La destitución de Pedro Castillo abrió un nuevo capítulo de la crisis política peruana. La fragmentación del sistema de partidos y el comportamiento antidemocrático de la oposición se sumaron a la falta de experiencia del presidente. Nada indica que un llamado a nuevas elecciones devuelva la estabilidad perdida hace una década.

El lugar común es un paraje que siempre es recomendable evitar. Sin embargo, a episodios como el protagonizado por el ahora expresidente peruano Pedro Castillo le cabe de modo tan ajustado aquello de que “la historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”, que omitir la referencia a El 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1852), de Carlos Marx, podría leerse como una extravagancia. La tragedia que Castillo evocó de forma tácita el pasado 7 de diciembre, al leer un decreto que disolvía el Congreso, reestructuraba el Poder Judicial y declaraba un “gobierno de excepción”, emulaba el autogolpe que Alberto Fujimori llevó a cabo en 1992, inaugurando, entre otras cosas, un largo período de terrorismo de Estado. La unánime desobediencia de todos los estamentos del poder al decreto de Castillo desnudó la farsa de una iniciativa que se disolvió en el aire de modo instantáneo, aunque hayan pasado cuatro horas desde esa lectura hasta que Castillo se transformara en expresidente y fuera detenido por su propia custodia. Seguramente tardaremos algún tiempo para comprender a cabalidad el porqué de una acción tan improvisada como disparatada: más a mano está la posibilidad de responder a la pregunta de si el periplo gubernamental del expresidente peruano podía haber terminado de otra manera.

Licuación política

Aun si el intento de Castillo alcanzó una cumbre de chapucería que es difícil de comparar con otros eventos políticos de los que haya registro, el contexto en el que se produjo tiene un evidente parecido de familia con situaciones que se han vivido y se viven en otras geografías. La parte del mundo en la que están en vigencia constituciones democráticas observa hoy a distintos sistemas políticos atravesar una metamorfosis y soportar unas tensiones de las que no está dicho que salgan indemnes, si por tal cosa entendemos seguir siendo democracias en un sentido tan amplio como sustantivo. Esos factores parecen presentarse en Perú como una interminable tormenta perfecta.

Entre los países sudamericanos que sufrieron golpes de Estado militares en las décadas de 1960 y 1970, Perú fue el primero en recuperar la democracia, en 1980, pero también fue el primero que recayó en un régimen autoritario, después del autogolpe de Alberto Fujimori, que había sido elegido democráticamente. Hablamos del fujimorato, que comenzó en 1992, con un breve período de gobierno unipersonal sin Congreso, se extendió hasta fines del 2000 y estuvo connotado por la represión estatal ilegal y clandestina. Fue, también, un período de mutación del sistema de partidos: si en la primera vuelta de la elección de 1990, en la que Fujimori había sido elegido presidente de manera democrática, la suma de los partidos tradicionales alcanzó dos tercios de los votos, en 2000 sumaron algo así como la mitad.

Las promesas incumplidas del período previo y la debilidad de la oposición al régimen de Fujimori fueron carencias propias que les fueron restando representatividad, pero el presidente de facto los empujó al ocaso corrompiéndolos y, como señalara César Arias Quincot,1 los aisló de forma creciente de la ciudadanía y los satanizó a partir de su monopolio de los medios de comunicación. Esa desintegración del viejo sistema de partidos alcanzó un nuevo nadir en la elección de 2021, cuando, de todas las fuerzas tradicionales, sólo uno de sus exponentes, la centrista Acción Popular, alcanzó una votación de débil significación, con poco más del nueve por ciento de los votos.

Ese proceso de licuación se aceleró de manera espectacular desde la elección de Pedro Pablo Kuczynski (PPK) en 2016: contándolo a él, en estos escasos seis años, la República del Perú tuvo siete presidentes. Para que ello ocurriera, tuvo que haber un Congreso muy fraccionado, donde el apoyo al presidente de turno siempre fue minoritario, con la bancada oficialista por debajo del número necesario para impedir la conformación de mayorías especiales como las requeridas para declarar vacante la Presidencia, cosa que ocurrió con PPK (2016-2018), con su sucesor Martín Vizcarra (2018-2020) y ahora con Castillo, lista a la cual hay que agregar la renuncia de Manuel Merino (en el gobierno del 10 al 15 de noviembre de 2020).

Una pauta del vértigo con que se dieron estas múltiples sucesiones presidenciales anticipadas la da el hecho de que el trabajo académico de referencia sobre destituciones de mandatarios por el Congreso, escrito por Aníbal Pérez-Liñán en 2009,2 no tiene entre sus estudios de caso ninguno de Perú. Ello no quiere decir tampoco que las cosas transcurrieran antes sin otros sobresaltos: los tres presidentes inmediatamente posteriores a Fujimori fueron con el tiempo condenados o sufrieron cárcel por causas de corrupción (por recibir sobornos de la transnacional de origen brasileño Odebrecht), incluyendo al dos veces presidente Alan García (1985-1990 y 2006-2011), que se suicidó el día en que hubiera sido trasladado a prisión (17 de abril de 2019).

La llegada de Castillo al gobierno repitió casi como un calco los indicadores de la elección de PPK, cinco años antes: un apoyo inferior a uno de cada cinco peruanos en la primera vuelta, un margen de victoria sobre la sempiterna candidata Keiko Fujimori de un cuarto de punto y un bloque oficialista con bastante menos de un tercio de las bancas del Congreso unicameral.

Inexperiencia y difamación

Más allá de estos datos duros, otra serie de elementos definían la debilidad congénita de Castillo. El primero, que explicará en gran medida la pobreza de su desempeño, es la falta de experiencia (podría decirse hasta de familiaridad) de Castillo en la gestión de la cosa gubernamental. Antes de ser candidato a la Presidencia, Castillo sólo había competido por otro cargo ejecutivo, en 2005: la alcaldía de Anguía, localidad norteña de 4.500 habitantes, para la que no fue elegido. En cuanto a experiencia partidaria, Castillo perteneció desde 2005 al partido centrista Perú Posible, del expresidente Alejandro Toledo (2001-2006), integrando la dirección departamental del mismo en Cajamarca hasta 2017, cuando perdió su personería electoral por no alcanzar el cinco por ciento de los votos a nivel nacional.

Castillo desempeñó un rol más destacado en el sindicalismo docente, donde tuvo responsabilidades directivas a nivel provincial, departamental y nacional. En 2017 alcanzó notoriedad nacional durante una huelga de maestros y profesores que duró cerca de un mes y logró arrancarle mejoras salariales al gobierno de PPK. En aquel momento, Castillo lideraba un movimiento de base opuesto al liderazgo sindical nacional del magisterio y se destacó como agitador y organizador, aunque nunca tuvo responsabilidades estables de gestión de la organización sindical, más allá de un papel de relieve en la organización de huelgas y protestas.

Junto con el modesto reconocimiento nacional que obtuvo con la huelga de 2017, vinieron los primeros intentos de difundir una leyenda negra sobre Castillo. En un país que vivió la experiencia traumática de la violencia insurgente de Sendero Luminoso (SL) durante doce años (1980-1992), los intentos de asociar todo activismo social al terrorismo son una forma de macartismo que tiene un nombre propiamente peruano: terruqueo.

En el caso de Castillo, fue el gobierno de PPK el que denunció su vecindad con los senderistas, más específicamente con el Movimiento por la Amnistía y los Derechos Fundamentales (Movadef), organización dedicada a pedir por la libertad de los presos de SL. El gobierno (y algunos sindicalistas cuestionados por la corriente sindical basista de Castillo) sostenía que miembros del Movadef estaban activos o influían sobre activistas sindicales que participaban junto con el líder cajamarquino de la organización de huelgas. De nada ha servido que Castillo sostuviera (con abundantes testimonios en su apoyo) que durante la etapa activa de SL él formaba parte de las “rondas” de autodefensa campesina, que surgieron justamente para combatir el robo de ganado en las sierras y que más tarde se enfrentaron violentamente con SL. El estigma sobre Castillo funcionó con gran efectividad, facilitando el relato antiterrorista de Keiko durante la campaña electoral de la segunda vuelta de 2021 y proveyendo una coartada a los sectores de derecha y ultraderecha que tuvieron, como única agenda en el Congreso desde la asunción de su gobierno, la destitución del presidente (vacancia, según la definición de la Constitución peruana).

En un contexto distinto al peruano, algunas de estas carencias podrían haber sido compensadas por una organización política estructurada y arraigada, que también podría haber servido para ofrecer un relato alternativo al terruqueo. Sin embargo, el vehículo electoral que estaba disponible era Perú Libre (PL), un grupo de base regional en el departamento de Junín que sólo en 2016 había obtenido personería para competir a nivel nacional, aunque fue Castillo su primer y único (hasta ahora) candidato presidencial. El partido no es un retoño de ninguna de las muchas familias de la izquierda histórica peruana, sino más bien una organización personalista centrada en su líder Vladimir Cerrón. El “marxismo-leninismo-mariateguismo” que proclama como ideología es más bien la apropiación rudimentaria de la propaganda del Partido Comunista Cubano, a la que Cerrón estuvo expuesto cuando estuvo becado para estudiar Medicina en Camagüey. De esa lectura del marxismo emana un programa nítidamente conservador en lo social y estatista en su concepción económica.

Castillo se convirtió en candidato presidencial de PL por una circunstancia fortuita: Cerrón, quien fuera presidente regional de Junín entre 2010 y 2014, no podía postularse por estar condenado en una causa por corrupción. Con el mismo criterio que reclutó a Castillo, Cerrón sumó como candidata a la Vicepresidencia a la hoy primera magistrada Dina Boluarte, no sin antes intentar él mismo ser admitido para integrar la fórmula (que en Perú está compuesta por tres candidatos).

Sin hoja de ruta

La fluidez del sistema político peruano, la fragmentación parlamentaria y la subsecuente propensión a echar presidentes –del color que sean– se articulan como una estructura que les pone límites muy rígidos a las posibilidades de acción de cualquier mandatario. Los márgenes de maniobra fueron desde el vamos angustiosamente exiguos. Con una legitimidad de origen muy escueta, la hoja de ruta de Castillo debió haber estado, de manera puntillosa, orientada a alcanzar rápidamente una legitimidad de gestión. Ese margen de acción fue rifado de manera espectacular por Castillo y Cerrón, sin que poner a uno por delante del otro signifique jerarquizar responsabilidades.

En poco menos de un año y medio de gestión, Castillo nombró alrededor de 70 ministros, en una puerta giratoria de reemplazos que no se detuvo desde que se deshiciera de su primer ministro inaugural, Guido Bellido, a sólo dos meses de haberlo designado en el cargo. Mientras la oposición en el Congreso se comportaba según el manual, presentando un primer proyecto para decretar la vacancia de la Presidencia apenas iniciado el segundo trimestre de un mandato constitucional de cinco años, Castillo y Cerrón se enfrascaron en una pelea para definir el hombre fuerte. Cerrón cavó las trincheras más hondas en una guerra civil contra los “caviares”, la izquierda democrática que podía haber ayudado a construir (acercando también componentes de centro) una mayoría precaria en el Congreso.

Castillo primero trató de complacer a Cerrón con Bellido, un ortodoxo de la versión cerronista del marxismo, luego lo reemplazó por Mirtha Vásquez, del centroizquierdista Frente Amplio, y más tarde por Héctor Valer, un exaprista que se había arrimado a la ultraderechista Renovación Popular de Rafael López-Aliaga, actual alcalde de Lima. Castillo no fue capaz de gobernar con el partido que expresaba los escuetos apoyos de la primera vuelta electoral, ni de consolidar una coalición desde el centro hacia la izquierda que expresara aquella que lo llevó a la victoria en la segunda, y mucho menos armar una supermayoría que abarcara a personalidades de todo el espectro político.

En medio de estas sucesivas estrategias fallidas, Castillo no sólo fue malcontentando a todos (al ser destituido ya no era más miembro de Perú Libre, de donde Cerrón lo había expulsado), sino que quedó limitado a constituir endebles equipos de gestión con personas que tenían con él vínculos primarios (familiares o sociales) y no políticos. Por esa ventana de un nepotismo y un amiguismo que, de forma piadosa, podríamos considerar no electivos, se colaron los desmanejos administrativos y las corruptelas que le abrieron a su gobierno un segundo frente: el de las investigaciones judiciales.

Sin embargo, aun habiendo construido con ahínco las condiciones para un fracaso espectacular, al mismo tiempo que el fujimorismo y el resto de las derechas trabajaban sin descanso para demolerlo, Castillo se transformó para muchos peruanos, sobre todo fuera de Lima, en un símbolo de orgullo cholo, logrando una identificación que emanó más de una reacción a lo que el racismo y el elitismo limeño dijeron de él, que en apoyo a una acción de gobierno del todo indiscernible en cuanto a intenciones o resultados.

La reemplazante de Castillo, Dina Boluarte, inscribe su acción en unas coordenadas estructurales idénticas a las que hicieron del gobierno de Castillo una misión imposible. Comparte con su predecesor la legitimidad de origen de haber recibido el voto popular como su solitaria compañera de fórmula, pero a la hora de construir una legitimidad de gestión tiene enfrente desafíos distintos: arranca libre de la influencia de Cerrón (que también la había expulsado de Perú Libre) y con algo de buena voluntad en lo que podría llegar a ser una mayoría en el Congreso, pero enfrenta una protesta popular a la que ha respondido –ella o el autogobierno de las Fuerzas Armadas y de seguridad– con una violenta represión que provocó varios muertos. Los sectores populares movilizados enuncian una agenda que va del “que se vayan todos” a la activación del poder constituyente. ¿El escenario más probable? Una pronta nueva elección presidencial donde se escogerá a partir de la misma baraja que en 2021, pero sin Castillo ni Boluarte.

Chamanes

El cerro San Cristóbal de Lima sólo se llama así desde que fue bautizado por los conquistadores españoles. Para los habitantes originarios de lo que hoy conocemos como Perú era un apu, una elevación sagrada. Por eso no es raro que haya sido el lugar elegido para los ritos chamánicos de corte adivinatorio que se produjeron el 28 de diciembre pasado. Tampoco extraña que la prensa nacional y extranjera haya amplificado los ribetes de exotismo que la ceremonia adquiere a ojos urbanos. Más allá de la autenticidad cosmológica que se pueda atribuir a una reunión de vertientes tan diversas (desde chamanes andinos hasta amazónicos) y de su exposición voluntaria a las cámaras, la cobertura fotográfica de AFP brinda identidad visual a la sección Región de este número. Recuerda que hay una línea de tensión, el impulso transformador y la reacción que lo frena, que cruza la crisis política peruana y también atraviesa las perspectivas del Chile de Gabriel Boric y el balance de los primeros cinco meses del gobierno de Gustavo Petro en Colombia.

Gabriel Puricelli, sociólogo. Coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas, Argentina.


  1. César Arias Quincot, “Perú: El gélido invierno del fujimorato”, Nueva Sociedad, Caracas, enero-febrero de 2001. 

  2. Juicio político al presidente y nueva inestabilidad política en América Latina, Fondo de Cultura Económica, 2009.