Relator especial sobre la Tortura de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, el autor de este artículo analiza la doble vara judicial británica para medir a un exdictador y al fundador de WikiLeaks, organización que filtró desde 2006 más de un millón de documentos secretos sobre la actividad exterior de Estados Unidos.
Como relator especial sobre la Tortura, he recibido el mandato del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas de velar por el respeto de la prohibición de la tortura y los malos tratos en el mundo, examinar los alegatos de violación de esta prohibición, y transmitir preguntas y recomendaciones a los Estados implicados con la finalidad de esclarecer los casos individuales. Al investigar sobre el caso de Julian Assange encontré pruebas irrefutables de persecución política y de arbitrariedad judicial, así como de tortura y de malos tratos deliberados. No obstante, los Estados responsables se negaron a cooperar conmigo para emprender las medidas de investigación requeridas por el derecho internacional.
El caso Assange es la historia de un hombre perseguido y maltratado por haber revelado los sórdidos secretos de los poderosos, particularmente los crímenes de guerra, tortura y corrupción. Es la historia de una arbitrariedad judicial deliberada en democracias occidentales que no obstante insisten en presentarse como ejemplares en materia de derechos humanos. Es, asimismo, la historia de una deliberada conspiración de los servicios de inteligencia a espaldas de los parlamentos nacionales y de la opinión pública. Es, por último, la historia de reportajes manipulados y manipuladores en los grandes medios de comunicación con el objetivo de aislar, satanizar y deliberadamente destruir a un individuo en particular.
En una democracia regida por el Estado de derecho, todo el mundo es igual ante la ley. En esencia, esto significa que los casos comparables deben ser tratados de la misma manera. Como Julian Assange hoy, Gran Bretaña también puso al exdictador Augusto Pinochet bajo detención con extradición pendiente, del 16 de octubre de 1998 al 2 de marzo de 2000. España, Suiza, Francia y Bélgica querían llevarlo a juicio por tortura y crímenes contra la humanidad. Como Assange en la actualidad, Pinochet en ese entonces se describía como “el único preso político de Gran Bretaña”.
Sin embargo, contrariamente a Assange, Pinochet no estaba acusado de haber obtenido y publicado pruebas de tortura, asesinatos y corrupción, sino de haber efectivamente cometido, ordenado y consentido tales crímenes. Por otra parte, contrariamente a Assange, no era considerado como una amenaza para los intereses del gobierno británico sino como un amigo y un aliado de la época de la Guerra Fría y –punto crucial– durante la Guerra de las Malvinas.
Así, cuando un tribunal británico osó aplicar la ley y levantar la inmunidad diplomática de Pinochet, esta decisión fue inmediatamente anulada. La razón esgrimida fue la posible parcialidad de uno de los jueces. Aparentemente este, en un momento determinado, había sido voluntario en una colecta de fondos de la organización local de defensa de los derechos humanos, Amnistía International, que era codemandante en ese caso. Pero volvamos a Assange. En este caso, la jueza Emma Arbuthnot, cuyo marido había sido denunciado por WikiLeaks en repetidas ocasiones, no sólo fue autorizada a pronunciarse sobre la orden de arresto de Assange en 2018, sino que, a pesar de un pedido de recusación bien documentado, igualmente presidió el proceso de extradición de este último hasta que la jueza Vanessa Baraitser tomó el relevo en el verano de 2019. Ninguna de sus decisiones fue anulada.
Pinochet, acusado de ser directamente responsable de decenas de miles de violaciones graves a los derechos humanos, no fue insultado, humillado o ridiculizado por jueces británicos durante las audiencias públicas y no fue puesto en aislamiento en una cárcel de alta seguridad. Cuando fue detenido, el entonces primer ministro británico, Anthony Blair, no le expresó al Parlamento su satisfacción de ver que “en Reino Unido nadie está por encima de la ley”, y no hubo una carta abierta de 70 parlamentarios pidiéndole con fervor al gobierno que extraditara al exdictador a los países solicitantes. Al contrario, Pinochet transcurrió su detención con extradición pendiente en un lujoso arresto domiciliario vigilado, en una casona cercana a Londres en la que estaba autorizado a recibir a visitantes sin límite, desde un cura chileno privado en Navidad hasta la exprimera ministra Margaret Thatcher. En cambio, Julian Assange, quien expresa verdades que molestan, acusado de periodismo más que de tortura y de asesinato, no goza de arresto domiciliario. Está reducido al silencio en aislamiento.
Como en el caso de Assange, el estado de salud de Pinochet fue una cuestión decisiva. A pesar de que el propio general hubiera rechazado de manera categórica la idea de una liberación por razones humanitarias, quien era en ese momento ministro del Interior británico, Jack Straw, ordenó un examen médico a Pinochet que concluyó que el exmilitar golpista y dictador sufría de amnesia y de problemas de concentración. Cuando varios de los gobiernos que solicitaban su extradición exigieron una segunda opinión independiente, el gobierno británico se negó. Straw decidió por sí mismo que Pinochet no estaba en estado de soportar un juicio y ordenó su inmediata liberación y repatriación.
Al contrario que Estados Unidos en el juicio de extradición de Assange, los Estados que reclamaban la extradición de Pinochet no tuvieron la posibilidad de apelar. En el caso de Assange, muchos informes médicos independientes, así como mis constataciones oficiales en tanto relator especial de la ONU sobre la tortura, fueron ignorados e, incluso cuando apenas era capaz de pronunciar su propio nombre ante el tribunal, el juicio siguió sin tener en cuenta el deterioro de su estado de salud y su incapacidad de ser juzgado.
Como en el caso de Pinochet, la extradición de Assange fue –al menos en un primer momento– rechazada por razones médicas. Sin embargo, mientras que Pinochet fue liberado y repatriado de inmediato, privándose de ese modo a los Estados que pedían su extradición de cualquier recurso jurídico, Assange fue reenviado enseguida al aislamiento, se rechazó su liberación bajo fianza y Estados Unidos fue invitado a apelar ante el Tribunal Superior de Justicia, asegurando así la perpetuación del calvario de Assange y su silencio durante el resto de un procedimiento que podría extenderse durante varios años.
La comparación de estos dos casos demuestra la “doble vara” aplicada por las autoridades británicas y cómo, en Reino Unido, en definitiva, no todo el mundo es igual ante la ley. En el caso de Pinochet, el objetivo era obsequiarle a un exdictador y a un fiel aliado la impunidad por presuntos crímenes contra la humanidad. En el de Assange, el objetivo es reducir al silencio a un disidente molesto cuya organización, WikiLeaks, cuestiona precisamente este tipo de impunidad. Las dos aproximaciones están sólo motivadas por la política del poder y son incompatibles con la justicia y el Estado de derecho.
Los grandes medios gráficos en Estados Unidos, Reino Unido y Australia parecen no haber comprendido todavía el peligro existencial que el juicio de Julian Assange representa para la libertad de prensa, el respeto de los procedimientos, la democracia y el Estado de derecho. La dolorosa verdad es que bastaría con que las principales organizaciones mediáticas de la angloesfera así lo decidiesen para que la persecución de Assange cesara de inmediato.
El caso de Iván Golunov, un periodista de investigación ruso especializado en la denuncia de la corrupción oficial, puede servir de ejemplo. Cuando Golunov fue detenido de improviso por presuntos delitos de drogas en el transcurso del verano de 2019, la prensa masiva rusa comprendió sin dilaciones de qué se trataba. “Somos Iván Golunov”, proclamaron las idénticas portadas de los tres principales diarios rusos, Vedomosti, RBC y Kommersant. Los tres medios pusieron abiertamente en duda la legalidad del arresto de Golunov, sospecharon que era perseguido por sus actividades periodísticas y exigieron una investigación exhaustiva. Sorprendidas en flagrante delito y puestas bajo los reflectores de sus propios medios de comunicación, las autoridades rusas dieron marcha atrás algunos días más tarde. El presidente Vladimir Putin insistió en ordenar la liberación de Golunov y en destituir a dos altos funcionarios del Ministerio del Interior. Esto probó que el arresto de Golunov no fue el resultado de la mala conducta de algunos oficiales de policía incompetentes, sino que fue orquestado desde el más alto nivel.
No hay dudas de que una acción de solidaridad comparable llevada a cabo conjuntamente por The Guardian, la BBC, The New York Times y The Washington Post pondría fin al instante a la persecución contra Julian Assange. Porque si hay algo que los gobiernos temen, es el foco de los reflectores mediáticos y el examen crítico de la prensa. En cambio, lo que sucede es que los grandes medios de comunicación británicos, estadounidenses y australianos actúan de modo demasiado débil y demasiado tarde. Como siempre, sus reportajes siguen oscilando entre lo insípido y lo inestable, relatando con docilidad los eventos cotidianos que se desarrollan en los tribunales sin siquiera comprender que son testigos de los efectos secundarios de una regresión social monumental, que los hace pasar de las garantías de la democracia y del Estado de derecho a los años sombríos del absolutismo y de los arcana imperii –un sistema de gobernanza fundado sobre el secreto y el autoritarismo–.
Un puñado de editoriales y de crónicas poco entusiastas, poco audaces, que en The Guardian y The New York Times que reprueban la extradición de Assange alcanzan para convencer. Si estos dos diarios declararon tímidamente que la condena de Assange por espionaje pondría en peligro la libertad de prensa, ni un solo medio de comunicación masivo protestó contra las flagrantes violaciones del procedimiento ordinario, de la dignidad humana y del Estado de derecho que marcaron al conjunto del juicio. Ninguno les pidió a los gobiernos implicados que rindieran cuentas de sus crímenes y de su corrupción; ninguno tiene la valentía de plantearles preguntas molestas a los dirigentes políticos. No son más que la sombra de lo que en el pasado fue el “cuarto poder”.
Nils Melzer, jurista, Relator Especial sobre la Tortura de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Autor de L’Affaire Assange. Histoire d’une persécution politique, Éditions critiques, París, que se publicará en Francia el 15 de setiembre. Traducción: Micaela Houston.