Durante largo tiempo, las bandas del crimen organizado japonés formaron parte de la leyenda. Dieron tema para películas y libros. Ahora, entre el decreto que apunta a excluirlas de la sociedad y el refuerzo de los controles de la policía, las yakuzas perdieron el 70 por ciento de sus miembros en quince años. Incluso la subsistencia diaria es un desafío para sus miembros.

Kinoshita Taro1 cree que tuvo suerte. Este pintor de edificios en la cuarentena, de pelo corto y contextura robusta, sorbe su café frío mirando el incesante ir y venir de los autos en su barrio, ubicado en el sur de Tokio. De su persona emana una calma particular. Nada permite adivinar que hace diez años era miembro del clan yakuza Inagawa-kai, uno de los más poderosos en Japón, con 3.300 miembros. El único indicio susceptible de desenmascararlo es un pequeño dedo amputado –la marca de las yakuza– que esconde cuidadosamente bajo su manga. Trabaja por su cuenta y que un cliente pueda adivinar su pasado es algo que está fuera de cuestión.

Escuchándolo, los años pasados con su oyabun ( jefe de clan, en japonés) siguen siendo una mancha oscura en su via. Convertido en yakuza a la edad de 25, tuvo que “trabajar duro de la mañana a la noche” como chofer del jefe, al incluir su trabajo todas las tareas domésticas, desde la limpieza del apartamento hasta el lavado de su ropa. Además, su oyabun, toxicómano, lo golpeaba ante el más mínimo error, empujándolo a ganar tanto dinero como fuera posible en el tráfico de drogas. Así que decidió abandonar la mafia japonesa en 2011, a pesar de que por ese entonces ganaba alrededor de 7.000 euros por mes.

Contrariamente a muchos exmiembros que tienen dificultades para reintegrarse en la sociedad, su reinserción fue más bien fácil. Como ya había trabajado como pintor de edificios antes de unirse al clan, simplemente retomó su antiguo oficio. “Ahora, tengo mucha mayor libertad –asegura– y ya no tengo la preocupación de meter a mi familia en problemas. No lamento para nada esta decisión”.

El declive de las yakuzas, que se remonta a unos diez años atrás, refuerza su convicción. Señal de que están en dificultades: cada vez que ve a un compañero que permaneció en ese medio, este le pide una pequeña suma de dinero, 5.000 o 10.000 yenes (unos 40 u 80 dólares). Y ese antiguo compañero “no es alguien que está abajo en la jerarquía. Al contrario, es quien dirige los ataques de su clan cuando hay conflictos –explica Kinoshita–. Sus asuntos ya no andan bien y son un poco como los mendigos. ¿Volvería a ser yakuza? Jamás en la vida”.

Historia y crisis

En contraposición a la superpoderosa pandilla que a menudo describen los medios de comunicación occidentales, la mafia nipona atraviesa una crisis existencial. Tras haber alcanzado 180.000 miembros en los años 60, en el apogeo de la organización, los efectivos de las yakuzas disminuyeron 70 por ciento entre 2004 y 2020.2 La causa: la legislación introducida entre 2009 y 2011 que tiene como objetivo erradicarlas atacando sus fuentes de ingreso.

Surgidas en la época Edo (1603-1867), las yakuzas habían tejido sus telarañas sobre el conjunto de la sociedad, incluso oficiando de agentes de seguridad en el caos de los años de posguerra. Ciertos dirigentes políticos y empresarios tenían una posición ambigua, y ocasionalmente colaboraban con ellas con el fin de impedir huelgas o manifestaciones antigubernamentales.

Vestigios de esta historia, las yakuzas siempre resistieron al control de la policía gracias a su implantación en la sociedad. Además de sus shinogi (“los asuntos” en la jerga del medio) clásicos como el tráfico de drogas, la organización de juegos de apuesta y el proxenetismo, sirvieron y siguen sirviendo de navaja suiza, protegiendo a los restaurantes de clientes violentos y ayudando a las empresas a recuperar una deuda.

Durante largo tiempo fueron consideradas “un mal necesario” que permitía “arreglar rápidamente las cosas” sin recurrir a la policía o a la Justicia, concuerdan los conocedores de la mafia japonesa. “Constituían una especie de industria de las sombras profundamente anclada en la sociedad, ofreciendo servicios útiles, al límite de la legalidad e incluso más allá”, asegura Hirosue Noboru, especialista en sociología del crimen.

Esta característica, semilegal y semiclandestina, fue incluso acentuada por la legislación nacional. La libertad de agrupación está garantizada por la Constitución japonesa y, aunque la ley ciertamente sanciona las acciones ilegales de los clanes mafiosos, no puede ordenar su disolución. Es así que “Japón vive una situación única en el mundo en la que se pueden subir al sitio de la policía informaciones sobre las yakuzas”, tales como el número de efectivos de cada clan y la dirección de su oficina, explica Mizoguchi Atsushi, periodista que sigue desde hace cincuenta años a los Yamaguchigumi, la mayor familia de la mafia japonesa (3.800 miembros). “Dada esta deficiente jurisdicción, las yakuzas pueden incluso exhibir el nombre de su organización en la entrada de su oficina o en su tarjeta de presentación”, agrega.

Presión de la Justicia

En los años 80, los oyabun provenientes de grandes familias reinaban como reyes sobre la economía del archipiélago, aprovechando a pleno la bendición financiera de la época. Según una investigación policial realizada en 1989,3 el volumen de negocios del conjunto del sector alcanzaba 1.300 millones de yenes por año (10.000 millones de euros al valor actual).

Furibundas, las autoridades del país aumentaron la presión en torno a los mafiosos japoneses. En 1992, entró en vigor la ley antiyakuza; luego, entre 2009 y 2011, los 47 departamentos del país introdujeron un decreto “para la exclusión de los grupos criminales” (bohai jorei) prohibiendo toda relación financiera entre los ciudadanos y las bandas del crimen organizado.

A partir de entonces, no sólo se sanciona a las mafias sino también a todos aquellos que las frecuentan. “Entramos en una etapa extraña –comentaba entonces Shinoda Kenichi, jefe de los Yamaguchi-gumi–.4 Así como el resto de los japoneses, tenemos familias, allegados y amigos [...] A partir de entonces, esas personas que viven exactamente como los demás ciudadanos corrieron el riesgo de ser sancionadas en el mismo marco que nosotros. Era completamente anormal”. Once años después, esta declaración suena como una profecía.

A título de ejemplo, Kyusetsu, una empresa de instalaciones electrónicas del departamento de Oita (sur del país), quebró en mayo de 2021. Efectivamente, su presidente fue acusado de cenar regularmente con dirigentes de un clan en un restaurante que estos últimos tenían en la ciudad de Fukuoka. La policía local publicó el nombre de la empresa reprochándole haber “mantenido relaciones íntimas con una organización mafiosa”. Tras estos sucesos, el banco del grupo congeló su cuenta. El presidente no tuvo más opción que iniciar el procedimiento de liquidación voluntaria. A pesar de que las penas fijadas por el decreto sean relativamente ligeras –un año de cárcel o una multa de 4.000 dólares como máximo–, el bohai jorei levantó una suerte de cordón sanitario en torno a las yakuzas. Desconectadas de las redes entre las cuales siempre encontraban refugio, quedaron acorraladas.

En Osaka, tercera ciudad del país, Tanaka Kentaro sorbe tranquilamente su cerveza. Dirige una quincena de yakuzas y su grupo pertenece a una de las grandes familias. Alrededor, sus “amigos” beben y comen riendo a carcajadas, cerveza en mano. Cabeza afeitada y vestido de negro, exhibe la prestancia de un hombre que se abrió camino superando muchos obstáculos. Convertido en yakuza hace cerca de un cuarto de siglo, este cuasi cincuentón ha observado la evolución de ese universo tanto desde el interior de los muros de la cárcel –pasó diez años tras las rejas– como desde el mundo exterior. Prefiere permanecer evasivo sobre sus fuentes de ingreso.

Entre los suyos pasa por ser de la vieja escuela. Cuenta que entró en el medio para seguir los ideales del ninkyo-do, código de conducta de las yakuzas, que consiste en “socorrer a los indefensos y aplastar a los poderosos”. Así es que jura no estar implicado en el tráfico de drogas ni en estafas, a pesar de que son negocios típicos de los mafiosos nipones. Sin embargo, al no poder permanecer en contacto con los ciudadanos ordinarios, los márgenes de maniobra para obtener beneficios a la vez que se respeta el famoso código no dejan de disminuir. “Ya no podemos trabajar con ellos, incluso si es para brindarles ayuda. Ya no sé qué hacer”, lanza, lamentando que esta filosofía de vida se haya convertido en “una fachada de bellas palabras”.

Uno de sus más jóvenes discípulos precisa que el decreto redujo considerablemente el número de negocios seguros, reforzando de paso la competencia entre los clanes. “Incluso muchos están obligados a tener un trabajo legal, se convierten, por ejemplo, en choferes de camiones –explica este joven de 26 años–. Así, aun si nos controla la policía, no hay ningún riesgo. O sea, para sobrevivir, hay que ser inteligente”. En cuanto a su jefe, extraña la época anterior en la que el control policial era más “fácil de esquivar”.

Esta sensación es compartida por Takegaki Satoru, expresidente del Giryukai, un clan que pertenecía al Yamaguchi-gumi. Sobre todo siente nostalgia por los años de oro de la economía japonesa de fines de los años 1980, en los cuales “incluso los yakuzas menores tenían 200.000 o 300.000 yenes (unos 1.600 o 2.300 dólares en valor actual) en su billetera”. Se terminaron los “buenos viejos tiempos” en los que algunos podían exhibirse “al volante de un lindo auto con una linda mujer a su lado”. Dejando de ser posibles estos sueños que la palabra yakuza vendía en otros tiempos, tiene dificultades para reclutar jóvenes, lo cual acelera la disminución del número de sus efectivos. “Es completamente comprensible: ya no tiene sentido convertirse en miembro hoy en día –afirma Takegaki, quien también deplora lo que considera una pérdida de los valores de ese medio–. Debido a la absoluta necesidad de ganar plata para sobrevivir, se permiten todo. Se terminó tomando el camino de la codicia”.

La difícil reinserción

Del lado de la policía, los funcionarios buscan terminar con su enemigo jurado. ¿Su estrategia estrella? Convencer a los integrantes de abandonar su clan, ayudándolos a encontrar un trabajo que pueda asegurarles la vida posterior. Desde 2016, la policía departamental de Fukuoka, por ejemplo, les paga hasta 5.700 dólares a las empresas que los contratan. El departamento se jacta de haber convencido a 593 personas de dejar el medio, entre 2016 y agosto de 2021, de las cuales 81 encontraron trabajo por su intermedio.

“Para erradicar las organizaciones mafiosas, la mejor táctica es reducir sus efectivos. La partida de un miembro vale tanto como una larga condena en la cárcel”, explica Miyahara Osamu, jefe de la brigada anticrimen organizado de la policía local. Estas operaciones se desarrollan principalmente en el transcurso de los interrogatorios. Los policías los empujan entonces a rehacer su vida, mostrándoles que esto le garantizaría una existencia estable a su familia y que el medio está en declive. Son tanto más fáciles de convencer en cuanto “a menudo ya llegan dudando, sin saber hasta cuándo podrán seguir”, asegura Nakashita Shiro, oficial de brigada.

Sin embargo, en materia de reinserción, la iniciativa de la policía no trajo los resultados esperados. Entre 2010 y 2018, únicamente el 3 por ciento de los 5.453 exyakuzas que dejaron las bandas gracias a su ayuda encontró un empleo.5 ¿Por qué esta tasa es tan baja y en dónde están entonces los demás?

Gen Hidemori, representante de la agrupación Kakekomi Dera (“templo de acogida para las personas en dificultad”), no está sorprendido. Instalado en su oficina en pleno corazón de Tokyo, este fino conocedor del barrio caliente de la capital, que apoya a quienquiera tenga necesidad de una ayuda inmediata –víctimas de violencia conyugal, exyakuzas, hikikomoris (las personas enclaustradas en sus casas, incapaces de tener relaciones sociales)–, estima que la policía no aporta respuestas adaptadas a la realidad. “De por sí, ya es muy difícil encontrar empresas que acepten exyakuzas, en su mayoría sin curriculum vitae. Ellos nunca vivieron como nosotros y realmente les cuesta adaptarse a la cultura del trabajo. La mayor parte es incapaz de despertarse temprano a la mañana y no puede entablar conversaciones con sus colegas, siendo su cultura muy diferente. Al menos el 90 por ciento de ellos termina yéndose de los trabajos al cabo de seis meses”, zanja.

Sin tener, habitualmente, a nadie en quien confiar, muchos exyakuzas, aislados, se tornan hacia sus conocidos de antaño, con quienes pueden al menos hablar de la cárcel y de la droga. La ayuda de la policía es lo último que necesitan. “Los problemas que surgen durante la reinserción a menudo están al borde de la legalidad, relacionados, por ejemplo, con una deuda con un miembro de su exclan o con el uso de estupefacientes –agrega Gen–. La policía no tiene vocación de intervenir en esta zona gris. Si queremos ayudarlos, hay que cuidarlos como si uno fuese su familia”.

Además, durante los cinco años siguientes a su partida, los exyakuzas están sujetos al decreto de exclusión, de la misma manera que aquellos que siguen en ejercicio. La idea es evitar el disimulo. Así es que bancos, agencias inmobiliarias e incluso operadores de teléfono disponen de una lista con los nombres de los actuales y los exyakuzas que no alcanzaron el umbral de los cinco años. Evitan firmar cualquier clase de contrato con ellos.

“En esta situación, el trabajo está evidentemente fuera de su alcance –deplora Mizoguchi–. Sobreviven cometiendo pequeños crímenes, a veces en solitario, a veces en grupo. En los hechos, la cárcel se convirtió en su red de seguridad. Ahí al menos tienen un techo, ropa y tres comidas por día”.

Considerando este dispositivo “excesivo y contraproducente”, el sociólogo Hirosue aboga por el refuerzo de las medidas de apoyo: “Nadie nace yakuza. En muchos casos [estas personas] provienen de un hogar monoparental desfavorecido. Sin los apoyos necesarios –dice con insistencia–, se provocará el surgimiento de personas fuera de la ley que ya tienen redes y experiencia” para delinquir. Un temor perfectamente justificado. Entre los más de 9.000 integrantes que dejaron la mafia entre 2011 y 2015, 2.660 terminaron procesados por la policía. Una tasa sesenta veces más elevada que la del promedio de la población japonesa.6

Punto uy

La que se considera la primera película sobre las yakuza, Batallas sin honor ni humanidad (1973), de Kinji Fukasaku, demoró 31 años en llegar a los cines uruguayos, habiéndose estrenado por Cinemateca Uruguaya en La Linterna Mágica el 20 de julio de 2004. Fue en un ciclo dedicado al director y al subgénero, que incluyó otros títulos tales como Policías contra mafiosos (1975) y Cementerio yakuza (1976).

Ese estreno tardío de la obra de Fukusaku originó que en los círculos cinéfilos uruguayos el cine de temática yakuza haya estado asociado, desde un primer momento, a su versión más tangencial y, narrativamente, más interesante: la de Takeshi Kitano. En la Primera Muestra de Cine Radical, un acontecimiento cinematográfico que todavía no ha sido suficientemente valorado en su impacto sobre la cultura cinematográfica montevideana, el 11 de diciembre de 1999 desembarcó en la sala Zitarrosa Flores de fuego (1997), de Kitano. Hijo él mismo de un miembro de la mafia japonesa, Kitano supo darle a su filmografía un tono de crudeza que no estaba reñido con la fineza de lo sensible. Esto no impidió que, en un primer momento, alguna lectura superficial haya asociado su nombre a la violencia gratuita, el mismo tipo de equívoco que sufrió la recepción inicial de su contemporáneo occidental Quentin Tarantino.

Yuta Yagishita, periodista. Traducción: Micaela Houston


  1. Los nombres de quienes brindaron testimonio para este artículo fueron cambiados a su pedido. 

  2. “El crimen organizado en Japón en 2020”, informe publicado por la brigada contra el crimen organizado de la policía nacional, npa.go.jp (en japonés). 

  3. Libro Blanco de la policía nacional, edición 1989, Tokio (en japonés). 

  4. Entrevista, Sankei Shimbun, Tokio, 1º de octubre de 2011. 

  5. Hirosue Noboru, Por qué tienen dificultades en abandonar la mafia japonesa – El meltdown del inframundo nipón, Shinchosha, Tokio, 2021 (en japonés). 

  6. “Informe sobre la situación del crimen organizado en 2016”, Dirección de la Policía Metropolitana de Tokio, 2017.