como culpables. En las cumbres oficiales la voluntad de preservar el orden económico y comercial, que, no obstante, está en el origen de todas las crisis, sigue impregnando en la misma medida las negociaciones.

Aurélien Bernier, autor de Comment la mondialisation a tué l’écologie, Mille et une nuits, París, 2012. Traducción: Micaela Houston.

El factor guerra

¿Acaso se puede esperar algo de la conferencia “Estocolmo + 50”, programada en la capital sueca para los días 2 y 3 de junio de 2022? Tras más de dos años de pandemia, el evento debía estar marcado por la recuperación y la “resiliencia”: ¿cómo permitir que la economía mundial encuentre nuevamente su velocidad de crucero y sus fundamentos? Para los organizadores, hay dos desafíos principales: rehabilitar el marco multilateral de Naciones Unidas, que sufrió mucho por la presidencia estadounidense de Donald Trump (2017-2021), y dar la palabra a la juventud en respuesta a las manifestaciones por el clima inspiradas particularmente en la sueca Greta Thunberg.

La guerra provocada por Rusia en Ucrania cambió la situación, conmocionando los mercados mundiales de la energía y de las materias primas, ya debilitados por la covid-19. Para los Estados europeos es necesario reducir, cueste lo que cueste, la dependencia del gas y del petróleo rusos... aun reactivando el consumo de carbón o la industria nuclear, o incluso la compra de gas de esquisto. En estas condiciones, haría falta más que una cumbre aniversario para convencer a la opinión pública de que los gobiernos aún se preocupan por proteger al planeta.


  1. Ballantine Books, 1968. 

  2. “Informe de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano - Estocolmo, 5 a 16 de junio de 1972”, Naciones Unidas, Nueva York, 1973. 

  3. Aurélien Bernier, “Clamores apagados”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, diciembre de 2011. 

  4. “El estado del medio ambiente, 1972-1982”, Pnuma, Nairobi, 1982. 

  5. “Informe de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo - Río de Janeiro, 3 al 14 de junio de 1992”, Naciones Unidas, Nueva York, 1993. 

  6. Aurélien Bernier, “¿Hay que quemar el protocolo de Kioto?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, diciembre de 2007. 

  7. “Développement et environnement”, Founex, Suiza, 4/12-6-71.