Para evitar hablar en términos de clase, el liberalismo redefine en términos simbólicos las crisis políticas. Las sitúa como disputas de “valores” y certifica “el Bien” como máscara deliberadamente despolitizada del orden. Asocia libertad con responsabilidad y busca reafirmar, como único lugar deseable de lo público, “el extremo centro”.

La noción de “democracia liberal”, a pesar de ser banal, adolece de cierta imprecisión. Por supuesto, comprendemos bien que se opone a lo que antaño llamábamos “democracia popular”, que no tiene buena prensa, y que se erige contra el “iliberalismo”. Pero, ¿qué más? Ciertamente, está espontáneamente asociada al liberalismo económico, ¿y qué más? Recibió, no obstante, del presidente francés, Emmanuel Macron, quien insistió recientemente en recordar ante sus pares el apego que tiene por ella, una definición bien recibida: la democracia liberal sería “aquella que, en profundidad, en todos sus componentes, preserva las libertades individuales y cívicas de nuestros conciudadanos”.1 La frase omite toda dimensión económica, pero se entiende que el derecho a la competencia libre y no distorsionada concierne a la libertad individual –“en todos sus componentes”–. Lo que sigue, si bien es también vibrante, es, sin embargo, un poco perturbador: “¿Cómo mantener nuestros equilibrios entre libertad y responsabilidad?”.

Al informe le falta evidencia, pero cuando felicitó a los franceses (31 de diciembre de 2021), Macron había comenzado a aclararlo, al afirmar, a partir del ejemplo de la vacunación: “Ser un ciudadano libre siempre es ser un ciudadano responsable para uno mismo y para el otro. Los deberes prevalecen sobre los derechos”. La democracia liberal entonces sólo podría “preservar las libertades individuales y cívicas” si los ciudadanos comparten la definición de la “responsabilidad” que propone el Estado. Ello le permitirá concluir cierto tiempo después: “Un irresponsable no es más un ciudadano”.2 Macron no termina de precisar este deber inherente al derecho de la ciudadanía. Previo a la segunda vuelta de la elección presidencial de este año, hizo el balance de su concepción global de la política, tal como él desearía que fuera, en una larga entrevista (France Culture, 18 de abril).

Durante una declaración marcada por la insistencia sobre las tensiones y contradicciones que agitan a la sociedad y corren el riesgo de fracturarla, explicó lo que, según él, atañe a la irresponsabilidad. Así, al comentar las manifestaciones de los “chalecos amarillos”, condenó sin ambages toda “clase de violencia liberada, incluso en el debate público”. Contrariamente a lo que podríamos espontáneamente creer, lejos de referirse a la represión policial, su condena versa sobre los manifestantes. Porque “la cuestión es cómo se llega a crear adhesión, respeto, consideración entre ciudadanos que pueden pensar muy diferente”. La “violencia liberada” es un factor de discordia. Entonces hay que “reconsiderar nuestra democracia con respecto a esta relación con la radicalidad, lo que llamo esa voluntad de pureza. Porque, al final, todos vivimos juntos. [...] Ello supone compromisos”. Por supuesto, “todos vivimos juntos”; no obstante, el compromiso parece un poco asimétrico, porque únicamente es el ciudadano quien debe hacerlo: o bien se “desradicaliza”, cualquiera sea la radicalidad de que se trate, o bien, obstinado en su rechazo del compromiso, es potencialmente un portador de violencia; dicho de otro modo, un “irresponsable”. Para que la democracia protectora pueda continuar asegurando las libertades, es importante excluir de la comunidad al irresponsable cuya radicalidad la pone en peligro, ¿pero cómo combinar concretamente esta exclusión y el Estado de derecho?

“En el poscovid [...] queremos ir hacia la redefinición de nuestro contrato social, con deberes que prevalezcan sobre los derechos, desde el respeto de la autoridad hasta las prestaciones sociales”,3 repite el portavoz del gobierno francés, Gabriel Attal, ampliando las enérgicas palabras del presidente. La cuestión de saber cómo lograr efectivamente que los deberes prevalezcan sobre los derechos persiste. El autor del Contrato social original, por así decirlo, Jean-Jacques Rousseau, daba otrora una respuesta simple y directa: “El más fuerte no es nunca lo suficientemente fuerte como para ser siempre el amo, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber”. ¿Pero es esto efectivamente “liberal”?

Del buen uso del enemigo

El jurista alemán Carl Schmitt (1888-1985) permite medir los desafíos y la lógica de esta contradicción. Tiene una reputación desastrosa, a la altura de sus compromisos: después de haber tenido un rol importante bajo la República de Weimar, ingresó al partido nazi, publicó en 1934 un artículo titulado “El Fuhrer protege el derecho”, que se propone justificar jurídicamente la eliminación de los jefes de las Secciones de Asalto (SA) durante “la noche de los cuchillos largos”, y pidió en 1936, en un coloquio de juristas, que la ley alemana fuera despejada de todo rastro de “mentalidad judía”... Ahora bien, este célebre constitucionalista, católico ultraconservador, ferviente antisemita, propuso en los años 30 algunos análisis de los límites del pensamiento liberal que atraparon la atención de una gran cantidad de políticos, de juristas, de filósofos: de René Capitant a Raymond Aron, de Alain de Benoist a Walter Benjamin, de Friedrich Hayek a Chantal Mouffe o Giorgio Agamben, entre otros...

A la derecha se aplaude su demostración de la necesidad de un Estado fuerte. A la izquierda se aplaude su desmitificación del orden liberal, que se supone natural y que procede del sentido común, como violencia continua, tal como lo subraya el filósofo Jean-Claude Monod. Critica con sarcástica fogosidad lo que considera el espejismo mayor, el parlamentarismo y la diversidad de partidos que este implica: porque, según él, la valorización del individualismo conduce a un pedido de extensión de los derechos por parte de diferentes grupos de presión, lo que politiza a la sociedad y despolitiza al Estado. Si no hay verdad común, no puede existir más que un consenso, y a falta de consenso, una crisis permanente. Esta “resulta de las consecuencias de la democracia de masas moderna, y su razón última es la oposición entre un individualismo liberal llevado por un pathos moral y un sentimiento democrático del Estado dominado por ideales esencialmente políticos”.4 Pero ¿qué hacer cuando el consenso, el compromiso racional surgido del debate, no se alcanza espontáneamente y al Estado le importa que sea alcanzado? ¿Qué hacer cuando el liberalismo se da a sí mismo como misión la de “aniquilar lo político, ámbito de la violencia y del espíritu de conquista, gracias al Estado de derecho”? El Estado no puede entonces más que señalar al enemigo.

“El enemigo” es para Schmitt el punto ciego del liberalismo, porque su fundamento es una ética de la discusión basada sobre la convicción de que la razón es común a todos, lo que excluye el antagonismo, surgido del desacuerdo o de la incomprensión: ahora bien, pretender disolver o suspender gracias al funcionamiento democrático los conflictos y las divergencias de intereses en el sentido amplio del término equivale, a la larga, al suicidio; así lo prueba, en opinión de Schmitt, el final de la República de Weimar.

No solamente “todo antagonismo religioso, moral, económico u otro se transforma en antagonismo político desde que es lo suficientemente fuerte como para provocar un agrupamiento efectivo de los hombres en amigos y enemigos”,5 sino que este agrupamiento “se hace en la perspectiva de la prueba de fuerza”. Dicho de otro modo, sea cual sea la preeminencia que se les reconozca al debate, al compromiso, a la expresión de la diversidad de las opiniones, lo político está ligado al conflicto, y sólo se despliega, de un modo u otro, sólo es capaz de actuar y de decidir, si define al enemigo. “Palabras tales como Estado, República, sociedad, clase; y también: soberanía, Estado neutral o Estado total, son ininteligibles si se ignora quién, concretamente, se supone que es afectado, combatido, cuestionado y refutado por medio de estas palabras”.6 El enemigo de la democracia liberal no podría ser más que el enemigo de los valores liberales. El extremista. El adversario del bien común... El partidario de la radicalidad, para Macron y sus homólogos.

Una variante del estado de excepción

Cuando el bien común se supone amenazado, el poder anuncia que afrontamos una “crisis”. La situación identificada como crisis permite señalar al enemigo y poner en marcha lo que lo vencerá. Pero, como escribía Raymond Aron a Schmitt, quien lo apreciaba lo suficiente para afirmar que no puede haber sido un nazi y, a la vez, haber editado uno de sus libros principales, “hay que comprender bien al enemigo como problema político para comprenderlo bien como problema moral”. Exactamente. Para permanecer en la tarea fundamental de despolitización de lo político en el centro del liberalismo, “esas crisis tenderán a ser sistemáticamente interpretadas en los términos de un conflicto de valores”,7 lo que evita hablar, por ejemplo, de antagonismos de clase y torna legítimas las vías escogidas para su resolución. Lo que la “crisis” permite, para preservar esos valores, para tornar efectiva la neutralización del enemigo, es salir del marco liberal decretando “el estado de excepción”. Para Schmitt, se trata de un “plus supralegal debido a la posesión legal del poder legal”,8 que permite transformar toda oposición en violación del derecho...

Esta salida legal del Estado de derecho conocerá un éxito seguro, en formas y ámbitos diversos, pero esencialmente bajo el estandarte de una protección contra el peligro común –para atenerse a los acontecimientos recientes, el del terrorismo o la pandemia–.

En Francia, el estado de emergencia es una variante del estado de excepción.9 Fue establecido por la ley del 3 de abril de 1955 y modificado varias veces, particularmente en 1960 y por la ley del 20 de noviembre de 2015. Puede ser declarado por decreto en el consejo de ministros sobre todo el territorio o una parte de él, ya sea en caso de peligro inminente resultante de graves vulneraciones al orden público o en caso de calamidad pública (catástrofe natural). Con una duración inicial de 12 días, puede ser prolongado por la votación de una ley en el Parlamento. Permite reforzar los poderes de las autoridades civiles y restringir ciertas libertades públicas o individuales. Fue aplicado seis veces entre 1955 y 2015, por motivos “políticos” (particularmente, los atentados durante la guerra de Argelia, las “violencias urbanas” de 2005, tras los atentados terroristas).

La pandemia, por su parte, suscitó el estado de emergencia sanitaria, régimen jurídico especial creado por la ley del 23 de marzo de 2020 e introducido en el Código de Salud Pública de modo provisorio. Este régimen de excepción, sanitaria y ya no de seguridad, tuvo gran éxito: más de cien países activaron su propia versión. En nombre de la protección de la sociedad, aun cuando el Estado de derecho implica que este está sometido al derecho, que la acción pública está ceñida al respeto de la separación de los poderes y la exigencia de la garantía de los derechos individuales, ¿podría echarse atrás la democracia liberal? En absoluto, si le creemos a Bernard Cazeneuve, entonces ministro del Interior, porque “el estado de emergencia no es un estado de excepción. Es constitutivo del Estado de derecho”. Lo cual no le impide precisar, muy por el contrario, que “aquellos que proponen leyes de excepción quieren liberarse del Estado de derecho” (Le Monde, 20 de julio de 2016). Probablemente haya aquí un buen caso de pensamiento complejo.

El análisis crítico de Schmitt, el antiliberal, el adversario del parlamentarismo, pero que prescribe una economía libre de toda coacción, tiene, manifiestamente, una fuerte pertinencia. Para la organización liberal, en esta “nueva etapa de la modernidad, fundada sobre la existencia de un consenso”, parece efectivamente que “toda resistencia al consenso es calificada como arcaica y condenada por malsana”.10 El disenso es el enemigo y el “estado de excepción” aparece como una teoría de lo político adecuada a su estructura. Buenos demócratas de un lado, peligrosos antidemócratas del otro –que ya no merecen el nombre de ciudadanos–. El momento de “crisis”, de seguridad, sanitaria, pronto tal vez ecológica, económica, etcétera, permite imponer un Estado autoritario en los ámbitos que este elige y descalificar el germen de división. Incluso el relativo a la lucha social. Todo en nombre del Bien, máscara deliberadamente despolitizada del orden.

La “fascinación iliberal”, según Macron, cuando felicitó a la prensa (3 de enero de 2018), saca provecho “de las debilidades de la democracia, de su apertura extrema, de su incapacidad para jerarquizar, para reconocer en el fondo una forma de autoridad” para expandirse. No lo podríamos decir mejor, salvo si fuéramos Schmitt. No es seguro que el único extremo que le parece deseable, el sorprendente “extremo centro”,11 es decir, el bloque burgués, encargado de oponerse a los otros “extremos” con un vigor a la medida del peligro que ellos representarían, sea... el enemigo del iliberalismo. En 1932, Schmitt todavía no apoyaba a Hitler. Como lo resume Grégoire Chamayou, apoyaba la idea de un “poder verticalizado, poniendo un aparato propagandista y represivo al servicio de un programa económico liberal, participando del extremo centro”.12

¿La democracia liberal estaría entonces intrínsecamente destinada a ser autoritaria, o a no existir más?

Evelyne Pieiller. Traducción: Micaela Houston.


  1. Declaración sobre la democracia, 9 de diciembre de 2021. 

  2. Le Parisien, 4 de enero de 2022. 

  3. Le Parisien, 29 de enero de 2022. 

  4. Carl Schmitt, La notion de politique. Théorie du partisan, Champs-Flammarion, París, 1992. 

  5. Carl Schmitt, op. cit. 

  6. Carl Schmitt, op. cit. 

  7. Marie Coupy, L’état d’exception, ou l’impuissance autoritaire de l’État à l’époque du libéralisme, CNRS Éditions, París, 2016. 

  8. Carl Schmitt, Légalité et Légitimité, Maison des Sciences de l’Homme-MSH, París, 2016. 

  9. Cf. Jean-Claude Monod, Penser l’ennemi, affronter l’exception, La Découverte/poche, París, 2016. 

  10. Chantal Mouffe, “Penser la démocratie moderne avec, et contre, Carl Schmitt”, Revue française de sciences politiques, 42-1, 1992. 

  11. Les Matins, France Culture, 18 de abril de 2022. 

  12. Carl Schmitt, Hermann Heller, Du libéralisme autoritaire, traducción, presentación y notas de Grégoire Chamayou, Zones, París, 2020.