Los partidos crecen cuando tienen líderes potentes, pero a veces mueren con ellos. En un trabajo pionero sobre los procesos de construcción partidaria en América Latina1, Steven Levitsky, James Loxton y Brandon van Dyck argumentan que los líderes constituyen un recurso imprescindible para las fuerzas políticas porque ganan votos y generan adhesiones a largo plazo, son una fuente de cohesión entre sus miembros, pueden ayudar a dirimir conflictos y desalientan defecciones porque competir en boletas sin su apoyo resulta poco conveniente.

De hecho, los partidos sin candidatos presidenciales viables corren siempre el riesgo de la intrascendencia electoral. La Unión Cívica Radical (UCR) lo sabe, y por eso la conformación de Cambiemos [que llevó a la presidencia argentina a Mauricio Macri en 2015], hoy Juntos por el Cambio (JxC), resultó tan provechosa para la UCR, aun cuando supusiera cierta resignación programática en aras de la supervivencia organizacional.

Pero los líderes también pueden ser un problema cuando se niegan a invertir en estructuras que puedan limitarlos porque quieren preservar su libertad para decidir, o cuando dinamitan sus propias construcciones. Después de un juego esquivo de apoyos lábiles a los candidatos de su partido durante todas las fases de la campaña, Mauricio Macri sacó a relucir esta faz de su liderazgo.

Pasados sólo tres días desde la primera vuelta de las elecciones presidenciales, con JxC en estado de ebullición, evaluando los alcances de la derrota, Patricia Bullrich presentó el 25 de octubre, en una conferencia de prensa, la que parece ser la opinión de Macri: apoyar de forma explícita la candidatura de Javier Milei [La Libertad Avanza, LLA, libertario de ultraderecha] en el balotaje. Lo hizo de manera inconsulta, sin coordinar una posición con sus socios partidarios, ni siquiera dentro de su partido político (Propuesta Republicana, PRO), cuya presidencia había reasumido el día anterior. Y lo hizo desde un curioso lugar de enunciación: el de la fórmula presidencial derrotada pero no del partido, porque resulta menos costoso que intentar llegar a un acuerdo dentro del PRO (y mucho más aún dentro de la coalición, ciertamente).

La costumbre de decidir de forma centralizada, recostado sobre su círculo íntimo, que Macri aplicó en la Ciudad de Buenos Aires (2011-2015) y más tarde en el gobierno nacional (2015-2019), resulta más difícil de sostener después de haber dejado la Casa Rosada [sede del Ejecutivo nacional argentino] y cuando su partido estaba en proceso de diversificación, aunque fuera incipiente. Y es más difícil todavía cuando el outsider de la derecha radical genera divisiones profundas en la coalición, tanto entre sus dirigentes como entre sus activistas y su base electoral.

El juego esquivo de Macri

Rebobinemos un poco. Desde la salida del poder, Macri pugnó por conservar protagonismo mientras se iniciaba la lucha por la sucesión. La publicación de sus libros [Primer tiempo, 2021; Para qué, 2022] demostró su centralidad persistente dentro del PRO y entre su núcleo duro de votantes. Pero además “marcó la cancha” en términos programáticos y quiso señalar límites a los intentos de reconducir la coalición: el rumbo correcto en la nueva etapa sería más ideológico y frontal, alejado del centro político.

Con esa idea, Macri puso obstáculos al crecimiento de Horacio Rodríguez Larreta, que aparecía como su sucesor natural. Compañero de fórmula de Macri en la primera elección local, cofundador del partido, jefe de gabinete de sus dos mandatos en la Ciudad y luego sucesor en la Jefatura de Gobierno durante ocho años, Rodríguez Larreta se inclinaba por recuperar el centro político y la noción de partido “de gestión” que había hecho exitoso al PRO en sus inicios. En el mismo sentido, promovía una negociación con distintos actores sociopolíticos para avanzar en las reformas que Macri no había logrado concretar durante su gobierno. Por esa razón, y seguramente también por los desafíos a su autoridad, Macri apoyó, silenciosa pero pertinazmente, la candidatura de Bullrich. La exministra de Seguridad tenía menos trayectoria dentro del PRO y menos experiencia de gestión, pero sintonizaba con el clima polarizante de la pospandemia y defendía posiciones maximalistas afines a las de Macri, más nítidas en lo ideológico y más agresivas frente a los potenciales actores de bloqueo.

Macri también comenzó, al menos desde 2021, un coqueteo con Milei. El economista mediático, que llamaba “el siniestro” a Rodríguez Larreta y se burlaba de la coalición (“Juntos por el Kargo”), se mostraba cuidadoso en sus críticas a Macri. El expresidente en distintas ocasiones dijo que ambos compartían las “ideas de la libertad” y pareció ver en la irrupción de Milei un hecho auspicioso, que ampliaba el campo de la derecha y su legitimidad en la esfera pública. La noche de las PASO [elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias, del 13 de agosto] fue un poco más lejos: “Realmente Argentina está entrando en un cambio de era. Un cambio de era que deja definitivamente atrás ideas muy dañinas. Así que, ante todo, gracias a todos los argentinos por haber apoyado masivamente un cambio profundo”. Milei había quedado en primer lugar y Macri no disimulaba su alegría, atreviéndose incluso a sumar aritméticamente los votos de La Libertad Avanza con los de JxC.

A Bullrich le quedaba por delante una campaña casi imposible, en la que necesitaba retener los votos moderados de Larreta y convocar a aquellos que se habían inclinado por Milei. La amenaza de ser “la quinta marca” de Milei, como la llamó el libertario, era clara, pero Macri no parecía preocupado. Al menos no en público. Para algunos, Macri no disimulaba su satisfacción con el ascenso del libertario. Ya en junio, Elisa Carrió había declarado que Macri buscaba partir al PRO y avanzar en una alianza con Milei2.

Otro de los grandes mojones de los partidos exitosos es sobrevivir a la salida de su líder. Macri pasó de fundar el primer partido competitivo de centroderecha de Argentina a tensar al máximo las diferencias internas de la coalición. Jugó un papel ambiguo en la campaña y contribuyó, a su modo, a fortalecer a la oposición de extrema derecha emergente.

Lo que queda después del fracaso

JxC fue el gran perdedor de las elecciones generales. Bullrich no pudo ni siquiera retener el 28 por ciento que había obtenido la coalición en las primarias y quedó en 23,8 por ciento. Aun con un aumento de la participación de aproximadamente ocho puntos, perdió 440 mil votos, empeorando su desempeño en términos porcentuales en todas las provincias. En dos de las tres provincias en las que había quedado en primer lugar en las PASO (Corrientes y Entre Ríos) pasó al segundo puesto, dejando sólo a la Ciudad de Buenos Aires “pintada de amarillo” [el color del PRO] en el mapa. Con esos resultados, perdió 24 diputados y nueve senadores. La caída dejó afuera a referentes como el presidente de bloque de la UCR en el Senado, Luis Naidenoff, y al exministro de Agroindustria de Cambiemos, Ricardo Buryaile. Milei le arrebató el lugar de principal fuerza de oposición y el oficialista Sergio Massa logró una remontada similar a la que había conseguido Macri entre las PASO y las generales de 2019, con la diferencia de que en este caso quedó en primer lugar.

Pero paradójicamente JxC surgió de las elecciones más fuerte que nunca en las provincias. Después de ganar la gobernación de Entre Ríos y la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, tendrá diez gobernadores. El PRO crece más allá de su bastión electoral, con tres gobernadores propios (Ignacio Torres en Chubut, Rogelio Frigerio en Entre Ríos y Jorge Macri en CABA) y la UCR reafirma su arraigo territorial con siete gobernadores (Maximiliano Pullaro en Santa Fe, Alfredo Cornejo en Mendoza, Carlos Sadir en Jujuy, Leandro Zdero en Chaco, Claudio Poggi en San Luis, Marcelo Orrego en San Juan y Gustavo Valdés en Corrientes). La coalición cuenta también con el segundo bloque en el Congreso, con 93 diputados y 24 senadores.

Se trata de un poder institucional especialmente relevante, que a priori indicaría que, aun con la enorme incomodidad que produjo el golpe electoral, hay mucho para perder si los socios se separan. Pero los cálculos de los actores políticos a veces no son tan mesurados. Para Max Weber, los buenos políticos debían combinar pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. “El problema es precisamente cómo puede conseguirse que vayan juntas en las mismas almas la pasión ardiente y la mesurada frialdad”3.

¿Se rompe?

Las movidas intempestivas en escenarios frágiles pueden hacer que las cartas vuelvan a repartirse. Para parte de los dirigentes de JxC, en especial del PRO y su ala más dura, así como para su base electoral más intensa, permitir la continuidad del peronismo representa un límite inaceptable. Por eso la campaña de Bullrich insistió en la polarización con el kirchnerismo, sin importar que Massa no fuera un exponente de esa corriente o que el propio peronismo estuviera en proceso de transformación. Para Macri, además, respaldar a Milei reviste la doble satisfacción de frenar a uno de los rivales políticos a los que más detesta en términos personales, Sergio Massa, e impulsar la llegada a la presidencia de un exponente ultraliberal que corrió los límites de la discusión pública.

Pero para otro sector de JxC, integrado por la UCR, la Coalición Cívica y una porción menor del PRO, la performance autoritaria de Milei también funciona como un límite. La vicepresidenta del radicalismo, María Luisa Storani, declaró tempranamente que podrían apoyar a Massa y criticó de forma abierta la actitud de Macri. Más tarde llegó el comunicado del Comité Nacional de la UCR expresando que el partido no apoyaría a ninguno de los candidatos, y las declaraciones de los gobernadores radicales avisando que darán libertad de acción. “El extremismo demagógico de Javier Milei se encuentra en las antípodas de nuestro pensamiento. Su plataforma política y la violencia que se desprende de sus palabras y gestos, atentando siempre contra la convivencia, no tienen nada que ver con nuestro partido”, sostiene el comunicado difundido por la UCR poco después de la conferencia de prensa de Bullrich.

En el mismo sentido se había expresado la Coalición Cívica, cuyas características partidarias le permiten posicionarse rápido, tal como ocurrió en 2015 con la incorporación a Cambiemos. “Como miembros de Juntos por el Cambio trabajaremos para mantener y fortalecer la unidad. No escuchar los cantos de sirena a falsos gobiernos de unidad nacional o tentarse con completar algún gabinete novedoso debe ser un presupuesto de nuestra posición”.

Por último, algunos referentes del PRO también cuestionaron el apoyo explícito de Bullrich a Milei. Pablo Avelluto, exministro de Cultura de Macri, escribió en Twitter: “Yo no voto a Milei. Punto”, mientras que Rodríguez Larreta convocó a una conferencia de prensa para expresar su desacuerdo con el respaldo al libertario.

¿Un nuevo mapa político?

En esta situación crítica, JxC volvió a mostrar algunos problemas que arrastra desde hace tiempo: ausencia de mecanismos de coordinación eficaces, dificultad para procesar diferencias internas y saldarlas por canales medianamente institucionalizados, y desacuerdos programáticos que no son extremos y por eso no son siempre visibles, pero que persisten y emergen en momentos críticos. A estos déficits históricos suma nuevos problemas vinculados a esta coyuntura, de difícil resolución. La prescindencia formal, que podría salvar la unidad de la coalición, quedó descartada cuando Bullrich, impulsada por Macri, decidió manifestar su apoyo a Milei.

Si el candidato libertario pierde, Macri cargará con parte del fracaso. Pero si gana también se abrirá un terreno incierto en el que, aun con la coalición ya rota y sin la UCR y la Coalición Cívica, estará en juego el futuro del partido que fundó. Quizá el líder libertario no sea tan fácil de controlar como supone el expresidente, aun cuando necesite de forma urgente sus votos y su esquema de gobernabilidad.

En términos más generales, la situación actual expone al PRO al desafío que enfrentan las derechas mainstream cuando aparecen derechas radicales competitivas. La tentación de llegar más rápido al poder aliándose con ellas, en vez de esperar un nuevo turno electoral, es alta. Pero también puede diluir su propia marca partidaria y socavar las bases de una fuerza que había logrado torcer la historia política de Argentina.

En efecto, la jugada de corto plazo de apoyar a Milei, que parece el atajo elegido por Macri y tras el que logró encolumnar a su círculo más cercano, es altamente riesgosa, pero no sólo para el PRO sino para todo el sistema de partidos. En esta nueva circunstancia, Macri pasaría de construir una opción política de centroderecha robusta, con gobernabilidad –aunque con una economía política fallida, como mostramos en un libro reciente4– a indistinguirse de la derecha radical. El PRO salió de este proceso electoral sin nuevos liderazgos, y es otra vez su fundador quien decide. La coalición, que se mostró resiliente tras la derrota de 2019, ahora atraviesa una crisis más profunda y ciertamente mucho más inesperada, que hace que los movimientos de los actores sean menos claros. Su futuro es incierto.

Mariana Gené, investigadora del Conicet y profesora de la Escuela Idaes.

Feminismo y remontada

El triunfo del peronismo en primera vuelta se explica en parte por una politización feminista que se activó para ponerles freno a las propuestas libertarias de renunciar a la paternidad, permitir la libre portación de armas o negar las brechas de género. Esa lucha generó anticuerpos frente a la crueldad de las recetas neoliberales para la crisis económica.

Tras años acumulados de crisis del sistema político (un rasgo que persiste desde 2001, que marca su irredimible actualidad), ya está instalado que los votos no se explican sólo por lo que sucede “por arriba”. Hay rosca, hay aparatos, hay partidos, es una obviedad. Y, sin embargo, esa manera de hacer consistencia no alcanza. No es sólo que el “giro afectivo” de las ciencias sociales llegó a los pronósticos electorales que hoy deben sofisticar sus métodos para detectar sentimientos públicos, propensiones anímicas y toda la volatilidad que no se aferra a identidades partidarias inamovibles. Es algo más radical: ahora la dimensión afectiva es política de maneras nuevas. Porque las subjetividades son atravesadas por dinámicas de consumo, por formas de ganarse la vida, por estrategias de sobrevivencia y por violencias directas que hacen de lo afectivo una fuerza productiva y no sólo un factor lateral o circunstancial. Ahora la dimensión afectiva es política porque debe lidiar a diario con la máquina de producir inseguridad que es el neoliberalismo. Ahora la dimensión afectiva es política porque se ha evidenciado, en particular tras la pandemia, hasta qué punto los cuidados y la salud mental son elementos materiales de lo colectivo fragilizado.

Por eso las explicaciones económicas y políticas no pueden entenderse como bifurcadas (argumentando, por ejemplo, que en las primarias ganó la economía y en las generales, la política). La política ya no es aquello que se autonomiza de la racionalidad económica puesta a jugar en la precariedad de todos los días. No es una memoria identitaria que se eleva por sobre el bolsillo. Esa perspectiva esconde una nostalgia por lo sólido desvanecido en el aire pero que cada tanto se rearmaría como en un puzle misterioso y resiliente. La memoria política, en todo caso, es también objeto de disputa y reactivaciones múltiples, y no recurso último del anticuario.

La politización feminista ha sido clave para desarmar ese binarismo (entre política y economía, entre actualidad y memoria) y para conjugar interpretaciones micropolíticas con fenómenos de masas. En los últimos años, la politización feminista ha trabajado para hacer de la sensibilidad por los fenómenos cotidianos y las formas de sostener la vida en contextos de violencia una cantera de diagnósticos y de articulaciones con capacidad de intervenir en la coyuntura. La politización feminista ha sido clave en la composición de memorias que han alterado incluso el relato de la transición democrática, hilando calendarios y momentos que durmieron mucho tiempo en los anaqueles de la marginalidad histórica.

Sabemos que Javier Milei es el representante vernáculo de una saga planetaria de liderazgos de ultraderecha. Basta ver la campaña que le hizo el periodista favorito de Donald Trump, Tucker Carlson, y el abrazo de oso de la familia Bolsonaro. Sin embargo, hay dos cuestiones que le dan a la franquicia argentina de la ultraderecha transnacional un terreno singular en el que moverse: la importancia de un movimiento feminista que es transversal y de masas y que está presente dentro y fuera de las organizaciones sociales y políticas, que juega en las calles y en las urnas, y la crisis económica marcada por el dúo deuda e inflación. A esa conjunción llamamos politización feminista: a una manera de visibilizar la crisis en los modelos patriarcales de relacionarnos y a conectarla con la crisis económica que profundiza cada vez más la devaluación de ingresos y las jornadas múltiples de trabajos informalizados, o formales pero insuficientes en su remuneración.

Verónica Gago, investigadora independiente del Conicet, docente, editora y militante feminista; y Luci Cavallero, docente y militante feminista popular. La versión completa de este artículo se publica en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2023.


  1. Steven Levitsky, James Loxton y Brandon van Dyck, “Challenges of Party-Building in Latin America”, en S. Levitsky et al. (eds.), Challenges of Party building in Latin America, Cambridge University Press, Nueva York, 2016. 

  2. “Para Carrió, Macri busca una alianza con Milei para reprimir y aplicar un ajuste brutal”, Télam, 8-6-2023. 

  3. Max Weber, “La política como vocación”, en El político y el científico, Aceditores, Buenos Aires, 2002 (1919). 

  4. Gabriel Vommaro y Mariana Gené, El sueño intacto de la centroderecha, Siglo XXI Editores, 2023.