En 1984, sólo cuatro de cada 100 argentinos se identificaban políticamente con la derecha, según los datos de la Encuesta Mundial de Valores1. En 2017 esa cifra había llegado a 22 de cada 100 (se multiplicó por más de cinco). Según el Barómetro de las Américas, el porcentaje de encuestados que se consideran de derecha o centroderecha pasó de 11,9 por ciento en 2008 a 15,6 por ciento en 20192. Cuesta, en estos últimos años, no sentir que vivimos un cambio de época. Pero los análisis que decretan la derechización de la sociedad, la consolidación de un consenso antiigualitario e incluso de un consenso antiestatal y promercado no terminan de explicar nuestro presente y sus conexiones con la historia del ciclo democrático iniciado en los años 1980. Es necesario profundizar el análisis, más allá de estos datos.

Los estudios basados en las opiniones de los votantes sobre los temas principales de la agenda pública, en especial en cuestiones distributivas y de seguridad, siguen dando cuenta de la existencia de un proceso de polarización en el que juegan un rol clave los posicionamientos sobre la relación entre Estado y economía. Sin duda, la crisis de la coalición peronista y la mala performance del gobierno, por un lado, y la emergencia de una opción de derecha radical con especial énfasis en el discurso anti-Estado, por el otro, conmueven nuestros modos de pensar las orientaciones de la sociedad argentina. El “plan motosierra” de Javier Milei, la performance anticasta que incluye la promesa de eliminación masiva de ministerios e instituciones públicas y la reducción del Estado a su mínima expresión han ocupado el centro de la discusión pos-PASO [elecciones primarias del 13 de agosto]. Pero sabemos que no es posible asimilar el discurso de los dirigentes de una lista a la experiencia y los sentidos del conjunto de sus votantes, ni siquiera si esa lista resulta ganadora. ¿Cuáles son las características de los cuestionamientos al Estado en la actualidad? ¿Qué los conecta con otros momentos de crítica al Estado en la historia reciente? ¿Qué creencias sobre el Estado hay detrás de los votos a la oferta liberal? ¿Qué transformaciones estructurales, a veces lentas y de larga data, han configurado estas opciones?

Good bye, Lenin

La tensión entre modelos de organización social basados en el mercado y en el Estado ha sido una constante en la historia reciente. Mientras caía el Muro de Berlín (1989), Argentina desandaba su consenso mercado-internista para iniciar el camino del llamado Consenso de Washington. En aquel momento, el blanco de las críticas contra el “Estado elefante” eran las empresas públicas, evaluadas como caras e ineficientes. La pedagogía privatista llevada a cabo por actores políticos y comunicadores en los años 1980 había penetrado en una sociedad que experimentaba serias dificultades para conseguir un teléfono o que padecía cortes de electricidad frecuentes. Una historia que se reflejó en los medios masivos de comunicación: Bernardo Neustadt y sus editoriales sobre los trenes, Antonio Gasalla y su grotesco personaje de empleada pública... La privatización de las empresas públicas y la creación de las AFJP [Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones] emergieron como solución ante la ineficiencia del Estado. En la misma época, otras áreas, como la educación y la salud, vivieron procesos de privatización trunca, de mercantilización parcial o de desfinanciamiento, pero sin llegar a reformas estructurales plenas.

La crisis de la convertibilidad en 2001 debilitó la fuerza de la pedagogía privatista. Los años de la recuperación poscrisis transcurrieron bajo una relativa paz social, signada por una renovada presencia del Estado como regulador. También fue el Estado el que impulsó la reinstitucionalización de las relaciones laborales y, junto a ellas, del poder legitimado de las organizaciones sindicales de los trabajadores registrados.

En 2008, sin embargo, resurgió en la escena pública un polo crítico que revitalizó las ideas promercado. Movido por las disputas por la apropiación del excedente exportador a partir de la célebre Resolución 125 del Ministerio de Economía, que modificaba el régimen de derechos de exportación, las organizaciones de productores y empresarios agrarios lograron articular encuadres críticos de la acción del Estado en una coalición coyuntural pero con gran poder de movilización y de presión en el Congreso. La crítica al Estado se confundía entonces con una crítica al gobierno, al que se acusaba de extraer recursos de los sectores productivos para alimentar “la caja” con la que movilizaba a sus clientelas electorales. El clivaje era, según “el campo”, “sectores productivos” versus “Estado expoliador”.

Al mismo tiempo, con la salida de la convertibilidad y la llegada del kirchnerismo, tanto el mercado de trabajo como los salarios reales, acompañados por políticas de transferencia de ingresos, modificaron el paisaje social. Además de disminuir sensiblemente el desempleo, la pobreza y la desigualdad, el empleo informal cayó de 60 por ciento en 2004 a 47 por ciento de los ocupados en 2014, según datos de la CEPAL [Comisión Económica para América Latina y el Caribe]. En el mismo período, según datos de la OCDE [Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos], los ingresos fiscales aumentaron de 24 a 31 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) y ya venían en alza desde 19903.

Sin embargo, a los pocos años la tendencia se revirtió de manera bastante drástica: desde mediados del segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner (2011-2015) hasta el presente se configuró una de las crisis económicas de mayor duración de nuestra historia reciente, a partir del freno al crecimiento, el agravamiento de la dinámica inflacionaria, el estancamiento de la generación de empleo registrado en el sector privado y la pérdida de poder adquisitivo de los ingresos laborales, con breves e insuficientes períodos de recuperación.

Pandemia y Estado

La pandemia del coronavirus (2020-2022) se montó sobre años de precarización social e inestabilidad económica, después del aumento exponencial de la deuda pública y de la pobreza, y consolidó un marco sociopolítico que todavía nos cuesta caracterizar, pero que difícilmente pueda ser pensado como una mera ave de paso electoral. Estamos en presencia de una reconfiguración del polo anti-Estado; como toda reconfiguración, esta también tiene algo de novedad y algo de viejos ropajes. ¿Qué hay de nuevo en la crítica al Estado?

En primer lugar, no son las empresas públicas el centro de la crítica de los sectores sociales que pugnan por una reforma o una reducción del Estado, como sucedía durante el neoliberalismo de los 1990. En el relevamiento que realizamos en 2022 en el marco del programa Ciencias Sociales en Tiempo Real de la Escuela IDAES y del Programa PASCAL de Lectura Mundi, sólo un 23 por ciento de los encuestados está de acuerdo con la idea de que es mejor que sean las empresas privadas las que gestionen los servicios públicos. Entre los votantes de Javier Milei, ese acuerdo crece a 38 por ciento. En ambos casos, está lejos de ser una mayoría abrumadora4.

La versión siglo XXI del discurso anti-Estado apunta a dos blancos fundamentales. El primero son las transferencias del Estado (más que los servicios que presta), y el foco son los planes sociales: tras dos décadas de políticas sociales consolidadas, institucionalizadas y con una amplia cobertura, entre las cuales la Asignación Universal por Hijo es el centro de una constelación de programas de transferencias de ingresos, aparece con fuerza un discurso contra “los vagos” que viven del Estado. Esto habla tanto de los éxitos de estos programas –su vasta cobertura y sus efectos de inclusión– como de los fracasos de la economía argentina –la propia permanencia y ampliación de esas políticas da cuenta de las dificultades para generar “empleo genuino” por fuera de los subsidios estatales–. Según el relevamiento mencionado, el 38 por ciento de los encuestados está de acuerdo con que “los planes sociales fomentan la vagancia”. Entre los votantes a Milei, el porcentaje crece al 61 por ciento.

Hacia comienzos de esta década, en el mejor momento del mercado de trabajo y de los ingresos laborales, la mitad de la población ocupada todavía trabajaba en la informalidad, sin estabilidad ni protección, sin derecho a huelga, cobertura médica, días por enfermedad, aguinaldo ni vacaciones pagas. Vale aclarar: por supuesto que el Estado efectivamente existe en la vida de esa mitad informal de maneras múltiples: escuelas, hospitales, el “Salario social complementario” que paga el Ministerio de Desarrollo Social, jubilaciones no contributivas. También existe de otras maneras, más represivas y nada inclusivas. Pero el mercado no es el único que tiene manos invisibles; el Estado también. En la experiencia social cotidiana de estos sectores sociales a menudo no hay una vivencia directa de esas instituciones y acciones en términos propiamente “estatales”, es decir que no se “sienten” como si fueran garantizadas por el Estado. Y si están, muchas veces no alcanzan parámetros mínimos de calidad. Estos bienes públicos aparecen profundamente desanclados de la dinámica de su vida laboral, es decir, del angustiante y económicamente escaso día a día de los sectores populares.

El segundo blanco de las críticas actuales contra el Estado es el empleo público, que en Argentina significa el 18 por ciento del total de la fuerza de trabajo. ¿Es mucho? La proporción se ha mantenido casi sin cambios durante el siglo XXI y es comparable con el nivel de empleo estatal de Uruguay, algo más que Brasil, Chile y México, y bastante más que Perú o Colombia. Pero la percepción siempre es relativa. Durante los últimos años, aumentaron el empleo privado informal y el empleo registrado precario, como las categorías más bajas o eventuales del monotributo. En este marco, el empleo estatal sobresalió cada vez más por su estabilidad y sus salarios, sin que fuera necesario que la porción del Estado como empleador en el mercado laboral creciera en términos objetivos. Los empleados públicos como “privilegiados” de esta etapa. Contra los tuertos reyes en un mercado de trabajo de ciegos, la pandemia no hizo sino profundizar un sentimiento (azuzado en términos políticos y comunicacionales) de injusticia.

Corrupción y trabajo

El conflicto con las personas que trabajan en el Estado (más que con el sector público en sí mismo) articula dos marcos interpretativos complementarios, que hemos formulado a partir de datos cualitativos producidos en nuestro proyecto POLDER, un estudio comparado sobre la polarización y el conflicto político en América Latina5. El primero es el de la corrupción como lente de problematización global de la política. No es un invento de Milei: durante muchos años fue eje de las preocupaciones de macristas, radicales e institucionalistas. En todo este tiempo, el progresismo –que en los inicios del siglo XXI había hecho de la corrupción uno de los ejes de su crítica al menemismo– fue esquivo en su tematización (sosteniendo más bien una postura pragmática sobre el asunto). Luego de varios años, la opinión pública convirtió el achicamiento del Estado en el método más eficaz para terminar con la corrupción.

El segundo marco interpretativo es el de la cultura del trabajo. La defensa del esfuerzo individual contra quienes “viven del Estado” tampoco es una novedad. Desde las preocupaciones por el fomento de la vagancia con el Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados a principios de este siglo (2002-2005) hasta la promoción del emprendedurismo como imperativo moral y político durante la gestión de Cambiemos [coalición de Mauricio Macri, 2015-2019], la cultura del trabajo fue convergiendo en un discurso del mérito y el esfuerzo individual. En este contexto, el ñoqui, primero, y luego el militante-funcionario se volvieron blanco de las críticas al empleo público. En una conferencia de prensa brindada en 2016, el entonces ministro de Economía, Alfonso Prat-Gay, sostuvo que el objetivo del gobierno de Macri era “un Estado sin la grasa de la militancia”, una frase que despertó malestar pero que también condensó el espíritu de un movimiento que, en las élites políticas y en una parte de la sociedad, vehiculizaba su crítica al Estado en la crítica al kirchnerismo. En ese caldo de cultivo creció la categoría (anti) política estrella del último tiempo: la casta.

Robar y castigar

En la construcción de los consensos promercado de los años 1990, la cuestión tributaria se concentró en disminuir el costo del trabajo. Luego de la disputa por la Resolución 125 [aumento de las retenciones al sector agropecuario, en marzo de 2008], el sistema impositivo ni siquiera estuvo en el centro de la agenda política del kirchnerismo. La excepción fue el Impuesto a las Ganancias, cuya eliminación ocupó el primer lugar de las demandas del movimiento obrero organizado y se convirtió en promesa de campaña de gran parte de los candidatos tanto en 2015 como en 2023.

La cuestión impositiva adquirió más relevancia desde la pandemia. Ciertamente, la presión tributaria en Argentina es alta en el contexto latinoamericano y eso genera malestar en los sectores que están “dentro de la pecera” en la que pesca el ente recaudador del Estado. En este sentido, una destacada innovación en el discurso de Milei fue instalar la imagen de un Robin Hood invertido para tratar a los impuestos, lisa y llanamente, como un robo, una imposición coercitiva ilegítima: “Meterle la mano en el bolsillo a la gente”. Según los datos del estudio Pascal-UNSAM que realizamos en 2022, el 36 por ciento de los encuestados está muy de acuerdo con la idea de que los impuestos en Argentina castigan “al que le va bien” y el 41 por ciento con la idea de que el Estado desalienta la iniciativa privada. Esos porcentajes ascienden a 56 y 67, respectivamente, entre los votantes de Milei.

Hay una paradoja en todo esto: buena parte de la sociedad argentina quiere que el Estado brinde más y mejores servicios y al mismo tiempo critica el nivel de carga tributaria que debe pagar. La corrupción vuelve a ser un elemento clave para entender estas aparentes contradicciones: en general, cuanto mayor es la crítica al Estado por corrupto, mayor resistencia al pago de impuestos, por considerar que el destino de esos recursos será “el bolsillo de los gobernantes”. Por eso no debería llamarnos la atención el apoyo masivo que en la actualidad genera la derecha radical que encarna Milei. Su base puede encontrarse en este triángulo de descontento por los bienes y servicios que brinda el Estado, rechazo a la carga impositiva y bronca contra lo que desde hace tiempo aparece como un establishment que sólo piensa en sus intereses.

Gonzalo Assusa, sociólogo por la Universidad Nacional de Villa María (UNVM) y doctor en Ciencias Antropológicas por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), investigador del CONICET. Gabriel Kessler, profesor de la Escuela IDAES e investigador del CONICET. Gabriel Vommaro, profesor de la Escuela IDAES e investigador del CONICET.


  1. Los datos están disponibles en www.worldvaluessurvey.org/WVSDocumentationWV7.jsp 

  2. Véase Noam Lupu, Virginia Oliveros y Luis Schiumerini, “Derecha y democracia en América Latina”, Población y Sociedad, Vol. 28, N° 2, 2021. 

  3. Los datos están disponibles en www.oecd.org/development/estadisticas-tributariasen-america-latina-y-el-caribe-968f7de9-es.htm 

  4. Analizamos los resultados de esta encuesta en “Polarización, consensos y política en la sociedad argentina reciente”, fund.ar, 2-11-2021; y en “¿Qué tienen los votantes en la cabeza? Opciones electorales y preferencias políticas en la Argentina post-pandemia”, noticias.unsam.edu.ar, 31-8-2022. 

  5. Véase: https://polarizacion.net/