Asesinatos selectivos, divisiones políticas, retrocesos en la equidad de género, pobreza galopante. Cinco años y medio después de la firma del Acuerdo de Paz entre el gobierno colombiano y las FARC, los exguerrilleros se encuentran desanimados. Sin embargo, la llegada a la presidencia del izquierdista Gustavo Petro ha reavivado sus esperanzas.

Cambiaron sus uniformes caqui y sus legendarias botas de caucho por remeras blancas y zapatos que hacen juego. Algunos llevan aquellas reliquias en la mano, adornadas de flores. En Bogotá, el 7 de marzo, unos doscientos excombatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) llegaron de todo el país para una “marcha de peregrinación por la vida y la paz”. “Tengan cuidado de no obstruir el tráfico”, grita un organizador a los y las manifestantes, mientras la procesión se abre paso sabiamente por la Séptima, la arteria principal de la capital colombiana. Los exguerrilleros se han convertido a la protesta legal y al pacifismo.

Con los brazos extendidos, agitan los retratos en blanco y negro de sus camaradas asesinados. “Manuel Antonio González Buelva. 1988-2019”. A sus treinta y un años, doce de los cuales los pasó en la guerrilla, Manuel se había convertido en chofer de mototaxi y acababa de tener una hija, cuenta el padre del fallecido, que desfila con su foto. Es un hombre de cincuenta años de rostro delgado y ornado con un bigote de espiga: él mismo entregó veintisiete años de su vida a la lucha armada y hoy representa a Comunes, el partido político de las FARC que surgió de los acuerdos de paz, en su región.

Desde la ratificación definitiva en noviembre de 2016 de los acuerdos entre las FARC y el presidente Juan Manuel Santos (2010-2018), fueron asesinados 320 exguerrilleros, es decir, el 2,5 por ciento de los 13.000 firmantes involucrados en el proceso de reincorporación. Hasta el día de hoy no se juzgó ningún caso. Ante esta ola de asesinatos, la Corte Constitucional colombiana declaró, en una medida poco habitual, el estado de cosas inconstitucional (ECI) en enero de 2022, reconociendo “la constante y masiva violación de los derechos fundamentales de esta población y la omisión de las autoridades responsables para adoptar medidas adecuadas”.

Esta decisión estigmatiza el fracaso del Estado a la hora de proteger a estos excombatientes desarmados, a pesar del reclutamiento de 1.800 guardaespaldas, en su mayoría exguerrilleros formados tras la guerra, en el seno de la Unidad Nacional de Protección (UNP). “La solución no es poner un guardaespaldas detrás de cada camarada. No necesitaríamos todo esto si el gobierno respetara los acuerdos: los grupos paramilitares no han sido desmantelados, la sustitución integral de los cultivos de coca no avanza”, analiza Julio César Orjuela, alias Federico Nariño, excomandante y miembro de la delegación de negociadores de los acuerdos en Cuba, mientras la procesión de peregrinos de la paz llega a las inmediaciones de la plaza Bolívar, bordeada por el Congreso y el Palacio de Justicia.

Más de cinco años después del fin de la guerra, la sociedad colombiana parecería estar avanzando hacia una vía progresista. El movimiento del paro nacional en 2021 se opuso a una reforma fiscal que amenazaba con profundizar la desigualdad social. En marzo de 2022, la Corte Constitucional despenalizó el aborto. Y el 26 de junio, el país eligió por primera vez en su historia a un presidente de izquierda y a una vicepresidenta afrodescendiente, Gustavo Petro y Francia Márquez, que agruparon una amplia coalición bajo la bandera del Pacto Histórico, que incluye desde los comunistas hasta el centroizquierda.

Sin embargo, los cuatro años de presidencia de Iván Duque (Centro Democrático, derecha), fiel heredero de Álvaro Uribe, el anterior presidente, hostil a las negociaciones con la guerrilla, paralizaron el proceso de paz. Así, de las 107 leyes necesarias para implementar los acuerdos negociados en La Habana, solamente se aprobaron cinco bajo su mandato. El país sigue asolado por la violencia y los conflictos armados. El Comité Internacional de la Cruz Roja contabiliza al menos cuatro conflictos entre el Ejército y los grupos no gubernamentales: las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional (ELN), del Ejército Popular de Liberación (EPL), las disidencias de las FARC-EP y los paramilitares de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC).1 En 2021, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) contabilizó 73.300 personas desplazadas y 150 víctimas de minas antipersona.2

“La situación se ha ido deteriorando desde 2017, año en el que el conflicto alcanzó su intensidad más baja de los últimos tiempos –afirma un historiador especialista en el conflicto, que prefiere permanecer anónimo–. El paramilitarismo es menos visible, pero se está fortaleciendo. Se dan todas las condiciones para que en poco tiempo surja un nuevo ciclo de violencia, si es que no estamos ya allí”. Ya no se trataría de una lucha armada con objetivos políticos –hacer la revolución, construir el socialismo–, sino que apuntaría a controlar los territorios abandonados por el Estado mediante el cobro de impuestos a las actividades que allí prosperan, especialmente el cultivo de la hoja de coca y el narcotráfico. En cuanto al regreso a la vida civil de los excombatientes, tanto desde el punto de vista político como socioeconómico, la situación es frágil y hay más fracasos que historias felices.

Cerveza para la paz

En Bogotá, en el barrio de Teusaquillo, Pastor Alape recibe a sus invitados en Lubianka, un bar dirigido por excombatientes con un nombre un tanto provocador, que evoca el edificio de la policía política soviética. Con su campera de jean y sus zapatillas Converse, este excomandante del Bloque Magdalena Medio, una de las siete divisiones del ejército de las FARC, cada una de ellas compuesta por varias decenas de frentes, fue también miembro del Secretariado, la máxima autoridad de la guerrilla. Alape es ahora delegado del partido Comunes, en el Consejo Nacional de Reincorporación (CNR), una institución conjunta compuesta por representantes del gobierno y de las FARC. Cuatro vehículos blindados y el doble de guardias de seguridad custodian la entrada del bar mientras arriba se abre una ronda de cerveza embotellada llamada Alap(e)az, en su honor. En los últimos años han florecido en el barrio microcervecerías y bares dirigidos por exguerrilleros. A pocas cuadras de Lubianka, Casa Alternativa sirve la Roja y la Casa de la Paz, la Trocha.

Sin embargo, no ha sido en la cerveza, sino a través del desarrollo de cooperativas agropecuarias, que los negociadores de La Habana habían planeado la reincorporación económica de sus tropas, que eran principalmente de origen campesino. Los acuerdos también dieron a los exguerrilleros la oportunidad de crear sus propias pequeñas empresas. Tanto si el proyecto refería a una cooperativa como a una empresa individual, cada firmante de los acuerdos de paz tenía derecho a una subvención inicial de ocho millones de pesos (unos 2.600 dólares al cambio de 2017). “A fines de 2021 –detalla Alape–, 116 proyectos colectivos, 80 por ciento de los cuales son agropecuarios y en los que participan 3.855 firmantes, habían sido aprobados por el CNR por un costo total de 43.500 millones de pesos (unos 11 millones de dólares al cambio de 2021), de los cuales 27,5 por ciento procedía de fondos de cooperación internacional”. En cuanto a los proyectos individuales, la Agencia Nacional de Reincorporación (gubernamental) ha validado casi 4.000. En total, un poco más de la mitad de los exmiembros de las FARC han encontrado su lugar en el proceso.

Algunos proyectos emblemáticos, como las mochilas La Montaña fabricadas en Antioquia por exmiembros del Frente 36, han servido de vidriera a las autoridades del país para el proceso de paz. En una cumbre de la organización no gubernamental Concordia, en Nueva York, el multimillonario Warren Buffet lució unas botas amarillas diseñadas por exguerrilleros de Tierra Grata (César), regalo del presidente Duque durante una visita de negocios.

El único problema es que “ninguno de los proyectos colectivos aprobados es todavía sostenible –afirma Alape sin reparos–. En cuanto a los proyectos individuales, la situación es peor: 90 por ciento está a punto de hundirse, según nuestra encuesta de seguimiento. Con los ocho millones se puede comprar tres lavarropas para abrir una lavandería o unas cuantas vacas, difícilmente más que eso”. Las instituciones gubernamentales se apuraron en financiar proyectos individuales condenados a la quiebra, en detrimento de los proyectos colectivos, al tiempo que han entorpecido la capacidad de acción de Ecomun, la institución dirigida por excombatientes que inicialmente debía gestionar el fondo de subvenciones para el financiamiento de las cooperativas.

Lejos de la capital, en los territorios, las cooperativas a duras penas se ponen en marcha, ya que las subvenciones han tardado en desbloquearse. Por no hablar de las dificultades de acceso a la tierra cultivable. “Desde que comenzó la guerra en 1964, la situación ha cambiado poco. El problema sigue siendo el mismo”, dice suspirando Erika Montero, excomandante del Frente 34 y representante de Comunes en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de Llanogrande (Antioquia). Desde la terraza de la casa que comparte con su marido exguerrillero, Isais Trujillo, excomandante del Bloque Noroeste, se divisa este campamento enclavado en el Nudo de Paramillo. Trujillo recuerda que la reforma rural integral obtenida por las FARC preveía la regularización de siete millones de hectáreas cultivadas por campesinos sin título y la distribución por parte del Estado de tres millones de hectáreas a campesinos sin tierra (incluyendo a las FARC). Al día de hoy, el catastro sigue en proceso de elaboración y, contrariamente a los anuncios de la Agencia Nacional de Tierras, que asegura haber redistribuido 400.000 hectáreas, una encuesta publicada en El Espectador revela que en realidad las hectáreas en esa situación son menos de 3.000.3

Lo provisorio y lo colectivo

Ubicado a siete horas de Medellín por una caótica ruta, el espacio territorial de Llanogrande se parece en todo a los otros 24 campamentos diseminados por el territorio: largas zonas de barracas de estructura metálica con techos de chapa y paredes de cartón yeso. Estaban pensados para durar seis meses. Los habitantes más tenaces los pintaron de colores vivos y plantaron begonias y yucas. Detrás de los edificios, los gallineros y huertas de subsistencia se abren paso por la ladera empinada. La cooperativa agropecuaria del campamento, Agroprogreso, acaba de obtener finalmente una parcela de 250 hectáreas para un proyecto de ganado de doble propósito (carne y leche), a dos horas de distancia. Todavía no se ha comprado el ganado. También está previsto otro proyecto de cultivo de limones, mientras que la primera cosecha de café tuvo lugar este año.

La cooperativa, que también pretendía desarrollar el ecoturismo antes de que la pandemia frenara sus ambiciones, ya había reconstruido un campamento guerrillero para realizar visitas guiadas y había abierto un pequeño albergue, que acogía a veces a naturalistas en misión en el Parque Nacional Natural Paramillo. Por el momento, el lugar no permite que los habitantes del campamento se sustenten. El pago de la “renta básica” (90 por ciento de un salario mínimo, es decir, unos 215 dólares) y las ayudas alimentarias, renegociadas periódicamente, no alcanzan para mantener a unas familias que han crecido de forma considerable desde el final de la guerra como consecuencia de los nacimientos y la reagrupación familiar (38 por ciento de los colombianos estaban en situación de pobreza en 2021).4 Menos de un centenar de los 320 combatientes que acudieron a Llanogrande para dejar las armas siguen viviendo en este campamento aislado. Muchos se fueron para buscar trabajo en otras partes, a menudo como jornaleros en las grandes explotaciones agrícolas.

Mientras el desarrollo de las cooperativas se ralentiza, la vida colectiva que estructuraba la vida cotidiana de los exguerrilleros se desvanece. En Llanogrande, la “rancha”, preparación colectiva de las comidas, se practica solamente para algunas raras ocasiones, como Navidad y Año Nuevo. En el espacio territorial de Pondores (La Guajira), los pequeños candados colocados en la puerta de cada baño indican que la limpieza ya no es una tarea compartida. En San José de León (Antioquia), el convite (campo de trabajo colectivo) del sábado por la mañana, convocado para reparar la ruta de bajada al pueblo, que se había hundido por el mal tiempo, se canceló por falta de voluntarios. Montero reconoce la dificultad de la transición de una organización jerárquica a la autogestión. “No estábamos para nada preparados para esto. En la guerrilla, solíamos decir ‘papá FARC y mamá FARC’. La organización te proporcionaba de todo lo que necesitabas, aunque ‘todo’ no fuera mucho: una mochila, un arma, ropa, comida y un buen enfermero”.

En contra de lo que cabría imaginar, los ETCR no se han convertido en pueblos comunistas autogestionados. Tanja Nijmiejer advierte contra las proyecciones formuladas desde el exterior: “No, ya no es lo mismo, pero ¿cómo podría serlo? La situación no es la misma que cuando estábamos en el monte viviendo todos juntos. Ahora estamos inmersos en la sociedad capitalista, nos guste o no”. Tras unirse a la guerrilla a principios de los años 2000, bajo el mando del Mono Jojoy, líder histórico del Bloque Oriental, la holandesa de las FARC vive lejos de las miradas indiscretas, al pie de las montañas de Cali. Tras su desmovilización, retomó los estudios en la universidad, dicta cursos de inglés en línea y acaba de publicar una autobiografía en los Países Bajos. Todavía está en la lista roja de Interpol por haber servido de traductora a los soldados estadounidenses capturados por las FARC y no puede salir de este país que se ha vuelto “una bonita prisión” para ella. Su pareja, Boris Guevara, se ha lanzado al diseño gráfico y a la producción de documentales dedicados a la memoria de las luchas. Gracias a un préstamo familiar, la pareja ha emprendido la construcción de una pequeña casa custodiada por tres “finos”, esos perros de caza de orejas caídas.

“Creo que hubo un período de ‘cada uno por su lado y sálvese quien pueda’ después de la guerra, pero que los valores no se han perdido y que poco a poco volveremos a encontrar lo colectivo”, insiste. Yo misma sentí la necesidad de desconectarme. Ahora tengo mi trabajo, mi casa y quiero dedicarme a nuestra cooperativa. ¡Me da mucha esperanza!”. Con su pareja, trabaja en la creación de una tienda digital para comercializar los productos de la cooperativa agropecuaria de sus camaradas.

En el otro extremo del país, cerca de Cartagena, Audrey Millot, la única combatiente francesa de las FARC, que estuvo implicada en el movimiento guerrillero durante quince años, también cree en el surgimiento de una economía social y solidaria: “En este proceso en construcción, vamos a tener que competir con el capitalismo en su versión neoliberal. Esta es la única batalla que parece estar a nuestro alcance por el momento”, confiesa.

Su optimismo inquebrantable no deja lugar a las ilusiones sobre la estrategia de salida del conflicto. “Hemos sido ingenuos a la hora de entregar las armas –analiza Nijmiejer–. En el marco de una negociación –y esta palabra es importante–, se suponía que la contrapartida era un cierto número de cambios, una reforma agraria, la democratización de las instituciones, un plan de sustitución de los cultivos de coca... Pero ¿cómo podemos exigir hoy que se respeten estos acuerdos?”. Esta observación es compartida por muchos, incluso entre los mayores.

Vieja guardia

En un pequeño departamento de planta baja, resguardado del calor aplastante del centro de Cali, Miguel Pascuas enfatiza: “Creo que, si todavía hubieran sido Manuel Marulanda, Jacobo Arenas y Alfonso Cano quienes dirigían las FARC, habríamos aceptado la paz, pero no habríamos entregado las armas. Las hubiéramos guardado y controlado. Hoy, el gobierno no respeta los acuerdos. Y por eso algunos vuelven a la guerrilla”. A sus 81 años, Pascuas es el último fundador de las FARC vivo. Rodeado de dos de sus hijas que lo cuidan, el viejo comandante habla con una voz suave que a veces vacila, con las manos juntas entre las rodillas. No se arrepiente de nada, porque “no había otra opción que la guerrilla en aquel momento”, ni muestra ninguna complacencia hacia los actuales grupos armados “muy desorganizados”, con muchos “bandidos” en sus filas que matan a civiles inocentes, cuando no se están disparando entre ellos. “Yo fui serio en la guerra, quiero serlo también en la paz”, repite el excomandante.

Benedicto González, de paso por el Espacio Territorial de Pondores, no muy lejos de la frontera con Venezuela, no tiene pelos en la lengua al referirse a la dirección de las ex FARC. Surgido de las Juventudes Comunistas, era responsable de la educación y la propaganda dentro del Frente 41. Se quedó en Colombia cuando la delegación de negociadores se dirigió a La Habana y ocupó un rol aún más importante. “Habíamos fijado líneas blancas. No se podía aceptar el modelo de Desarme, Desmovilización y Reintegración (DDR) de la ONU para la resolución de conflictos. En términos prácticos, esto significaba que no entregábamos nuestras armas, sino que accedíamos a deponerlas, como había hecho el IRA [Ejército Republicano Irlandés]. No nos estábamos desmovilizando, nos estábamos movilizando en el terreno político. No nos reintegrábamos porque nunca habíamos estado excluidos de la sociedad. Pero eso es lo que terminó sucediendo. La gente se siente engañada y la dirección es responsable de ello”.

Como sustituto temporal en el Congreso de Jesús Santrich –exdirigente de las FARC y negociador de los acuerdos, partidario de una línea firme con el gobierno y asesinado por mercenarios en mayo de 2021–, abandonó el Consejo Nacional de un partido en el que ya no se reconoce. “Se ha abandonado el objetivo de tomar el poder a favor de la estrategia del camaleón, que adapta su discurso en función de su entorno. Incluso los contenidos programáticos quedaron relegados a un segundo plano. No se ve ninguna acción contra las multinacionales, por ejemplo, o por el acceso a la tierra”.

Cécile Marin.

Cécile Marin.

Comunes y distintos

Llamado Fuerza Alternativa Revolucionaria de Colombia (FARC) cuando llegó al Congreso, el partido adoptó un nuevo nombre en 2021. “Propuse que cambiáramos el nombre porque la sigla FARC lleva la carga del conflicto, la guerra y la desolación”, explicó su presidente, Rodrigo Londoño, alias Timochenko, en una entrevista con la radio La FM, el 25 de enero de 2021. Si abandonaron la estrategia de la lucha armada y su nombre histórico, ¿siguen las ex FARC abrazando un proyecto comunista revolucionario? “El nombre Comunes está ligado a esta concepción ideológica”, asegura Carlos Antonio Lozada, alias Julián Gallo, excomandante del Bloque Oriental y miembro del Secretariado de las FARC, que nos recibe en su oficina de paredes despojadas en la sede del partido en el barrio de La Soledad.

Cabeza de lista en el Senado, fue reelecto para un segundo mandato y seguía haciendo campaña unas semanas antes, repartiendo a los paseantes dominicales en busca de verde en el Park Way folletos estampados con una paloma de la paz coronada por una rosa roja, el nuevo logo de Comunes. A pesar de contar con diez bancas en el Congreso (cinco en el Senado y cinco en la Cámara de Representantes), asignadas automáticamente por los acuerdos de paz para dos mandatos de cuatro años, los activistas de Comunes se dedicaron a hacer campaña para intentar convencer y construir una base electoral de cara a 2026. “Queremos democratizar la sociedad colombiana. No parece una propuesta revolucionaria visto desde Europa, pero aquí es totalmente revolucionaria”, dice el senador con una media sonrisa. A esto le sigue un análisis marxista ortodoxo de la situación económica del país: Colombia se encuentra todavía en una etapa premoderna de desarrollo, como lo demuestra el estado de la propiedad de la tierra, basado en el “modelo feudal” del latifundio. Según el senador saliente, habría que empezar por “desarrollar el capitalismo antes de hablar de una sociedad poscapitalista”. Concluyó: “Este sigue siendo nuestro objetivo, pero de momento no es alcanzable. Quien afirme que es posible es un soñador”.

A la hora de justificar los resultados negativos de Comunes en las elecciones legislativas de marzo de 2022 (52.000 votos, es decir, 0,15 por ciento), el argumento es el mismo: con sus bancas aseguradas en el Congreso, los partidarios habrían preferido dar una oportunidad al Pacto Histórico de Petro y Márquez. Los delegados del partido se niegan a ver esto como un voto de desconfianza. Sin embargo, incluso después de más de cincuenta años de lucha en defensa de los más desfavorecidos, la etiqueta de las FARC no es popular. En Turbaco, una localidad de 70.000 habitantes cercana a la costa caribeña, el exguerrillero Julián Conrado fue el único exmiembro de las FARC elegido para dirigir un municipio de este tamaño en las elecciones municipales de 2019. Para ganar, eligió la etiqueta “Colombia Humana” (centroizquierda). En su profesión de fe, sustituye la demanda de “Paz y justicia social” de sus excamaradas por un lema más consensual: “Amando, venceremos”.

Los estragos de medio siglo de guerra, la supremacía del discurso mediático que los presenta como “narcoterroristas”, así como el cambio demográfico urbano-rural, han aislado a las FARC, esencialmente rurales, de una parte de la población colombiana. Mientras que entre los guerrilleros la disolución de la organización jerárquica ha profundizado las divisiones políticas y ha hecho aflorar voces divergentes. Victoria Sandino e Israel Zúñiga, congresistas y excomandantes, crearon en 2021 su propio movimiento llamado Avanzar y la Mesa Autónoma de Reincorporación, presentada como un foro de diálogo directo con el gobierno, al margen del partido Comunes por el que una proporción creciente de los firmantes del acuerdo de paz ya no se siente representada.

“Del fusil a las cacerolas”

Otro de los grandes cambios en la organización de las ex FARC desde la salida del conflicto es el retroceso de la igualdad de género. El regreso a la vida civil de 13.000 personas procedentes de una microsociedad donde la igualdad de género era de rigor podría haber tenido un impacto mayor. No fue así. “Algunos camaradas se pusieron en pareja con civiles demasiado acostumbradas a ser sumisas y olvidaron rápidamente que dentro de las FARC hacíamos todo equitativamente, la cocina, la lavandería y la guerra”, dice con ímpetu Yudis Cartagena, vicepresidenta del Espacio Territorial de Pondores, que se ocupa ella sola de su padre, su hija discapacitada y su nieta, a la que cría. En cuanto a las guerrilleras, pagan muy cara su reinserción en una sociedad patriarcal y machista. Como dice el refrán, pasaron “del fusil a las cacerolas”.

El nacimiento de cientos de niños con el “babyboom de la paz” provocó una repentina reasignación de los roles sociales de género. En el monte, no solamente era impensable, sino que estaba prohibido tener hijos. A partir de 2016, al acercarse la firma de los acuerdos de paz, los bombardeos y las largas caminatas por el bosque cesaron. “Cuando las mujeres llegaron a los Espacios Territoriales para deponer las armas, muchas estaban embarazadas o con bebés en brazos. Hubo muchos niños. Pero no había guardería, nada había sido pensado para los niños. Así que se encontraron a cargo del cuidado y la educación”, recuerda Sandino, una comandante que ahora es senadora. Ella admite que se dio cuenta tarde de que la igualdad entre combatientes varones y mujeres se debía más a la necesidad en el contexto de guerra que a un compromiso profundo con los ideales igualitarios socialistas. La influencia del mundo rural tradicional y la presión social, en particular en el contexto de la reagrupación familiar, también pueden explicar este retroceso. “Aún no estamos en condiciones de cuantificarlo con precisión, pero es probable que sea evidente en términos de estudios: las guerrilleras abandonaron su formación para ocuparse de los hijos”. Y si algunas consiguen conciliar las tareas domésticas, la formación y las responsabilidades dentro de las cooperativas, es a costa de un esfuerzo considerable.

Inconfundible en medio de una multitud compacta y jovial, gracias a su flamante sombrero de fieltro naranja, Sandino llegó a Bogotá el 8 de marzo para marchar en ocasión del Día internacional de la lucha por los derechos de la Mujer, junto a Nijmiejer y otras camaradas. En su muñeca izquierda, el pañuelo verde de las activistas a favor del derecho al aborto legal. En la derecha, el pañuelo naranja fluorescente de Avanzar y en su remera, la figura de Mariana Páez, la primera guerrillera que se incorporó al Estado Mayor Central de las FARC en los años 2000. A pesar del retroceso en la igualdad de género entre los excombatientes, Sandino cree que los movimientos feministas se han visto fortalecidos por los diálogos en La Habana dentro de la Comisión de Género entre guerrilleras y colectivos de la sociedad civil. No solamente permitieron a las guerrilleras tomar conciencia –a veces dolorosamente– de los límites de la igualdad dentro de su propia organización, sino que condujeron a la redacción de acuerdos de paz con una perspectiva de género transversal: un enfoque diferencial en el acceso a la propiedad de la tierra para las mujeres campesinas o el reconocimiento de la condición de víctimas del conflicto, medidas para combatir la discriminación sexual y de género. “Incluso me atrevería a decir –sostiene Sandino– que, aunque también es el resultado de los cambios en la sociedad, esta perspectiva de género que hemos establecido en Cuba ha desencadenado una ola impresionante de nuevas formas de lucha feminista, lideradas por jóvenes mujeres. Nuestro rol hoy es apoyarlas”. La llegada a la vicepresidencia de una activista afrofeminista, Francia Márquez, parece darle la razón.

En el campamento de los exguerrilleros, la victoria de Petro y el Pacto Histórico se celebró sin reservas. El hecho de que un exguerrillero del M19 y una exempleada doméstica tomen las riendas del país marca un punto de inflexión en la vida política colombiana desde el asesinato en 1948 del candidato presidencial Jorge Eliecer Gaitán. La muerte de quien fuera el primer político que se pronunció sobre la desigualdad social y el acceso a la tierra desencadenó una guerra civil que dio origen a la primera guerrilla marxista: las FARC. Pero ¿podrán los nuevos políticos elegidos llevar a cabo una verdadera transformación social? La noche de su elección a la presidencia, Petro sin dudas hizo promesas de cambio y paz, exigió al procurador general de la Nación la liberación de los manifestantes encarcelados durante la huelga nacional y, como símbolo fuerte, le pasó el micrófono a una de las madres de los “falsos positivos”, los jóvenes campesinos ejecutados por el Ejército y luego disfrazados de “guerrilleros muertos en el combate” en una lógica de números.

“Vamos a desarrollar el capitalismo. No porque nos guste el sistema, sino porque tenemos que salir del feudalismo”, aseguró el nuevo presidente, electo con 50,44 por ciento de los votos, en un discurso que corroboraba la teoría propiciada por Comunes, pero que sobre todo pretendía tranquilizar a la burguesía empresarial, que no dejó de agitar el espantapájaros venezolano durante la campaña. Con un Congreso que sigue siendo predominantemente de derecha y extrema derecha, el margen de maniobra del nuevo gobierno será limitado y los obstáculos para las futuras reformas serán numerosos. Los excombatientes de las FARC, sin hacerse ilusiones sobre las dificultades que se avecinan, quieren seguir esperando que se respeten sus acuerdos de paz. Para salir finalmente del punto muerto.

Pierre Carles y Léa Gasquet, respectivamente, director de cine y periodista. Traducción: Emilia Fernández Tasende.


  1. “Cinco conflictos armados en Colombia, ¿qué está pasando?”, Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), Ginebra, 6-12-18. 

  2. “Colombia, impacto y tendencias humanitarias entre enero y diciembre de 2021”, Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCAH), Ginebra, 31-12-21. 

  3. David Franco Mesa y Milton Valencia-Herrera, “El futuro sin tierras para los campesinos”, El Espectador, Bogotá, 20-2-22. 

  4. Fuente: Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) de Colombia.