Desde abril de 2022, los habitantes de Sri Lanka se manifiestan masivamente contra la escasez y la carestía de alimentos, combustible y medicamentos. ¿Cómo se pudo llegar a este punto, cuando el clan Rajapaksa, que domina el país, gozaba de una gran popularidad tras aplastar a la rebelión tamil en 2009?

Salvo por una corta interrupción, la familia Rajapaksa tiene las riendas del poder en Sri Lanka desde hace diecisiete años: bajo la presidencia de Mahinda de 2005 a 2015, y luego bajo la de su hermano Gotabaya, desde 2019. Basó su popularidad entre la mayoría cingalesa budista (más de 70 por ciento de la población) en la victoria del ejército contra la rebelión tamil en mayo de 2009,1 así como en la instrumentalización del budismo y en el retorno a una “autenticidad cultural” construida a partir de la imagen fantaseada del pasado precolonial del país.

Las violaciones a los derechos humanos de los separatistas tamiles, pero también de los opositores cingaleses, la puesta en vereda de la prensa y de la justicia, el creciente lugar del ejército en la vida pública, el favoritismo y la corrupción del clan en el poder no habían logrado, hasta el presente, menoscabar ese capital de confianza. Así lo demuestra el éxito de Gotabaya Rajapaksa y de su partido en las elecciones presidenciales de 2019 y en las legislativas de agosto de 2020. Esas victorias borraron la derrota de Mahinda, en 2015, frente a la alianza de militantes de la sociedad civil y del viejo partido conservador-liberal dirigido por Ranil Wickremesinghe.

Una de las recetas de ese triunfo consistió en alentar, desde 2015, a movimientos extremistas budistas inspirados en el modelo birmano, denunciando el ascenso del islamismo: la minoría musulmana (8 por ciento de la población) encarna así la figura del enemigo interior, en lugar de la minoría tamil vencida. Los atentados de Pascuas, el 21 de abril de 2019, contra iglesias cristianas y hoteles –que mataron a 258 personas, entre ellas 42 extranjeros– cayeron como anillo al dedo para confirmar esas tesis: cometidos por un grupo islamista detectado por los servicios de inteligencia, fueron imputados al laxismo del gobierno de Wickremesinghe (2015-2019), a pesar de que la Comisión de Investigación no haya podido llevar a cabo su labor.

El otro pilar del régimen de Gotabaya fue el ejército, donde debutó en los años 1980; allí combatió a los separatistas tamiles y a los rebeldes cingaleses con los métodos de la contraguerrilla, antes de emigrar a Estados Unidos y luego volver para ocupar el puesto de secretario de Defensa, a pedido de su hermano Mahinda. Bajo su mandato, el ejército, convertido en el mayor empleador del país al final del conflicto separatista, recibió tareas de policía, de obras públicas, de gestión del territorio; a la vez pudo crear empresas comerciales y turísticas sin ningún control político ni financiero.

Frente a la crisis financiera que estalló en abril de 2022 –el país ya no podía honrar el pago de la deuda por vencer–, la popularidad de los Rajapaksa voló en pedazos. La escasez de productos alimentarios y el aumento de los precios (suba de 46 por ciento en alimentos en un año, y de 140 por ciento en productos petroleros) desencadenaron la ira social generalizada. Todo el sistema político fue cuestionado por el movimiento de lucha (aragalaya en cingalés) que hizo irrupción en la capital Colombo, bajo la forma de la ocupación de Galle Face, un vasto espacio público al borde del mar, dirigido por jóvenes militantes que reclamaban la renuncia del presidente Gotabaya. Ese “poblado” (llamado GotaGoGama) se transformó enseguida en un lugar de creatividad cultural y política: allí se pueden ver carteles y escuchar eslóganes tales como “En la cúspide, el poder corrupto; en la base, la lucha intrépida”, o también “Basta de 225”, en referencia al número de parlamentarios.

Reprimida salvajemente por matones al servicio de los Rajapaksa, la movilización tiende a ampliarse hacia sectores más vastos de la población y al conjunto de la isla, en el marco de violentos enfrentamientos con las fuerzas del orden. Ya obtuvo la renuncia del gobierno –pero no del presidente, quien, apoyado en su mayoría en el Parlamento, declaró que iría hasta el final de su mandato, en 2024–. Se conformó con nombrar como primer ministro a su ex adversario Ranil Wickremesinghe, quien supuestamente debe formar un gabinete de unión nacional y obtener concesiones de los acreedores internacionales, pero se encuentra aislado en términos políticos. La oposición, representada por Sajith Premadasa (derecha populista), MA Sumanthiran (partido tamil) y Anura Dissanayake (izquierda marxista), denunció la manipulación de este proceso.

La fuerza del movimiento proviene del apoyo cada vez mayor de los medios populares urbanos y rurales, víctimas de las penurias. Su novedad es que parece superar los clivajes etnorreligiosos. Por primera vez, cingaleses budistas, incluyendo monjes, se unieron para la conmemoración de las víctimas tamiles de mayo de 2009 con representantes de las diferentes religiones, que celebraron en conjunto el final del Ramadán musulmán, las Pascuas cristianas y la fiesta budista de Vesak. El cardenal Malcolm Ranjith, jefe de la iglesia católica (cerca de 6 por ciento de la población, tanto cingalesa como tamil), condenó sin ambigüedades al régimen y reclamó una investigación exhaustiva de los atentados de 2019.

La capacidad del poder para resistir esta movilización depende del grado de fidelidad del ejército (pero las familias de los soldados están siendo afectadas por la crisis como los demás), del mantenimiento de su influencia sobre la sociedad rural del sur de la isla (aunque las residencias y los museos en honor de los Rajapaksa fueron destruidos en su feudo), de la obtención de prórrogas y ordenamiento del pago de la deuda por parte de los acreedores y proveedores internacionales (a pesar de que la secuencia que condujo al país a la insolvencia permite dudar de su aptitud para superar la crisis).

Viejas y nuevas crisis

Por supuesto, la vulnerabilidad de la economía se remonta al período colonial británico (1796-1948): allí se desarrollaron grandes plantaciones en detrimento del equilibrio ecológico y de los sistemas de producción alimentaria, explotando una mano de obra que llegó desde el sur de India. Los ingresos del Estado colonial reposaban en ese único sector, y las variaciones de la cotización mundial del té o del caucho impactaron en el país, en particular durante la depresión de los años 1930. Tras la independencia en 1948, esos recursos fueron reorientados hacia el restablecimiento del cultivo de arroz, el desarrollo del sistema escolar y hospitalario, y las subvenciones a los productos de primera necesidad. Sri Lanka se convirtió entonces en el país más avanzado de Asia del Sur en materia de nivel y calidad de vida. Sin embargo, en el transcurso de los años 1970, el declive de los beneficios extraídos de las plantaciones y las fallas en la planificación condujeron a gobiernos partidarios de las teorías neoliberales a apuntar al turismo masivo, la industria de la confección en zonas francas y la emigración hacia los países del Golfo. Luego, quisieron transformar la isla en un nuevo Singapur, atrayendo las finanzas internacionales. El ascenso paralelo del separatismo tamil y del etnonacionalismo cingalés, sobre un fondo de violencia social, puso en duda ese proyecto.

No obstante, el aplastamiento de la rebelión armada tamil creó la ilusión de que esos objetivos podían ser reactivados en 2009, recurriendo en particular a las facilidades otorgadas por el mercado mundial de capitales y a las ofertas de inversión propuestas, en especial, por China. Ahora bien, el sector agrícola ya mostraba signos de debilidad y las finanzas públicas se degradaban. Las grandes obras de irrigación fueron entonces interrumpidas, mientras los arroceros seguían gozando de precios garantizados y de insumos subvencionados, y los consumidores, de productos alimentarios baratos.

Los pequeños y medianos productores dinámicos que habían sustituido las grandes plantaciones de té nacionalizadas en los años 1970 fueron golpeados, en abril de 2021, así como los productores de arroz, por las medidas tomadas en nombre de la lucha contra la contaminación –interrupción repentina de las importaciones de fertilizantes químicos y conversión forzada a la agricultura biológica–, lo cual tuvo como efecto una caída de 40 por ciento en la producción de té y de 20 por ciento en la producción de arroz paddy, y obligó al país, hasta entonces autosuficiente, a importar arroz. La medida fue levantada siete meses más tarde, pero el mal ya estaba hecho.

La gestión calamitosa de las finanzas públicas agravó la situación. Según el economista Umesh Moramudali,2 la participación de las tasas y los impuestos en el producto nacional bruto (PNB) pasó de 19 por ciento en 1990 a 11,5 por ciento en 2019, antes de caer a 7,7 por ciento en 2021, o sea, la tasa más baja de Asia (en India es de 16 por ciento). Esta disminución de larga duración de las retenciones fiscales es atribuida por Moramudali a las frecuentes amnistías fiscales, a la incapacidad de una administración paralizada por injerencias políticas que traban todo control, a la exención de tasas de los grandes proyectos de infraestructura y a las medidas demagógicas del presidente Gotabaya Rajapaksa (que redujo el número de contribuyentes de 1,5 millones a 412.000 y llevó nuevamente la tasa del IVA de 15 al 8 por ciento). El país se convirtió en un paraíso fiscal, lo cual no impide que los capitales vinculados a la corrupción y al tráfico busquen refugio en plazas financieras más provechosas, como Singapur y Dubái.

Del lado del gasto, más allá de la política social de redistribución y de las subvenciones, pesa mucho el costo de la guerra y luego el de mantener en tiempo de paz un ejército numeroso ocupado en tareas civiles. Sin contar los grandes proyectos de infraestructura. Así, en 2021, la parte del presupuesto disponible (luego del pago de los préstamos) dedicada al ejército aumentó a más de 15 por ciento (contra el 8 por ciento para la educación y el 10 por ciento para la salud). Según los datos del Banco Mundial, los gastos militares pasaron de 791 millones de dólares en 2006 a 1.700 millones en 2011, y se mantuvieron en 1.570 millones en 2020, o sea, 1,9 por ciento del PNB, mientras que los programas de redistribución social no representan más que 0,9 por ciento. Además, a causa del clientelismo, el Fondo Monetario Internacional (FMI) estima que más de la mitad de las asignaciones (samurdhi) del tipo renta mínima de inserción (RMI) favorecen a hogares que están por encima del umbral, mientras que la mitad de las familias elegibles son privadas de recibirla.3

La coincidencia del deterioro de la balanza de pagos con el vencimiento de créditos en el mercado mundial tornó insostenible la deuda externa del país. A falta de divisas, el país se vio en la incapacidad de importar productos petroleros, productos alimentarios y medicamentos. El turismo se desplomó, pasando de 5,6 por ciento del PNB en 2018 a 0,8 en 2020, a causa de la pandemia, que siguió a la inseguridad creada por los atentados de Pascuas; los envíos de divisas por parte de la diáspora se volvieron más escasos (pasando de 7.200 millones de dólares en 2020 a 5.500 millones al año siguiente); el aumento de los precios de la energía y de los productos alimentarios se agravó por el conflicto ruso-ucraniano. Según el FMI, a fines de 2020, la deuda total aumentó a unos 80.000 millones de dólares, de los cuales cerca de la mitad se deben en divisas extranjeras. Las cifras oficiales4 desglosan así la deuda externa y la del Banco Central: 47 por ciento de créditos en los mercados mundiales, 22 por ciento de préstamos multilaterales (13 por ciento por parte del Banco Asiático de Desarrollo, 9 por parte del Banco Mundial), 29 por ciento de préstamos bilaterales (10 por ciento por parte Japón, 10 de China y 2 de India, como principales acreedores). Sin embargo, según los cálculos de la agencia Reuters,5 la dependencia financiera respecto de China es más alta, representando aproximadamente 19 por ciento del total.

Entre India y China

Los créditos de los mercados mundiales están constituidos por obligaciones soberanas colocadas por un consorcio bancario que reúne a Standard Chartered, HSBC y Citibank, y clasificadas como altamente especulativas (categoría B+) por las agencias de calificación. Fueron lanzadas en 2007 por iniciativa del presidente Mahinda Rajapaksa, se multiplicaron a partir de 2010 y se prolongaron bajo el anterior gobierno de Ranil Wickremesinghe. Tras haber contribuido a financiar los últimos años de la guerra contra los separatistas tamiles, entre 2007 y 2009, se suponía que esas operaciones iban a alentar la recuperación económica, sin estar vinculadas a ninguna operación precisa. El gobierno se encontró en la imposibilidad de honrar los pagos después del de enero de 2022. Con vistas a reestructurar sus deudas, apeló al banco Lazard, mientras que los titulares de obligaciones soberanas confiaron sus intereses a la compañía financiera Rothschild.

Los préstamos multilaterales y bilaterales (la otra mitad de la deuda), a mayor plazo, están, por el contrario, vinculados a proyectos de desarrollo o a operaciones comerciales. Una parte significativa de los créditos multilaterales (y de los préstamos indios) fue dedicada a la reconstrucción de las regiones tamiles del norte y del este arruinadas por el conflicto, bajo el control de un ministerio dirigido por Basil Rajapaksa, uno de los hermanos del presidente, y del ejército, bajo las órdenes del otro hermano, Gotabaya, entonces secretario de Defensa. La mayor parte de las inversiones de origen chino fue primero dirigida hacia las regiones cingalesas del sur de la isla, en el distrito de Hambantota, feudo de la familia Rajapaksa, donde se construyeron un aeropuerto internacional, que hasta hoy sigue desierto, una red vial y ferroviaria, así como un sobredimensionado puerto de portacontenedores de aguas profundas (como no es rentable, el puerto fue cedido en 2017 a la firma China Merchants Port). En un segundo momento, el gobierno se lanzó en un espectacular proyecto de ciudad portuaria y de centro de negocios y de ocio en Colombo, cuya concepción y construcción fueron confiadas a otra firma china, China Harbour Engineering Company.

Esta situación de insolvencia tiene serias implicaciones geopolíticas. A escala asiática, la isla está en el cruce de dos ejes de influencia: uno que la vincula con India y otro que hace de ella un punto de apoyo de la expansión marítima china. Expuesto a las exigencias de sus acreedores, el gobierno apeló por un lado al FMI, que le dicta reformas impopulares, y por el otro a China, India y Rusia, que buscan imponerse. En cualquier caso, perdió la confianza de una población que desea reinventar la democracia.

Éric Paul Meyer, profesor emérito en el Institut National des Langues et Civilisations Orientales (Inaclo, París). Su último libro es Une histoire de l’Inde. Les Indiens face à leur passé, Albin Michel, París, 2019. Traducción: Micaela Houston.


  1. Éric Paul Meyer, “La derrota de los Tigres no resuelve el problema tamil”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, marzo de 2009, y Cédric Gouverneur, “Le grand désarroi des Tamouls du Sri Lanka”, Le Monde diplomatique, París, agosto de 2020. 

  2. Umesh Moramudali, “Taxation in Sri Lanka: issues and challenges”, en Economy for all, Universidad de Colombo, 2022. 

  3. “IMF Country Report Sri Lanka 22/91”, FMI, Washington, 2022. 

  4. “Debt Stock by Major Lenders”, abril de 2021, Department of External Resources, Ministerio de Finanzas de Sri Lanka, www.erd.gov.lk

  5. Jorgelina do Rosário, “Analysis: Complex web of creditors, politics threatens Sri Lanka restructuring”, Reuters, 28-4-22.