Los autores de este libro [Está entre nosotros, Siglo XXI, 2023] pensamos que la historia no se repite y que la singularidad es lo propio de los fenómenos sociales (que no admiten explicaciones del tipo “ley general de las derechizaciones”), pero no nos negamos a darle inteligibilidad a lo que es único e irrepetible. No entendemos la novedad como una cualidad positiva o como algo extraordinario, sino como el producto del juego social atravesado por intenciones, estrategias, condiciones y resultados que desbordan al más calculador de los especuladores. En este contexto y en el de las condiciones sociológicas e históricas señaladas hasta acá, los cuatro capítulos que siguen abordan la formación de La Libertad Avanza (LLA) en cuatro planos complementarios: el de las ideas de los dirigentes, el de la organización partidaria juvenil, el de la formación de una cultura masiva y, finalmente, el del lazo tramado con jóvenes de sectores populares. Estos cuatro planos son las ventanas a través de las cuales hemos observado esta fuerza política poniendo el foco en su complejidad, su racionalidad, sus límites, sus potencias y los cuestionamientos que representa para la democracia, sabiendo a la vez que no estamos agotando el conjunto.

[...] En el caso de los libertarios argentinos, este movimiento se apoya en las premisas de un autor enaltecido como líder espiritual o conducción estratégica. Se trata de Alberto Benegas Lynch (hijo), cuya definición del liberalismo es santo y seña entre los libertarios: “El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo bajo el principio de no agresión y defendiendo el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad”. Bajo el paraguas de esa definición, se impulsa la sinergia entre los distintos rostros de este temperamento político y el combate a los adversarios y enemigos. Esa combinación permite un gesto sincrético y a la vez adversativo: de las políticas promercado y a favor del laissez-passer a referencias positivas al nacionalismo e incluso al nativismo; de las posturas conservadoras a un lenguaje escandaloso similar al de la alt-right de origen estadounidense; del culto al individualismo a la defensa de un orden social jerárquico; del desprecio a la democracia como forma imperfecta de agregar preferencias al anuncio de plebiscitos para imponer las reformas, pero contra otras expresiones.

[...] Los libertarios han desbordado construcciones previas o paralelas de las derechas, que al mismo tiempo les han servido de habilitación. Como propuesta e identidad alternativa procuraron, y consiguieron por ahora, ponerse al frente de procesos que involucran, de un lado, la organización de estructuras y dirigencias y, de otro, la formación y/o canalización de movimientos que se dan en la sociedad civil tanto en el plano de los electorados como en el de las instituciones y las dinámicas sociales y culturales.

Convencidos como estamos de que las taxonomías no son más importantes que los procesos, no nos sorprende que el proyecto libertario haya logrado conciliar el liberalismo conservador, el nacionalismo reaccionario e incluso la herencia menemista de manera tal que la relación de sus dirigentes con el peronismo esté sometida a modulaciones específicas: para ellos, el enemigo no es el peronismo sino el kirchnerismo. Nada impide que puedan producirse desagregaciones o retornos a las formaciones previas, pero la actual composición no debe ser minimizada ni por su falta de pureza constitutiva ni por su carácter desencajado de una grilla clasificatoria tan vencida por la realidad histórica como la suposición de que estábamos llegando a un régimen bicoalicional.

La derecha alternativa desborda los términos del paradigma declinante: la grieta, las coaliciones, el tabú de la derecha, el piso electoral alto del peronismo, la alternancia electoral o los relevos traumáticos como posibilidad correctiva de los malos gobiernos, el valor del empleo o de las instituciones redistributivas. Todos estos términos pierden parcialmente valor dentro de una dinámica que les da sentido a experiencias sociales y dinámicas económicas en el intento de forjar una nueva clave explicativa. La exasperación y la excentricidad del discurso de Milei permiten, justamente, una posición que contiene el malestar en otro espacio y plantea un conflicto que deja a una versión de la grieta como algo del viejo orden. La grieta que él propone ubica del otro lado de “la gente de bien” a buena parte de Juntos por el Cambio [JxC, coalición de derecha neoliberal liderada por Mauricio Macri], al kirchnerismo y a la Iglesia católica.

[...] El 2001 no fue solamente el punto en que se expresaron y redefinieron las lógicas de acción de los movimientos populares, el peronismo o las clases medias que luego se plegaron al kirchnerismo. El 2001 fue también el momento en que las fuerzas liberales, luego de colapsar, comenzaron un proceso de ensayos y errores que pasaron por muy diversas tentativas hasta encontrar un camino. Como señala Melina Vázquez [en el capítulo 2 del libro], el espejo de las organizaciones peronistas fue hiriente pero ejemplar para las derechas. Para sus organizaciones juveniles, en un camino que iba de adentro hacia afuera, también se trató de “recuperar la política” tal como lo habían hecho sus contrincantes. El “que se vayan todos” también tuvo entre sus filas a los que, tomando como origen simbólico de su posición esa ruptura, sintieron la voluntad, la posibilidad y la obligación de hacer algo nuevo por el país que aman pero que es fuente de sufrimientos, y participaron en la fundación de diversas tentativas, notoriamente el PRO [Propuesta Republicana, partido de Macri, eje de JxC], que, como muchos decían, les permitió volver como CEO.

Pero a las heridas de 2001 se sumaron otras en este proceso de renovación de las militancias de derecha. Los avances del kirchnerismo no sólo ofrecían el ejemplo de una juventud políticamente organizada. También eran percibidos como victorias políticas y culturales amenazantes para un patrimonio que revelaba su valor, justamente, por los ataques que recibía: las políticas de memoria y la emergencia de leyes y proyectos que discutían las instituciones tradicionales en el campo de las relaciones familiares y de los comportamientos sexoafectivos. Esos avances, vividos como agraviantes desafíos, fueron un incentivo adicional a la movilización ya que a partir de ellos la militancia se convertía en una obligación vital y una responsabilidad.

Factor Gramsci

La convocatoria a la política bajo la forma de participación en “la batalla cultural” como primer paso muestra de nuevo la relación especular de los organizadores político-culturales de las derechas con sus adversarios y enemigos. La lectura de [Antonio] Gramsci entre militantes, dirigentes y productores culturales los llevó a comprender y valorar la función que cumplen las disputas por dar sentido al mundo, por invalidar enunciadores privilegiados, por poner en crisis los discursos con más peso en la vida social y política. Para quienes se sentían amenazados, la sensación de estar a contracorriente, de enfrentar en soledad una sociedad cuyas principales instituciones políticas, educativas y culturales habrían sido copadas por el marxismo cultural en una estrategia “gramsciana”, era una invitación a ejercer una presión simétrica y contraria para poner las cosas en su lugar: reponer el valor de lo “políticamente incorrecto” pero verdadero en términos de doctrinas o ideas superiores.

La militancia de viejas verdades tradicionales en tono adversativo y polémico fue la voz de orden para un activismo que encontró en ejemplos globales de las derechas alternativas un camino a seguir en las redes sociales, las calles, los eventos masivos, las organizaciones políticas, el Parlamento, el ámbito educativo. La intención de “cortocircuitar” el establishment se materializó y se hizo eficaz en un período de siembra que lleva no menos de diez años y ya tiene varias cosechas a su favor, sin que las torres de control y los radares del progresismo los hayan percibido en tiempo más o menos real, por fuera de reacciones genéricas de huida o de negación. En ese marco, los libertarios ejercieron una presencia disruptiva que se convirtió en la envidia de la “casta” (si se toma nota del enorme valor que ha alcanzado la idea de “disruptivo” en la dirigencia), a tal punto que muchos políticos tradicionales buscan algo de la magia atribuida a la disruptividad como si esta fuese una mera forma, independiente de contenidos políticos.

Foto del artículo 'Cómo pensar la novedad de Milei sin exotizarla'

Es preciso señalar acá algo que explica la sensibilización de las derechas en sus años de formación y la de las izquierdas y el populismo en su etapa actual de decepción y retroceso, y que no aparece en los relatos de uno y otro espectro. El peso de miradas, oídos y voces progresistas en la educación, la cultura y en la presencia simbólica del Estado fue menos una producción hegemónica que la oficialización del punto de vista de grupos militantes. Poco de lo sostenido desde esas instancias arraigó en los corazones y las cabezas de las personas con la extensión y la intensidad que requiere la producción de una posibilidad hegemónica como la que se declamaba necesaria, a menudo con modos altisonantes e imperativos. Expresión elocuente de esto es la escena que se volvió viral en agosto de 2021, en la que una profesora de Historia de un colegio de Ciudad Evita discutía a los gritos con un alumno que se había atrevido a cuestionar su lectura del macrismo y del peronismo.

Lo que se confundió con hegemonía en ambas trincheras era más bien una amalgama inestable de convicciones, nuevas posibilidades de sentido común y grandes porciones de la aquiescencia que otorgan los gobernados a los gobernantes cuando las cosas (léase la economía) van bien. No se trata de minimizar el impacto de las iniciativas del kirchnerismo en la vida social y en el terreno de los derechos individuales. Se trata de apreciar que, en la extensión mayor y más profunda de la sociedad, donde no dejó de haber cambios, estos ocurrieron con otra intensidad y, tal vez, por otras razones. Tanto la pretendida nueva hegemonía que asombra a los progresistas como la situación supuestamente minoritaria que indigna a los partidarios de las nuevas derechas, son el reverso de una confusión entre la oficialización del punto de vista y la efectiva modificación de las relaciones de fuerza simbólica: ni el progresismo había avanzado tanto, ni la derecha estaba tan en soledad como para que su militancia fuese un grito en el desierto.

Antielitistas

En las experiencias partidarias y en los emprendimientos culturales de los libertarios habita el mismo fusionismo que en el discurso político ideológico más general. Esto implica una convocatoria amplia signada por la vocación de ser una derecha popular y de no temerle a la circulación masiva. En este aspecto, los libertarios cuestionan el elitismo que implícita o explícitamente cultivaban liberales conservadores, nacionalistas reaccionarios, tecnócratas en funciones dentro de gobiernos de distinto signo. La defensa de las jerarquías naturales o de la desigualdad adquirida y transmitida en condiciones salvajes (esto es, sin igualdad de oportunidades, doctrinariamente combatida por comunista) no implica una resistencia al ejercicio de democratizar la política mediante estrategias de transmisión que a las viejas derechas podían parecerles insoportablemente plebeyas. La celebración de las conversiones de quienes llegan de otras experiencias políticas o el culto a modos de obtención y celebración de la riqueza que no eran norma en las clases altas son parte del ejercicio de compatibilización que se despliega en el marco sincrético de las nuevas derechas. En la batalla cultural y política, la salida del elitismo –la exogamia para explorar nuevos interlocutores, ámbitos y formatos de acción y comunicación–ha sido un éxito ante progenitores políticos más recatados.

En ese contexto, se da una sinergia entre los procesos de institucionalización partidaria y los de creación de públicos, autorías, empresas culturales y circuitos digitales y presenciales. Si por un lado las especializaciones son cada vez más notorias y no hay tanta superposición entre agentes de ambos ámbitos, por otro hay intercambio y refuerzo recíproco. Los productores culturales ensanchan el espacio de acompañamiento partidario, mientras que las organizaciones militantes encuentran orientación en esa producción simbólica al tiempo que logran traducirla en logros políticos concretos en espacios institucionalizados de disputa. Las audiencias se convierten en votos y el crecimiento electoral en nuevas audiencias, mientras los agentes de la batalla política y cultural se legitiman de un campo a otro abriendo canales de intercambio entre política y cultura liberal. Los esfuerzos desplegados por libertarios, especialmente entre los jóvenes (más allá de que estos constituyan o no el principal caudal), han renovado y/o instaurado las figuras del militante político y el simpatizante cultural, dos pilares de su fortaleza actual.

La construcción de una alternativa de derecha con vocación popular se encuentra históricamente con las transformaciones de la vida de amplias capas de los sectores populares. Así, la primera observación que nos entrega el último capítulo de este libro es que el lenguaje de los partidarios de La Libertad Avanza no está restringido a esa fuerza política, sino diseminado en la sociedad: es hablado por amplias capas de la población y habla a través de ellas, incluso a través de los sujetos que se inscriben de forma más o menos deliberada en otro espectro político e ideológico. No sólo los votantes de Milei, sino también los de Patricia Bullrich [candidata de JxC que no llegó al balotaje] e incluso los de Sergio Massa [postulante oficialista derrotado en segunda vuelta] o [Juan] Grabois [precandidato que perdió las primarias con Massa] se reconocen emprendedores, ponen en el centro el rendimiento económico del sujeto y encarnan una versión extendida del homo economicus con elementos de realce emocional y autoexploración psicológica que les dan un tinte ético positivo a las estrategias para ponerse en valor en el mercado. Esto no está exento de articulaciones que trascienden la economía y refieren a la preocupación por la familia, los hijos e incluso el país. Este lenguaje le confiere carácter de experiencia común a un conjunto de prácticas cuya generalización se ha acelerado en los últimos lustros y que hasta cierto punto han quedado fuera de los análisis.

Mejoristas

Muy en general, llamamos “mejoristas” a una serie muy heterogénea de sujetos que se autoperciben en esos términos y se encuentran en posiciones ocupacionales y trayectorias muy diversas, que no se circunscriben al empleo informal. Este lenguaje, que configura una sensibilidad, contiene también determinaciones que responden a los debates políticos contemporáneos: implica una crítica de las regulaciones económicas, de la actividad del Estado como agente impositivo y como proveedor de servicios, de los partidos y los políticos como agentes interesados en mantener, en provecho propio, una situación que se denuncia como oprobiosa para las mayorías. Los mejoristas, incluso en su variante más escéptica, sostienen que el progreso personal y familiar, la subsistencia cotidiana contra la adversidad, no se deben ni pueden deberse primariamente a la acción del Estado, ni a ninguna organización colectiva o derecho que vaya más allá de la familia o los socios en el ejercicio de la libertad de trabajar y usufructuar los resultados del propio esfuerzo. La voluntad, la capacidad de aguante, la preparación, la organización personal, lo que se debe a los padres o los hijos o lo que se recibe de ellos deben ser el fundamento de la asignación de todos los recursos.

Así, esta ideología se distingue de las posiciones que parecen como únicas, diferenciadas y contrastantes cuando se ve la política desde arriba: reaccionarios y críticos, derechistas y progresistas. Las prácticas de los sujetos que no forman parte de las élites sociales u organizativas no dejan de implicar ideologías. Y aunque estas no se presentan con el formato del manifiesto, el programa o el manual, ni con las etiquetas que mencionamos (lo que las volvería visibles ante el círculo rojo de políticos, analistas, periodistas, consultores y líderes sociales), no hay duda de que se trata de ideologías relevantes. Tanto que pueden ser la base de identificaciones políticas, pero sin correspondencia lineal y unívoca: se puede ser mejorista y votar a Milei, a Massa o a Bullrich. Se trata de motivos de identificación que escapan a las observaciones de un establishment al que algunas veces, como hemos podido ver, superan adhiriendo a propuestas inesperadas.

Pablo Semán, licenciado y doctor en Antropología Social. Profesor en la UNSAM.