Poco antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, el movimiento pacifista internacional soñaba con construir una ciudad universal a fin de reunir a la elite científica, intelectual, deportiva y espiritual de todas las naciones. En su última obra, el periodista Jean-Baptiste Malet cuenta la historia desconocida de esta utopía que cruzó los destinos de filántropos burgueses, socialistas y del rey de Bélgica.

Al llegar a Bruselas en los primeros días de setiembre de 1911, el exdiplomático estadounidense Urbain Ledoux se presenta en la sede de la Unión Internacional de Asociaciones. Conoce allí a dos figuras del movimiento pacifista: el bibliógrafo Paul Otlet y su amigo Henri La Fontaine. Senador del Partido Obrero Belga, La Fontaine preside la Oficina Internacional por la Paz, el más importante órgano pacifista del planeta.

Ledoux informa a los dos belgas que una pareja de artistas estadounidenses, Olivia y Hendrik Andersen, trabajan en un proyecto de ciudad internacional, para lo cual contrataron a un arquitecto francés, Ernest Hébrard. “Viene de Roma”, precisa extrayendo de su maletín un plano provisorio del Centro Mundial de Comunicación.1 El documento pasa de mano en mano.

La Fontaine ajusta sus quevedos y estudia minuciosamente la hoja que le tiende Otlet. Este último aplaude ante el proyecto, luego le explica a Ledoux que ellos mismos aspiran, desde hace varios años, a ofrecer un punto de encuentro para todos los organismos mundiales. “El senador La Fontaine y yo mismo deseamos alojar sus sedes, sus colecciones y sus servicios en un mismo centro internacional –precisa Otlet–. A este centro internacional, cuya realización arquitectónica soñaron Andersen y Hébrard, nosotros ya nos lo hemos imaginado en su actividad funcional”.

Completando sus palabras, La Fontaine le explica a Ledoux lo que significa en Bélgica la Donación Real. En 1900, cuando cumplió 65 años, el rey Leopoldo II quiso legar al Estado belga su inmensa fortuna formada por numerosos terrenos, castillos y edificios adquiridos en el transcurso de su reinado en Bélgica y el Congo. Se creó una institución pública autónoma para gestionar este importante patrimonio: la Donación Real. Leopoldo II le legó sus bienes inmobiliarios a condición de que sigan siendo para siempre bienes públicos.

La Fontaine le confía a Ledoux que conoce personalmente a los administradores de la Donación Real y que esta posee más de un centenar de hectáreas de bosque en los alrededores de Bruselas, en la comuna de Tervueren.

A comienzos del siglo XX, Bélgica es el centro económico de la Europa continental. Primer productor de hierro fundido, hierro y acero entre 1900 y 1910, el reino importa en ese mismo período más algodón que Francia o Alemania. Con sus subsuelos ricos en mineral de hierro y en carbón, sus tierras agrícolas fértiles, su red ferroviaria entre las más densas del mundo, su puerto de Anvers, su inmensa colonia del Congo y sus joyas en el campo de la industria, que se extienden a todas las actividades florecientes de la época, la economía belga se encuentra en la vanguardia del capitalismo industrial.

Transformada por la construcción de espléndidos inmuebles Art Nouveau, entre ellos la Casa del Pueblo concebida por el arquitecto Victor Horta para el Partido Obrero Belga, Bruselas se impone en los albores del siglo XX como el gran eje de Europa. La floreciente capital vive al ritmo de las innovaciones artísticas, científicas e intelectuales. Alberga dos Exposiciones Universales, en 1897 y en 1910, y más congresos internacionales que Londres, París o Nueva York. Este contexto singular explica en parte cómo Paul Otlet y Henri La Fontaine pudieron implementar, desde Bruselas, proyectos pacifistas de una gran creatividad.

Alejandría en Bruselas

En el pasaje del siglo XIX al XX se multiplican los grandes descubrimientos, prolifera la literatura científica, se aceleran los intercambios intelectuales internacionales. Pero, paradójicamente, mientras que los saberes evolucionan a toda velocidad, y los intelectuales de diferentes nacionalidades cooperan en sus trabajos, no existe herramienta alguna que permita a un investigador conocer rápidamente todas las referencias bibliográficas relacionadas con un tema particular. Si los investigadores de hoy pueden contar con la eficacia de los catálogos en línea para explorar los fondos de una gran biblioteca o consultar publicaciones científicas del mundo entero, los de la Belle Époque tienen que mostrarse infinitamente más pacientes, porque las publicaciones no han sido objeto todavía de un sistema de referencia global.

Desde Bruselas, para facilitar el acceso de la humanidad al conjunto de las informaciones disponibles en el orbe, Otlet y La Fontaine tiene una idea audaz: crear un Repertorio Bibliográfico Universal. Dicho de otra manera, un gigantesco catálogo que reuniera la totalidad de los libros, diarios y revistas publicados desde de la invención de la imprenta. Para realizar ese trabajo titánico, los dos belgas fundan en 1895 la Federación Internacional de Información y Documentación, una institución que trabaja en colaboración con una red de bibliotecas del mundo entero. Dentro de dicha institución, en parte adosada a la Biblioteca Real de Bélgica, un equipo de voluntarios, compuesto mayoritariamente por mujeres provenientes de la burguesía de Bruselas, trabaja cotidianamente en el fichaje del conjunto de conocimientos del mundo aplicando el sistema de clasificación revolucionario inventado por Paul Otlet.

En la actualidad, los enormes centros de tratamiento y conservación de datos de las empresas de la industria digital alojan cantidades de servidores informáticos. A comienzos de los años 1910, el Repertorio Bibliográfico Universal se constituye con preceptos similares. Pero en lugar de racks de almacenamiento electrónicos, la instalación imaginada por Otlet se materializa en grandes muebles de madera que albergan miles de cajoncitos. En estos muebles, varios millones de fichas de formato estándar –12,5 por 7,5 centímetros– componen una suerte de “Google de papel” antes de tiempo.

Otlet y La Fontaine sueñan con abarcar el conjunto de los conocimientos de la humanidad a fin de acelerar la cooperación intelectual, científica, diplomática y técnica de las naciones. A través de su proyecto bibliográfico inédito, piensan trabajar para la unificación pacífica del mundo.

En paralelo, Otlet y La Fontaine organizan un Congreso Mundial para coordinar las relaciones internacionales entre científicos del mundo entero y de todas las disciplinas. Con ese objetivo, crean en 1907 una Oficina Central que se convierte en 1910 en la Unión Internacional de Asociaciones.

Paul Otlet funda además un centro que reúne un “museo mundial”, una “biblioteca internacional” y el Repertorio Bibliográfico Universal. En una carpeta de presentación, Otlet explica los objetivos de dicha infraestructura: “Unir el mundo civilizado en su totalidad dentro de una acción común en vistas a realizar ciertos objetivos de interés universal, superando las fuerzas de un solo país; dar a la humanidad los órganos que precisa para actuar con el poder acrecentado de una colectividad más numerosa; situar la actividad humana dentro de las condiciones óptimas para que se desarrolle en toda su envergadura”.

Un Nobel colectivista

Si el pensamiento cientificista y mundialista de Otlet y La Fontaine se inscribe en un antiguo linaje marcado por pensadores tan diversos como Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), Claude-Henri de Rouvroy de Saint-Simon (1760-1825) y Charles Fourier (1772-1837), es ante todo el de dos socialistas de fines del siglo XIX. El positivismo y el marxismo influyen por entonces de forma amplia en los intelectuales y dirigentes del movimiento obrero. La Carta de Quaregnon, una importante declaración de principios adoptada por el Partido Obrero Belga en 1894, enuncia: “Las riquezas en general, y especialmente los medios de producción, son o bien agentes naturales o bien frutos del trabajo manual y cerebral de las generaciones previas, así como de la generación actual; en consecuencia, deben ser consideradas patrimonio de la humanidad”.

Antes de presidir el Congreso Universal por la Paz en La Haya en 1913, y de recibir el Premio Nobel ese mismo año, Henri La Fontaine firmó una obra titulada Le Collectivisme (1897). En ese libro, el senador socialista propone una colectivización mundial de la producción, de la distribución y de la circulación de riquezas. Red de telegrafía, correos, ferrocarriles, bancos: La Fontaine afirma que el progreso de la humanidad pasa por la puesta en común de todas las infraestructuras de la comunicación y el comercio. A inicios de los años 1910, gran cantidad de individuos instruidos consideran esta evolución ineluctable, y muchos imaginan que podría permitir la instauración de un socialismo universal. No hay por lo tanto nada incongruente en que un ferviente colectivista como Henri La Fontaine sea, por el hecho mismo de sus pasiones por el alpinismo y la música, alguien próximo al rey de los belgas Alberto I, monarca notoriamente progresista.

Antes de internet

Tras la invención del primer aparato capaz de enviar imágenes fijas con ayuda del telégrafo –el belinógrafo–, Paul Otlet imagina que en un futuro cercano las páginas de los libros podrán ser presentadas en pantallas, y que, al vincular entre sí las bibliotecas del mundo entero, esta nueva tecnología podría revolucionar el acceso al saber. En su Traité de documentation (1934), la obra que sintetiza su pensamiento “en materia de bibliografía, de documentación y de organización del conocimiento”, Otlet imagina “un telescopio eléctrico que permita leer en la propia casa libros expuestos en la sala telegráfica de las grandes bibliotecas, solicitando las páginas de antemano. Será el libro telefotografiado”. Cerca de un siglo antes de la invención de internet, Otlet imaginó que los teléfonos del futuro ya no tendrían cables, sino que se parecerían a conos pequeños que entrarían en un bolsillo y permitirían recibir todo tipo de informaciones.

El aspecto más interesante del pensamiento de Otlet no reside, sin embargo, en sus profecías tecnológicas, sino en su abordaje socialista e internacionalista del problema de la vasta red de informaciones con la cual soñó toda su vida. En su opinión, ese sistema global tenía que ser una propiedad colectiva de las naciones puesta al servicio de la humanidad y controlada por una organización internacional pública con fines no lucrativos. Los datos tenían que alimentar una herramienta de “previsión sociológica”; dicho de otra manera, la planificación de las necesidades humanas. Otlet soñaba con un nuevo orden mundial completamente edificado sobre la razón y el progreso. Para esto, la humanidad tenía que superar el estadio del capitalismo y de las rivalidades nacionales mediante el cosmopolitismo y la planificación universal.

Una entrevista real

El 20 de noviembre de 1913, Olivia y Hendrik Andersen, quienes habían concebido el Centro Mundial de Comunicación, reciben un telegrama que les anuncia que el rey de Bélgica, Alberto I, espera a Hendrik dos días más tarde, el 22 de noviembre, a las 11.45. Los dos estadounidenses se suben de inmediato a un tren rumbo a Bélgica. Otlet y La Fontaine reciben cálidamente a los Andersen cuando llegan a Bruselas. Los cuatro utopistas van juntos, en automóvil, al inmenso terreno de Tervueren, donde se podría construir la capital del mundo.

Cuando el rey Alberto I se encuentra con Hendrik el 22 de noviembre, le reserva al escultor un recibimiento entusiasta y lleno de simpatía.

–Esto puede parecer un sueño... –explica Hendrik.

–Ciertas personas deben soñar para las demás –le responde Alberto I con empatía.

Después de haberse encontrado con muchos hombres dubitativos, el propio Hendrik está sorprendido por el tono alborozado del rey de los belgas.

–Este plan es práctico –prosigue el estadounidense–. Nuestro proyecto de ciudad no implica nada que no se pueda realizar.

–Es probable que algún día exista—completa el monarca.

Hendrik está estupefacto; no tiene que hacer nada, ¡Alberto I ya está convencido de la necesidad de construir esa ciudad!

En realidad, el rey había sido informado de la existencia de ese proyecto por Henri La Fontaine, gracias al cual Hendrik obtuvo la audiencia. Al igual que el senador socialista, Alberto I piensa que el porvenir de la humanidad pasa por el internacionalismo y el desarrollo del progreso bajo todas sus formas.

Cuando le relata la escena a Olivia, Hendrik le confía su asombro y subraya hasta qué punto la audiencia con el rey superó sus expectativas. “El rey Alberto cree en nuestro proyecto –explica–. Reconoce que Bélgica se beneficiaría al recibir nuestra ciudad”.

Dos semanas más tarde, el 6 de diciembre 1913 a las 21.00, mientras Le Figaro consagra su portada a elogiar el Centro Mundial de Comunicación –al unísono con artículos publicados antes en The New York Times y L’Illustration–, Hendrik Andersen asciende al estrado del gran anfiteatro de la Sorbona, colmado en su totalidad.

El escultor Auguste Rodin, el arquitecto Otto Wagner, el biólogo Ernst Haeckel, el poeta Émile Verhaeren, el sociólogo W. E. B. Du Bois, el premio nobel de la Paz Paul d’Estournelles de Constant, el renovador de los Juegos Olímpicos Pierre de Coubertin, el premio nobel de Medicina Charles Richet... Todas esas figuras de la Belle Époque ya completaron un formulario de adhesión a la “Conciencia mundial”, la sociedad internacional de apoyo a la construcción del Centro Mundial. Su presidente honorario no es otra que la más célebre activista pacifista de los años 1900, cuya efigie figura hoy en las monedas de dos euros austríacas: Bertha von Suttner, la primera mujer que recibió el Premio Nobel de la Paz en 1905.

–Señoras y señores, aparezco ante ustedes como un soñador –comienza Hendrik Andersen frente a más de un millar de personas que asisten a la presentación de su ciudad–. Pero hice todo lo que pude para interpretar mi sueño.

Jean-Baptiste Malet, periodista, autor de La Capitale de l’humanité (será publicado en octubre por Éditions Bouquins), del que ha sido extraído este artículo. Traducción: Pablo Rodríguez.

Hilda López centenaria (1922-1996)

Este mes se cumplen dos aniversarios de dos artistas asociadas con dos localidades llamadas Mataojo. Hace cien años, el 27 de setiembre de 1922, nació en Montevideo Hilda López y de inmediato su familia se mudó a una pequeña ciudad del departamento de Lavalleja: Mataojo. Pasaron tres lustros para que, en otro Mataojo, en este caso el situado en el departamento de Salto, naciera otra futura plástica, Lacy Duarte, quien este 15 de setiembre hubiera cumplido 85 años.

A la artista centenaria la recordamos con las obras de esta página, por gentileza del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV). Formada en la Universidad del Trabajo del Uruguay (UTU) con Manuel Rosé, luego sería alumna de los talleres de Vicente Martín, Guillermo Rodríguez y Lino Dinetto. Hilda López representó a Uruguay en las bienales de San Pablo (Brasil) y de Cuenca (Ecuador). Obtuvo los premios adquisición en los salones municipales de Montevideo en cuatro oportunidades (1960, 1961, 1962 y 1967).

Quizá su infancia en el campo la llevó a prestar especial atención a los lugares de tierra adentro, lo que se refleja en su serie “Los Pueblos”, alejada por completo de cualquier tipo de pintoresquismo. Aunque una de sus indagaciones más representativas fue el ciclo “Calles y puertos de Montevideo”, donde tampoco cedió a ninguna pereza. Al decir de Olga Larnaudie, estudiosa de su obra, Hilda López abordaba el espacio como “sensación de múltiples resonancias”. Es que fue el espacio, y el vacío, una de las pautas de sus búsquedas pictóricas.


  1. La biblioteca de la Gran Asamblea Nacional de Turquía digitalizó una edición francófona del libro de presentación de esta ciudad ideal, Création d’un Centre mondial de communication (1913), que se puede consultar en el sitio: https://acikerisim.tbmm.gov.tr. Los planos y dibujos originales se pueden ver en el Museo Hendrik Christian Andersen de Roma.