Dos años después del comienzo de la pandemia de covid-19, ¿qué fue de Wuhan, la primera ciudad en el mundo en ser confinada? ¿Cómo viven sus nueve millones de habitantes, entre ellos la escritora Fang Fang, que en ese entonces escribió un registro diario de los eventos? Antes celebrada en China, la autora, devenida persona non grata en su propio país, ofrece su testimonio.

El 23 de enero de 2020, las autoridades chinas anunciaban la puesta en cuarentena de Wuhan debido a una “epidemia de neumonía de coronavirus”.

Al residir en esta megalópolis del centro de China, me vi encerrada en ella, al igual que otros millones de personas. Muy rápidamente, el miedo y el pánico nos inundaron. La sombra de la muerte rondaba la ciudad. Circulaba información sobre hospitales al borde del colapso. De golpe, nuestras vidas cayeron en la incertidumbre más completa. ¿Estaba contaminada? ¿Lo estaban mis allegados? Y si resultaba que lo estábamos, ¿nos admitirían en el hospital? ¿Podía suceder que la ciudad se viera librada a sí misma (según el rumor, Wuhan estaba en ese entonces rodeada por unidades militares de defensa bioquímica)? Cuando hizo su aparición, este virus era desconocido. Feroz. Aterrador. En la cabeza de todos, contagiarse era estar, casi con seguridad, condenado a morir. Atrapados en la ciudad estábamos a su merced, presos del terror.

Es entonces que una revista [de Shanghái] me contactó para sugerirme escribir un “diario de confinamiento”. Así, desde el tercer día de la cuarentena comencé a relatar en internet el progreso de la epidemia y la vida de los habitantes de Wuhan. Era el 25 de enero, día del año nuevo chino.

Subí esos textos a Weibo...1 Pequeños relatos escritos al correr de la pluma, especie de reportes. Sin forzarme a ningún trabajo de construcción ni a cuidar el estilo. Los veía como materia prima que más adelante podría retomar. Al comienzo no había previsto escribir uno cada día. No había imaginado que estaríamos confinados tanto tiempo y, menos aún, que esta epidemia iba a extenderse al mundo entero. Consideraba las cosas de manera muy simple, sin dudas por deformación profesional: estaba en el lugar, me iba a informar entrevistando a las personas a mi alrededor y luego reportar con la mayor fidelidad posible el desarrollo de los acontecimientos.

Sin haberlo premeditado en lo más mínimo, terminé escribiendo 60 de esos relatos, parando una vez que la epidemia estuvo controlada [el 24 de marzo de 2020]. Dos semanas después se levantó oficialmente la cuarentena de Wuhan. Duró 76 días. Un acontecimiento sin precedentes en la historia de la ciudad.

El tiempo vuela. Pasaron dos años en un abrir y cerrar de ojos. En la primavera de este año me volví a sumergir en mi “Diario de Wuhan”,2 tras decidir revisar una vez más el texto. Página tras página, todo volvió a mi memoria: esos momentos de tensión, de lucha sin pausa; la atmósfera pesada, la confusión, la desolación; los gritos, los llamados de ayuda; los nombres y los rostros; el amor y el enojo; la sangre y las lágrimas. ¡Lo feliz que estoy de haber dado mi testimonio de todo aquello día tras día! Sin esos relatos, sin todos los detalles que contienen, muchas cosas serían definitivamente olvidadas. Y al ver hoy las calles de Wuhan iluminadas por la noche, a sus habitantes leyendo el diario o navegando en internet a toda hora, podríamos tener la impresión de que no pasó nada. Sin embargo, fue apenas hace dos años.

Según un famoso adagio de la China antigua, “el Maestro, encontrándose al borde de un río, dijo: ‘¡Todo pasa como esta agua! Nada se detiene ni de día ni de noche’”.3 Evoca con melancolía el tiempo que transcurre, al que nunca nada pudo frenar. Ya sea que uno esté envuelto en la alegría o se ahogue en la tristeza, en los placeres o en el sufrimiento, que uno tenga el corazón liviano o afligido por el dolor, que uno esté agobiado de desdichas o colmado de felicidad, el tiempo igual nos ignora. Nos supera. Como el agua, pule los recuerdos hasta hacerlos desaparecer. Como el viento, borra incluso lo que está grabado en la piedra. Entonces, cada vez que me preguntan si Wuhan cambió, contesto que allí todo está más o menos como antes. Sí, más o menos. Una ciudad no es más que un espacio de vida para las personas, que se inserta en el tiempo a su manera, siguiendo su propio camino. Catástrofe o no, lo que está destinado a cambiar en ella cambia, y el resto permanece igual. Entonces sí, puede que hayan surgido menos edificios, que algunos comercios hayan quebrado, o tal vez que una calle u otra haya sido renovada... Pero estas cosas hubieran sucedido de todas formas, incluso si no hubiera habido epidemia. Salvo por los estragos de una guerra, las transformaciones que afectan a una ciudad son poco visibles; a menudo ni siquiera se les presta atención. Entonces no hay mucho para decir al respecto, como de una jornada ordinaria.

Por el contrario, lo que la epidemia hizo fue cambiar a las personas. Las que vivían allí y a las que hizo sufrir tanto.

Recuerdo una mujer cuyo seudónimo en internet era “alma en pena”. Una madre. Durante el confinamiento, su hija única, contagiada, murió. Para esta mujer fue como si se hubiera caído el cielo. En su cuenta de Weibo no cesaba de exhortar a los responsables a responder por sus acciones, gritándoles que el fallecimiento de su hija no podía permanecer sin explicaciones. Pero la censura, con su arsenal de prohibiciones y las suspensiones de las cuentas de los contraventores, vuelve apenas audible las voces que se alzan, como la suya. Y los lamentos de esta mujer nunca más llegaron a mis oídos.

¿Cuántas “almas en pena” hay en Wuhan, se trate de madres o de niños? Sin hablar de todas esas familias en las cuales varios miembros murieron en el espacio de algunos días. Pienso que el profundo dolor dejado por el año 2020 en el corazón de los sobrevivientes de esos hogares rotos siempre estará presente, ya sea que la ciudad cambie o no.

Hoy, en Wuhan, el virus ya no siembra la muerte a su alrededor como al comienzo, y sin embargo las medidas de prevención siguen estando en el corazón de la existencia de sus habitantes. Modificaron nuestro modo de vida, nuestras costumbres y el estado de ánimo de cada uno de nosotros. Así, todo el mundo debe tener un teléfono móvil, poder presentar un código QR verde, llevar una mascarilla. Tenemos que hacer fila para un test de detección PCR, a veces dos, tres días seguidos. Si no lo hacemos, el código QR pasa inmediatamente de verde a gris –lo cual bloquea el acceso a todos los lugares públicos–. Ómnibus, metro, escuelas, centros comerciales, bancos, correos, todos esos lugares que forman parte de la vida cotidiana son inaccesibles sin un código QR verde. Sin este “ábrete sésamo” ni siquiera se puede tomar la autopista. Nunca tanto como hoy la vida nos llevó a sentirnos tan desamparados.

Mi destino también cambió a causa de esta epidemia. El día mismo en que se levantó la cuarentena de Wuhan, el 8 de abril de 2020, la traducción de mi diario se lanzó a la preventa en internet en Estados Unidos y en Alemania. En China, la noticia enseguida levantó polvareda. Me convertí en el blanco de una oleada de insultos. De pronto se me acusó de todos los males. A pesar de que este diario me lo había encargado una revista china, de repente era sospechosa de haberlo escrito por instigación de Estados Unidos. Su publicación en el exterior ‒no hay cosa más común para una escritora‒ esta vez fue considerada “inusualmente rápida”.

Todo debido a que testimoniaba la vida cotidiana y el estado de ánimo de la población durante la cuarentena, porque allí criticaba a las autoridades por haber ocultado la verdad y tardado en reaccionar en los primeros días de la epidemia, porque compartí mi compasión por aquellos que habían sucumbido al virus, y más aún, porque llamaba incesantemente a los responsables a que se hicieran cargo de sus acciones. Ahora bien, traducir y publicar esta realidad en otros idiomas era tornarla inteligible fuera de nuestras fronteras. Me convertí en aquella que les había “provisto el cuchillo” a las fuerzas antichinas de Occidente, una “vendida”, una “traidora a la patria”.

Fui atacada con violencia en internet durante más de un año. Un reguero de calumnias e injurias circularon por doquier en la red. Hubo personas que vociferaron que iban a venir a Wuhan a matarme en grupo, otras lanzaron un llamado al círculo de artes marciales para que enviaran a sus miembros a darme una paliza. Alguien pegó carteles insultantes en las paredes de la ciudad. Se sugirió representarme bajo la forma de una escultura humillante. Incluso se hizo correr el rumor de que había huido a Estados Unidos y que, una vez allí, el gobierno estadounidense me habría expulsado o que se habría emitido una orden de arresto en mi contra, forzándome a huir nuevamente.

Todo esto sin contar los innumerables videos, canciones y dibujos que buscaban desacreditarme. Ante ese despliegue, no tuve la posibilidad ni de responder ni de contraatacar. Fui completamente censurada: la más mínima entrevista, el más mínimo comienzo de explicación eran suprimidos apenas publicados. En los medios de comunicación mi nombre se convirtió en tabú: aún hoy es remplazado por asteriscos.

En cuanto a las autoridades, lejos de formular un juicio racional, fundado en lo que había escrito en Diario de Wuhan, prefirieron confiar en las interpretaciones sesgadas de internautas malintencionados que se fundaban en simples extractos y lanzar una represión ciega contra mí. Las sanciones que se tomaron en mi contra no tienen sentido: tengo prohibido publicar cualquier cosa en China y participar en cualquier manifestación literaria o de interés público. No sólo los medios de comunicación deben callar mi nombre, sino que les está estrictamente prohibido a los investigadores emprender el más mínimo trabajo universitario sobre mis obras.4 Y cuando un medio de comunicación independiente, a pesar de todo, toma la iniciativa de brindarme la palabra, el artículo es enseguida censurado, y a veces el sitio resulta bloqueado. Esto llega más lejos aún: recibo sin descanso llamados de personas que ocupan altos puestos oficiales que me hacen advertencias, recordándome que tengo prohibido aceptar entrevistas de medios de comunicación extranjeros. Escuchan mis conversaciones, estoy bajo vigilancia... Y, sin embargo, en el momento en que salgo de casa, me llaman para saber en dónde estoy, con el pretexto de que se “preocupan” por mí.

El año pasado, en junio, algunos amigos me propusieron ir con ellos a Lizhuang [conocida por su casco antiguo], en Sichuan. Fuimos en auto. A mitad de camino recibieron llamados urgentes de sus respectivos trabajos intimándolos a volver esa misma noche, luego la policía los citó varias veces para interrogarlos. Por su parte, el hotel en el que tenía previsto albergarme en Lizhuang se vio obligado a rechazar hospedarme. Y no era más que un pequeño viaje entre amigos...

Vivir de esta manera hace que uno experimente un gran sentimiento de impotencia. Llamo a esta opresión de las autoridades “violencia fría de Estado”. Desde que el poder y ciertas fuerzas malintencionadas en el seno de la población llegaron a un consenso, se unieron y cooperan, no me queda más que el silencio. Una triste realidad, ¡pero de una tristeza que no me concierne!

Muchas cosas ya no serán como antes. La libertad a la que aspiramos, la apertura que tanto deseamos, la vida que quisiéramos, se alejan de nosotros. Ante esta constatación no encuentro ninguna razón para ser optimista, pero a pesar de todo tengo la valentía y la fuerza de elegir resistir, serenamente.

Fang Fang, escritora. Últimos libros publicados: Diario de Wuhan (Seix Barral, Barcelona, 2020) y Funérailles molles (L’Asiathèque, París, 2019). Traducción: Micaela Houston.


  1. N. de la R.: el equivalente chino de la red social Facebook. 

  2. Publicado en castellano bajo el título Diario de Wuhan, Seix Barral, Barcelona, 2020. Véase Martine Bulard, “Fang Fang, une accusatrice à la chinoise”, Planète Asie, 6-11-20, https://blog.mondediplo.net 

  3. Confucio, Analectas, IX-16. 

  4. N. de la R.: Fang Fang escribió más de 80 novelas y ensayos, todos publicados en China y algunos distinguidos por premios literarios.