Trabajadores que luchan contra la enorme precariedad, clientes “tomados como rehenes”, sindicatos cuya legitimidad se cuestiona, argumentos en contra de la huelga que apelan a “realidades económicas” y a problemáticas más amplias que el reclamo particular que se está llevando adelante. ¿Resulta familiar? Puede ser. Excepto que en la Francia de 1907 el conflicto era sobre el derecho a portar bigote.

El bigote es cosa seria. No es broma. Guy de Maupassant hizo decir a una de sus heroínas: “Realmente, un hombre sin bigote no es un hombre (...) el bigote es indispensable para una fisionomía viril. No, nunca podrías imaginar lo útil que es este pequeño cepillo de pelo sobre el labio para la vista y las relaciones entre cónyuges”.1 Era la importancia de “el bigote”, o más bien de “los bigotes”, con sus doctas clasificaciones, sus variantes, sus subgrupos: el galo, popular y sopero, el aristocrático puntiagudo, o el manubrio de bicicleta que se modela con cera. Una investigación ha estudiado incluso la predisposición al bigote de los dictadores.2 Sin embargo, no hay nada concluyente: si el 42 por ciento de los autócratas llevaba pelo bajo la nariz, la razón suele ser que ese era el uso habitual en su país.

El 17 de abril de 19073 las tropas francesas invadieron Uchda, en Marruecos, Rudyard Kipling recibió el Premio Nobel de Literatura y los parisinos disfrutaban de los primeros días soleados del año. Se precipitaban a las terrazas de los cafés de los principales bulevares. Fue allí, a las seis y media de la tarde, que se inició por sorpresa la huelga del bigote. Y media clavadas, los mozos dejaron de tomar pedidos y cobraron las consumiciones. Se dirigieron al mostrador para recoger su paga, entregaron sus delantales y abandonaron los cafés. Se reunieron en pequeños grupos en las veredas ante las miradas incrédulas y divertidas de los consumidores, asombrados por este movimiento social lejos de las fábricas.

Los propietarios cerraron la terraza del Café de la Paix, bajaron las persianas metálicas del Café Riche, y apagaron las luces en L’Intérnational; le pidieron a la clientela que se retirara porque ya no se la podía atender. Las sillas se colocaron invertidas encima de las mesas. No se servían más bebidas en el buffet de la estación de Lyon, no se descorchaban más botellas en el Café Cardinal, ni se recogían más pedidos en el Américain. La fiesta había terminado.

Así comenzó la huelga de los trabajadores de los restaurantes.

Al día siguiente la prensa se reía de su reclamo: ¡los mozos exigen poder llevar bigote! Resultaba gracioso. Hasta entonces el malestar social lo habían protagonizado los mineros, los ferroviarios y los electricistas. Pero ahora también se manifestaban los panaderos. Los carniceros, los funcionarios y los maestros reclamaban el derecho a sindicalizarse. ¡Hasta hemos asistido a la creación de un sindicato de mendigos!

Entonces, además de risa, también había preocupación. Porque ya no se trataba de un estallido repentino, sino de un movimiento preparado de forma cuidadosa. Hay que remontarse un año atrás para comprender el contexto, e ir hasta la explosión de la mina de Courrières. El enorme siniestro hizo estallar varios túneles. Hubo más de mil muertos. Los socorristas estaban desbordados y tres días después de la catástrofe la dirección de la compañía decidió, para detener el fuego y preservar sus intereses, sellar las galerías de tres fosas (condenando así a una muerte segura a los mineros que seguían atrapados entre los escombros). La ira fue inmensa y el movimiento social que resultó fue histórico por su alcance y radicalidad. El gobierno envió a la policía. El ejército reprimió. La justicia condenó. Pero no alcanzó. La dirección debió ceder en las normas de seguridad y en las indemnizaciones a las familias de las víctimas.

Para apagar el incendio social, el gobierno centrista del Partido Radical decidió aceptar un reclamo fuerte y simbólico del movimiento obrero: el descanso semanal. Era una de sus dos reivindicaciones históricas, junto con la jornada de 8 horas, ya que conllevaban una idea de emancipación: el destino del trabajador no se limitaba a trabajar y luego dormir para volver a trabajar.

El anuncio del descanso semanal por parte del gobierno de Ferdinand Sarrien suscitó esperanzas que enseguida se vieron frustradas: en el parlamento, el Partido Radical deshizo de manera metódica el proyecto. Quedó reducido a días de descanso que se acumulaban para luego tomarse de forma trimestral, con numerosas condiciones y sólo se reconocía en determinados sectores. Aunque la montaña haya parido un ratón, la patronal aprovechaba para poner en duda muchos acuerdos firmados con anterioridad.

Para los mozos no había descanso semanal a la vista y los convenios colectivos que tanto había costado conseguir ya no eran reconocidos por los patrones. La cuestión se resolvió caso por caso, café por café, y la mayoría de las veces resultó en un regreso a las condiciones de trabajo anteriores. Es decir, una vuelta a una forma de servidumbre: el trabajador “para todo” del restaurante, como se dice en la Confederación General del Trabajo (CGT), viene a trabajar por la mañana con un delantal y un chaleco. Si el jefe está dispuesto, comienza una jornada que puede durar 20 horas. Por la noche, no recibirá ningún salario fijo, solamente sus propinas. En realidad una pequeña fracción de estas. Porque durante su servicio el mozo deja las propinas en una caja en la barra. Al final del día, el propietario vacía esa caja chica. Primero se lleva su parte (del cinco al 25 por ciento del total), luego vienen los descuentos generales (los utensilios que un buen mozo debe poder presentar a los clientes: encendedores, papelería, escarbadientes, el periódico del día). También se hace una quita por las roturas (las copas o tazas que se caen) y las consumiciones impagas. En los grandes restaurantes, los dueños les imponen a los mozos un dependiente o un camarero, cuyos emolumentos y comida debe pagar el trabajador.

Lo que resta se reparte con una astuta jerarquía entre los mozos. En los días malos, han trabajado para nada. Sin garantías de empleo, sin licencias ni seguridad social. Agotado antes de tiempo, uno no puede durar en esta profesión. Uber no inventó nada.

La CGT se negó a que los legisladores enterraran el descanso semanal y decidió llevar adelante la batalla en los oficios de la restauración. No era época de preavisos, ni de simples paros de una jornada para ir a manifestar desde Bastille hasta Nation; no era un tiempo de batallas de palabras o de enmiendas a los convenios colectivos. Los empleadores despedían a los empleados sospechosos de pertenecer al sindicato, contrataban personal para sustituir a los huelguistas y, en cualquier caso, no reconocían ni a la CGT ni a las acciones o demandas colectivas. Así que, para jugar con la sorpresa, la confederación organizó la movilización en la clandestinidad. Los sindicatos de la Federación Alimentaria recibieron un cuestionario. Se les preguntó por el número de afiliados dispuestos a parar, por los métodos elegidos (¿legales o violentos?), por las demandas específicas. Los formularios, una vez completados, no se debían regresar a la Bolsa de Trabajo [entidad laboral de ayuda mutua] ni al sindicato, sino a un tal Legrand, desconocido por la policía, que vivía en el número 20 de la calle Bichat. A dos pasos de la sede del sindicato, que estaba en construcción. Todo por correo, sin membretes ni anotaciones externas. Los organizadores recibirían, en la dirección personal de uno de ellos, una simple carta sin identificación ni firma: “enviar la mercadería tal día”. Esta sería la señal y la fecha de la movilización.

El pan está primero

Quienes comenzaron fueron los panaderos, el 11 de abril de 1907. Pararon y lo hicieron saber. El prefecto de París, Louis Lépine, apenas dejó margen para que los huelguistas se manifestaran de forma pacífica. Pero la CGT encontró estrategias para sortear esto. Por ejemplo, anunciando a viva voz una manifestación en la plaza de la Concorde, hacia donde el prefecto se precipitaba acompañado de periodistas y de gran número de sus oficiales, mientras la manifestación real tenía lugar en otra parte.

En esta ocasión, Jean Amédée Bousquet y Auguste Adolphe Savoie, dirigentes de la Federación de Sindicatos de la Alimentación, que habían estado paseando por la esquina de la avenida Marigny y los Campos Elíseos, sacaron de sus levitas, a las diez en punto, dos pancartas: “Panaderos en huelga” y “Viva el descanso semanal”, y abandonaron las veredas para encarar por la calle Royale.

Desde todos lados se les unieron transeúntes que hasta un instante antes parecía que paseaban, pero que ahora sacaban banderas y pancartas que habían mantenido ocultas. En pocos minutos se formó una procesión de 3.000 manifestantes, para sorpresa de los mariscales. Llegaron a la Bolsa de Trabajo en desorden después de algunos enfrentamientos con la policía. Los empleados se unieron rápidamente a ellos, también en huelga. En la sala contigua, los refinadores que producían azúcar se sumaron a la batalla. En las salas más pequeñas se reunían otros sindicatos de la alimentación. La Bolsa se desbordaba. Las salas estaban repletas. La gente escuchaba desde los pasillos. La huelga había comenzado.

Georges Clemenceau, presidente del Consejo de Gobierno y ministro del Interior, recibió al día siguiente, en el ministerio, a los representantes de los panaderos huelguistas. Aseguró que los apoyaba y propuso una mediación con la patronal de las panaderías. Al mismo tiempo, se aseguró de que la capital se abasteciera de alimentos desde los suburbios interiores y exteriores. Costara lo que costara, había que garantizar el pan para los parisinos, elemento central de la dieta; todo dirigente político sabía que una escasez podía provocar una revuelta.

Clemenceau era un personaje ambivalente. Antiguo partidario del socialista Auguste Blanqui, amigo de Louise Michel,4 anticlerical y anticolonialista, defensor de la libertad de expresión y convencido partidario de Alfred Dreyfus,5 se convirtió en paladín del partido del orden, castigó con prisión cualquier discurso antimilitarista, promulgó las primeras leyes de vigilancia de los gitanos, reprimió a sangre y fuego las movilizaciones sindicales, incluso disparando contra mujeres y niños, y utilizó agentes provocadores y topos en los movimientos de izquierda. Pronto lanzaría nuevas acciones autoritarias y haría encarcelar a los dirigentes de la CGT.

Por en ese momento, Clemenceau recibió a los panaderos y apoyó su demanda de negociar con la patronal, aunque esta se dedicó a traer personal rompehuelgas del extranjero para hacer el pan bajo protección policial. Con cierta ironía, los sindicatos expusieron frente a la Bolsa de Trabajo las barras de pan deformadas que salían de estas panaderías sin trabajadores.

Las asambleas y la grieta

El ambiente estaba caldeado en la gran sala de la Bolsa que acogía la primera reunión de los mozos en huelga ese 17 de abril. La gente escuchaba en los pasillos y los periodistas eran escoltados fuera. En la tribuna, la figura principal del sindicato de los mozos, Eugène Protat, leyó las demandas: descanso semanal, fin de la caja chica como única forma de pago, fin de los descuentos por material de trabajo, reconocimiento del sindicato y derecho a llevar bigote. En las otras salas los camareros de hotel votaron a favor de la huelga. Los carniceros se organizaron en una pequeña habitación contigua. Los lavaplatos, por su parte, se reunieron por primera vez. Las asambleas concluían con cantos revolucionarios. Coreaban “¡viva la huelga!”. Había gritos en la reunión de los refinadores. Mientras el camarada Lucien Métivier6 describía las presiones sufridas por las mujeres que participaban de las medidas de lucha, unos alaridos interrumpieron al orador. Un policía encubierto que anotaba los nombres de los oradores fue identificado, golpeado y expulsado de la Bolsa. Cada nuevo grupo de huelguistas que llegaba era aclamado al entrar. La asamblea general de los mozos desbordaba de gente. Se votó por la huelga total.

Por su parte, la patronal de los restauradores también hizo su reunión. El ambiente era de gran firmeza. Según la prensa de extrema derecha, que había tenido acceso a esta sesión privada, el reconocimiento de la CGT había sido descartado. Los problemas se tenían que resolver en la cocina, lejos de los convenios colectivos y los acuerdos sectoriales. Los empleados administrativos, el personal de limpieza y todos los extras contratados de apuro fueron puestos a atender las mesas. Se encargó un tren de trabajadores pobres desde Italia para sustituir a los huelguistas por un salario miserable. Así, algunos cafés consiguieron permanecer abiertos. En los demás, los propietarios dijeron que preferían no reabrir nunca más antes que ceder un ápice.

Cuando un tal Spiess, dueño del café vienés del bulevar Montmartre, mencionó la posibilidad de reconocer la CGT para detener la huelga, los demás lo abuchearon y le recordaron que no era muy francés que se diga y que debía callarse. Por otro lado, el propietario del Café de la Paix, Arthur Millon, tuvo gran éxito cuando leyó un texto de los huelguistas. Los otros empresarios se carcajeaban al escuchar las demandas. Decidieron que no irían a reunirse ni con el sindicato ni con el juez de paz que se había ofrecido a mediar ante el pedido de Clemenceau.

En las terrazas que aún estaban abiertas, los huelguistas tomaban una copa y hablaban durante horas con los que no estaban en huelga. Les leían los panfletos y los animaban a renunciar. La huelga se extendió. En la calle de la Chapelle se organizaron ollas populares. Policías y soldados protegían los cafés y panaderías. La prensa se preocupaba por la radicalización del movimiento, los insultos e incluso las agresiones al personal de los bares que no estaban en huelga. Se habló de la rotura de las vidrieras de una panadería, de aceite desparramado en la artesa condenando la hornada entera. Los editorialistas pedían una policía firme, una justicia a la que no le temblara la mano. Los representantes sindicales hacían lo que podían para protegerse de la persecución: afirmaban que ese sabotaje no podía ser obra de sus camaradas.

Sin embargo, el sabotaje era una de las herramientas del movimiento obrero. O bien “los sabotajes”: el huelguista charlatán, que trabaja un poco menos bien, con pequeños errores, y que por tanto ralentiza la producción; el sabotaje de abrir la boca, que consiste en advertir a los consumidores de los defectos o estafas en los productos que se les vende; la “huelga de celo”, el sabotaje-piquete para neutralizar los rompehuelgas, el sabotaje-gresca.

Una semana antes del comienzo del movimiento sindical de la alimentación, Émile Pouget, uno de los principales dirigentes de la CGT, respondió a una entrevista del Matin. El periódico quería saber en qué consistía el sabotaje y, ante la proximidad de un probable movimiento de trabajadores de la panadería, si había que temer un envenenamiento.

“Son los dueños de las panaderías quienes practican el sabotaje manipulando las harinas, mezclándolas con harinas estropeadas o de habas, o añadiendo a la masa químicos más o menos perjudiciales. [El sabotaje] de los obreros golpea a sus adversarios en la caja fuerte (...). De este modo, si los panaderos se “olvidaran” de ponerle levadura a la masa, si se olvidaran de la sal, o, al contrario, tuvieran la mano dura; si, incluso, dejaran que el pan se quemara en el horno... el pan sería invendible y solamente el patrón sufriría las consecuencias. (...) Todos los incordios serían para el comerciante, porque tal es la característica del sabotaje: golpear al jefe en su obra viva: la caja registradora. Y golpearlo solamente a él”.

Y aún más: “El miedo al sabotaje es, para el industrial o el comerciante, evocador del pensamiento humano, de las reflexiones conciliadoras. El miedo lo incita a adoptar una actitud menos escandalosa y, a veces, sin que los trabajadores afectados tengan que hacer el gesto de sabotaje, obtienen las satisfacciones exigidas”.

En el restaurante Duval, el patrón ordenó a las mozas que no se unieran a los huelguistas en la Bolsa de Trabajo: “Los mozos de café están en huelga y parece que no hay suficientes mujeres en la Bolsa. Tienen ganas de pasarla bien. Cuidado, porque no es por sus intereses que quieren que renuncien, es para divertirse, y ¿qué van a ganar ustedes luego? ¡Un pequeño huelguista!”.

En las mesas de las terrazas habían pegado volantes rojos: “Apoye la huelga, no pague propina”. En varios restaurantes, los rompehuelgas terminaban la jornada sin ganar un franco y ya no volvían al día al siguiente.

Militarizar, negociar y ceder

Cuando la huelga se extendió a Lyon, Tolón, Nantes y Marsella, Clemenceau envió batallones a París. Allí estaba todo en juego. Puso a disposición de las panaderías soldados panaderos y panaderos municipales de la asistencia pública. Pero también presionó a la patronal para que cediera, al menos de modo parcial, a las demandas. Lo hicieron en varios puntos importantes.

En cuanto a los mozos, los empleadores que rechazaban la mediación del prefecto y de Clemenceau dieron el brazo a torcer: renunciaron a una parte de los descuentos por materiales de trabajo y autorizaron el uso del bigote. Los más razonables negociaron en sus establecimientos el fin de los descuentos y del pago mediante propina y, en algunos, reconocieron el sindicato.

Dos días después de la mediación, los panaderos sindicalizados decidieron poner fin a la huelga tras 21 días de lucha. Habían conseguido el descanso semanal rotativo —su objetivo principal—, el reconocimiento del sindicato y algunos otros beneficios. Además, se trataba de evitar demasiadas detenciones de militantes que habían atentado contra “la libertad del trabajo”. Otras 48 horas y los mozos también volvieron a sus tareas luego de 16 días de paro. Obtuvieron una reducción de los descuentos de los útiles de trabajo y que no sólo les pagaran a través de la caja chica. Pero el sindicato no fue reconocido y el día libre seguía sin estar en la agenda. Cuatro años después, la CGT organizó una nueva huelga que condujo a los primeros salarios fijos, una renta mínima y el fin de los descuentos por elementos para trabajar. No fue hasta la década de 1980 que se dejó por completo de considerar la propina como parte del pago del trabajador.

Y, por cierto, ¿por qué la demanda del derecho a llevar bigote? Aunque la derecha se burlaba del reclamo, tenía un fuerte significado simbólico: la época había visto a los franceses lucir con orgullo el pelo en la cara: la perilla a la Émile Combes,7 el bigote puntiagudo a la Georges Yvetot,8 la barba poblada de Jean Jeaurès9 o la barba candado de Patrice de Mac Mahon,10 pasando por la barba a la Clemenceau, las patillas y el bigote inglés. El uso del bigote era incluso obligatorio para los gendarmes.

El pelo en la cara, se diría en esa época, es el hombre: el adulto, el ciudadano adulto. El imberbe es el niño, el menor. Sin embargo, una prohibición contractual privaba a la servidumbre y a los mozos del derecho a lucir bigote, mientras que las patillas en las sienes estaban reguladas por centímetros. El mensaje era claro: ustedes no son nuestros hermanos en humanidad, ustedes son nuestros criados. En cuanto a las mujeres, mientras que la moda femenina favorecía los peinados sueltos, los cortes voluminosos y los mechones alocados, el pelo de las empleadas domésticas debía estar estrictamente atado y cubierto.

A principios del siglo XX, el movimiento obrero ya reivindicaba la emancipación de los cuerpos.

Mathieu Colloghan, dibujante. El autor agradece a Guillaume Davranche y a Selda Canan por sus consejos.


  1. Fuentes para la narración de los hechos: Le Temps, Le Matin, L’intransigeant, La Presse, La Crois, L’humanité, L’Écho de Paris, L’Aurore, del 11 de abril al 4 de mayo de 1907. 

  2. Guy de Maupassant, “La Moustache”, Gil Blas, 31 de julio de 1883. 

  3. “Un bon dictateur doit-il porter la moustache?”, Grégoire Fleurot con Aurélia Morvan, Mathieu Perisse y Agathe Ranc. Slate.fr, 8 de marzo de 2021. 

  4. Poeta y educadora anarquista, fue una de las lideresas de la Comuna de París en 1871. 

  5. Oficial del ejército víctima de una persecución antisemita conocida como “Caso Dreyfus”, que dividió a la Francia de su tiempo. 

  6. Dirigente obrero del gremio de los panaderos, de tendencia anarquista. 

  7. Primer ministro de Francia de 1902 a 1905. 

  8. Tipógrafo anarcosindicalista, secretario general de la CGT. 

  9. Legendario dirigente socialista francés, asesinado poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial por sus posiciones pacifistas. 

  10. Presidente de Francia de 1872 a 1879.