“Había en los cuerpos, misteriosamente, cierta mitología, la de las grandes huelgas que nos contaron”. Era 1995. Otra reforma de las jubilaciones. El mismo país que ahora: Francia. Como ahora, manifestaciones en las calles. La narrativa y la actualidad se cruzan en este texto de la más reciente Premio Nobel de Literatura.

Como sucede a menudo, no lo vimos venir. Jacques Chirac acababa de ganar la elección presidencial denunciando la “fractura social”. Encarnaba una derecha popular, por lo menos preocupada por su electorado popular. A diferencia del proyecto para las jubilaciones del poder actual, el de 1995 sobre la seguridad social, de alineamiento del sector público con el privado en relación con las pensiones, y otros puntos de reforma, no había sido anunciado en absoluto, ni preparado por medio de debates. En noviembre de 1995 nos cayó encima y tardamos un poco en comprender lo que estaba en juego. Pero Alain Juppé, el primer ministro y autor del plan, tenía esa arrogancia, el desdén de aquel que sabe más y genera al escucharlo la sensación humillante de formar parte de una masa forzosamente estúpida. Creo que al principio rechazamos sobre todo eso, esa arrogancia. Necesitábamos levantar la cabeza.

El 24 de noviembre de 1995 fue la primera gran jornada de huelga contra el plan Juppé y el comienzo de una movilización de todos los sectores públicos. Ni trenes, ni metro, ni correos, ni escuelas. Hacía mucho frío. Recuerdo haber tenido una sensación estimulante de incertidumbre, de estar en esos momentos, inusuales, en que se hace historia, porque, por una vez, los trabajadores eran sus actores. Creo no haber sido la única, durante una semana, en pensar que estábamos en un momento prerrevolucionario. A diferencia de Mayo de 1968, la población en su conjunto apoyaba la huelga. Los trabajadores privados, que, por su parte, no hacían huelga, les decían a los trabajadores públicos: “Ustedes hacen la huelga por nosotros, en lugar nuestro”. Salíamos abruptamente del túnel de los años posteriores a 1983, de ese final de lo político anunciado por todas partes. Reivindicando sus derechos, los ferroviarios, los agentes de EDF [Electricidad de Francia] y los carteros se oponían al reino ineludible de la economía, desafiaban el orden del mundo. Ya no sé si escuchamos el eslogan “otro mundo es posible”, como en el Foro de Porto Alegre y en las calles de Seattle y de Génova un poco después. Pero fue en esos días de diciembre del 95 que, en Francia, se tomó conciencia de que los mercados, la internacionalización de los intercambios, la construcción de una Europa liberal, dirigían la vida de las personas. Que comenzamos a vincular construcción de Europa con demolición de los derechos sociales, o, más bien, que comenzamos a denunciar las reformas, así como tantas concesiones a la Comisión de Bruselas. Con muchos otros, en 1992 había votado “no” en el referéndum sobre [el Tratado de] Maastricht. La integración europea defendida por François Mitterrand, con todo lo que ella implicaba –la competencia, el desmantelamiento de los servicios públicos–, había sido aprobada por poco1.

De los socialistas en el poder habíamos esperado que cambiaran la vida. Como lo habían prometido. En 1981 hubo muchas medidas sociales importantes, como la quinta semana de vacaciones pagas y la jubilación a los 60 años. Luego, con el “giro del rigor”, de hecho un giro liberal, estábamos muy lejos del esperado Frente Popular de 1936. Mi ruptura ineludible con esta izquierda fue la guerra del Golfo en 1991, la pompa glacial de Mitterrand –“las armas hablarán”–, la participación de Francia al lado de los estadounidenses, los miles de muertos bajo las bombas en Bagdad y el entusiasmo mediático por la operación Tormenta del Desierto.

La izquierda de la negación, los editorialistas, los expertos: en 1995, todos ellos se movilizaron a favor de Juppé. En apoyo a su plan encontrábamos a partidarios de [Michel] Rocard, como el exministro de Salud Claude Evin. Estaba Nicole Notat, que incluso llegaría a pedir al gobierno que estableciera un servicio mínimo en los transportes. (Sería abucheada por militantes de la CFDT [Confederación Francesa Democrática del Trabajo] en la manifestación del 24 de noviembre). Los grandes medios de comunicación, incluido el servicio público, France Inter, por ejemplo, estaban todos a favor de las medidas del gobierno.

“Comprensión racional del mundo”

Fue en ese momento cuando surgió una escisión en la izquierda intelectual. Una parte había firmado una petición a favor de la reforma. Allí encontrábamos al filósofo Paul Ricoeur, al sociólogo Alain Touraine, a Pierre Rosanvallon o a Joël Roman y a Olivier Mongin, de la redacción de la aún influyente revista Esprit. Yo, que sentía admiración por la obra de Ricoeur, estaba atónita, indignada, al leer que en el fondo había, por un lado, una élite que tiene “una comprensión racional del mundo” y, por el otro, la gran masa de las personas que siguen sus pasiones, ira o deseo. Es lo que dirá Pierre Bourdieu a los ferroviarios en lucha en un formidable y memorable discurso en la Gare de Lyon, del cual creo que no hay mucho para cambiar en 2023: “Esta oposición entre la visión de largo plazo de la ‘élite’ ilustrada y las pulsiones de corto alcance del pueblo o de sus representantes es típica del pensamiento reaccionario de todos los tiempos y de todos los países”.

Pierre Bourdieu será una de las principales figuras de la otra petición de intelectuales, aquella que apoyaba a los huelguistas. La firmé porque evidentemente estaba de ese lado2. Fue la oportunidad de involucrarme junto con alguien que había significado mucho en mi emancipación intelectual y en mi devenir de escritora. Fue con la lectura en 1971 de Los herederos [subtitulada Los estudiantes y la cultura (1964)] que me sentí autorizada a escribir Los armarios vacíos, publicado en 1974. Desde entonces seguí leyéndolo, La distinción (1979), La nobleza de Estado (1989) y ese libro que es a la vez un retrato y un análisis de la sociedad francesa, publicado dos años antes del plan Juppé, La miseria del mundo (1993). El compromiso político de Bourdieu con la huelga tuvo para mí el valor de obligación, en tanto escritora, de no seguir siendo espectadora de la vida pública. Ver a este sociólogo, internacionalmente reconocido, involucrarse en el conflicto social, escucharlo, era una inmensa alegría, una liberación; él nos hacía erguirnos cuando Juppé y los otros querían que nos sometiéramos.

Las huelgas difíciles y largas tienen en común que rompen el curso habitual de los días. La de 1995 tuvo como particularidad que una parte de la población aún debía ir a la fábrica o a la oficina sin otro medio de transporte más que el auto. Había mucha solidaridad, y bastante ingenio. Improvisábamos compartiendo los autos. La venta de bicicletas explotó. Recuerdo que mi hijo tuvo que comprar una bicicleta todo terreno para ir a trabajar de París a los suburbios, y que en la tienda por departamentos a la que fue ¡era el propio [Raymond] Poulidor quien la promocionaba! Pero todos caminamos mucho, en apretadas filas por veredas generalmente vacías, como entre el barrio de La Défense y la avenida de la Grande Armée, sobre el puente de Neuilly. Hacía un frío glacial, había nieve. En Los años (2008) describí esta caminata invernal como un acto de memoria. Cuando las personas avanzaban trabajosamente por las ciudades sin ómnibus ni metro, había en los cuerpos, misteriosamente, cierta mitología, la de las grandes huelgas que nos contaron, que no necesariamente vivimos.

Recuerdo la extraña sensación al leer Le Monde, de noche, como si este estuviera por debajo de la realidad, del presente, sentimiento que por cierto toda convulsión social provoca. De modo general, los diarios y las radios rebosaban de editoriales moralizadores, de odio a los empleados en lucha. Algunos años más tarde me alegré de la creación de PLPL, “El diario que muerde y huye”3.

Manifestación contra el Plan Juppé, el 13 de diciembre de 1995, frente a la Ópera de París.

Manifestación contra el Plan Juppé, el 13 de diciembre de 1995, frente a la Ópera de París.

Foto: Pierre Verdy, AFP

Una semivictoria

En la movilización tan rápida y tan fuerte contra el proyecto del gobierno, el rol de dos líderes sindicales fue importante: Marc Blondel por FO [Fuerza Obrera] y Bernard Thibault por la CGT [Confederación General del Trabajo], también el de los disidentes de la CFDT que crearán SUD [Solidarios, Unitarios, Democráticos] –el cual se impondría después del 95 como un movimiento de lucha mayor–. Pero esta movilización no puede entenderse sin la sacudida que había producido el plan Juppé en la sociedad francesa. Este cuestionaba la seguridad social, conquista de la Liberación, las jubilaciones; por lo tanto, cosas fundamentales, incluso existenciales. Poco importaba que la reforma apuntara a los funcionarios y empleados de las empresas públicas. La gente se daba cuenta de que el Estado, al ir en contra del personal de los servicios públicos, atacaba indirectamente el modo de vida de todo el mundo, y hoy vemos bien que efectivamente eso es lo que se produjo en 20 años. Los manifestantes de 1995 lo entendieron bien al entonar “¡Todos juntos!” para defender las “conquistas sociales” –una expresión que, creo, se impuso en ese momento–. Hoy la escuchamos menos. Décadas de liberalismo económico terminaron por convertir a esta expresión en casi vergonzosa, censurable. Se hace de todo para sacar esta idea de nuestra cabeza y de nuestra vida, mientras que las conquistas de los más privilegiados son, por su parte, legítimas. La edad legal de jubilación se convirtió en una variable de ajuste de los intereses económicos. Y eso es lo que está en juego hoy: la conciencia de que el Estado tiene todos los derechos sobre la vida de los ciudadanos y puede retrasar a su antojo el momento en el que por fin podremos disfrutar de la existencia. Es contra la esperanza del descanso, de la libertad, del placer, que arremete la reforma buscada por [el actual presidente de Francia, Emmanuel] Macron. A ello se debe la oposición de todas las categorías activas, jóvenes y no tan jóvenes, de la población. En cambio, el presidente puede contar con el apoyo seguro de los jubilados acomodados –su electorado desde el comienzo– a una reforma que no afectará en absoluto su vida.

De 1995 queda sobre todo el recuerdo de la última movilización sindical victoriosa. O más bien una semivictoria. Si bien el gobierno de Juppé renunció a alinear las jubilaciones del sector público, hará aprobar la otra parte del plan, las medidas para recuperar el control de la seguridad social. Fracasamos sobre todo en cambiar de futuro. A pesar de las luchas en el hospital, en la escuela, en la universidad, tras 25 años de liberalismo desenfrenado, vivimos en un país de servicios públicos (escuela, universidad, hospital) desmantelados.

Todo el mundo percibe el ascenso de una exasperación sin precedentes por parte de los empleados, que ya no soportan la precariedad de los contratos o lo absurdo del trabajo. Nadie puede perder la esperanza en una juventud que en el pasado bloqueó secundarios y universidades en contra de la mercantilización de la educación, que por todas partes pelea contra los grandes proyectos inútiles y a favor del clima. Desde el Me Too en 2017, el feminismo recobró una fuerza extraordinaria. Hubo, sobre todo, tamaño desprecio de las clases populares, de aquello que denomino mi raza y que me han reprochado querer vengar... Sea cual sea el final de la lucha en curso, percibimos bien que otro viento de ira se levantará.

De por sí, ya se hizo esta movilización extraordinaria el pasado 19 de enero. Qué alegría esa mañana prender la radio y escuchar la música ininterrumpida de los días de huelga, en lugar de las cuestiones más o menos pérfidas de los presentadores matutinos, canciones en lugar de las crónicas del desastre. Y me sentí satisfecha de noche, cuando me enteré de que dos millones de personas habían marchado en todas partes de Francia para rechazar el proyecto del gobierno.

A pesar de nuestras derrotas, incluso si el recuerdo del invierno de 1995 y de sus noches frías a veces parece atenuarse como el de un sueño lejano, estos manifestantes de enero de 2023, tan numerosos que les costaba retirarse de la Plaza de la República, me hicieron pensar, una vez más, en los versos de [Paul] Éluard: “no eran más que algunos / en toda la tierra / cada uno se creía solo / y de pronto fueron multitud”. Quisiera agradecerles por ello. No agachemos más la cabeza.

Annie Ernaux, escritora, premio Nobel de Literatura. Este texto proviene de una entrevista. Fue revisado y corregido por la autora. Traducción: Micaela Houston.


  1. N. de la R.: Se conoció como “le petit oui”, el pequeño sí: 51,05 por ciento contra 48,95 por ciento. 

  2. Pierre Bourdieu, Contre-feux, Raisons d’agir, París, 1998. Véase también, en la misma editorial, Frédéric Lebaron, Dominique Marchetti, Julien Duval, Christophe Gaubert y Fabienne Pavis, Le “Décembre” des intellectuels français, 1998. 

  3. N. de la R.: Pour lire pas lu [Para leer lo no leído], PLPL, “El diario que muerde y huye”, era un diario de crítica de los medios de comunicación creado en junio del 2000, y que se convertiría en Le Plan B en 2006.