La concentración de poder que lleva a un debilitamiento de las elecciones como mecanismo competitivo para elegir representantes es el principal riesgo de las democracias latinoamericanas. Aunque las causas son múltiples, hay dos que se destacan: los actores desleales y la falta de inclusión de los partidos políticos.
No son buenos tiempos para el gobierno democrático en América Latina. Venezuela y Nicaragua tienen regímenes autoritarios desde hace varios años. En El Salvador Nayib Bukele parece avanzar en la misma dirección. El refuerzo del bloqueo a Cuba por parte de Estados Unidos durante la presidencia de Donald Trump postergó las esperanzas de apertura política en la isla que se habían despertado durante los años previos. Rebeliones populares multitudinarias, extendidas en el territorio y sostenidas en el tiempo, sacudieron a Ecuador y Chile en 2019, a Colombia en 2021 y, después de un agudo conflicto entre poderes y la destitución del presidente, conmueven desde hace varios días a Perú. En todos los casos, la respuesta represiva de los gobiernos fue muy violenta.
Evo Morales fue desplazado del poder en Bolivia a través de un golpe de Estado en noviembre de 2019, y en enero de 2023 partidarios del expresidente Jair Bolsonaro ocuparon las sedes de los tres poderes de la República, completando una serie de acciones orientadas a provocar una intervención militar en Brasil pocos días después de que Luiz Inácio Lula da Silva asumiera su tercer mandato. Las segundas vueltas de las elecciones presidenciales más recientes en Brasil, Ecuador, Chile y Colombia enfrentaron a candidatos muy distantes en el espacio ideológico; varios de ellos expresan una derecha fuertemente conservadora y de compromiso democrático cuestionable.
En casi todos los países de la región, la tradición antipopular latinoamericana –una posición política con raíces históricas profundas– alimenta candidaturas exitosas a través de un muy eficaz discurso tradicionalista, punitivista, chauvinista y antiigualitario que intoxica el debate público, compromete la convivencia plural y desestabiliza la competencia electoral. Es comprensible que las evaluaciones más comunes sobre el presente de las democracias latinoamericanas sean pesimistas. ¿Cuánto deberíamos preocuparnos y de qué riesgos nos tenemos que cuidar?
Cuando todos los poderes son uno
La amenaza actual más fuerte a las democracias de la región no es una intervención militar sino lo que en los estudios de Ciencia Política se llama erosión o retroceso democrático1. En esta perspectiva, la democracia se entiende como un conjunto de reglas que sujeta el acceso a posiciones de autoridad en el Estado al resultado de elecciones con participación amplia y competencia irrestricta. El mecanismo electoral funciona si hay resguardos legales para el carácter participativo y competitivo de las elecciones (en especial, libertades de movimiento, de asociación y de expresión y derechos a elegir y ser elegido).
Dentro de este conjunto de resguardos legales ocupa un lugar especial un texto o un conjunto de textos constitucionales, de rango superior: textos que establecen qué cuenta como una ley y quién determina qué es legal. De manera típica, estos textos no concentran esta autoridad para sancionar y para reconocer leyes en una sola persona o institución, sino que la distribuyen entre varios cargos de gobierno. Cuando esos cargos son ocupados por personas con propósitos en alguna medida divergentes –porque pertenecen a distintos partidos políticos, porque son elegidos en distintos momentos, en distintos territorios o por distintos períodos, porque tienen distintas lealtades profesionales o ambiciones personales contrapuestas– hay, en el sentido corriente de la expresión, división de poderes. La división de poderes hace más improbable el cambio del orden legal y, entonces, asegura los resguardos de la competencia electoral.
El retroceso democrático resulta de la neutralización de esta división de poderes. Cambios regulares o irregulares de las prescripciones de orden constitucional facilitan la ocupación de los cargos de gobierno con personas que comparten objetivos y compromisos políticos fundamentales. Los poderes quedan así alineados. Estos cambios afectan el carácter competitivo de las elecciones y limitan los derechos de asociación, de expresión y de participación política. Distorsiones de la democracia de este tipo no sólo pueden convivir con la celebración de elecciones, sino que se justifican y se ratifican en elecciones con competencia restringida y, a veces, con baja participación del electorado. En la medida en que esta concentración de la capacidad de decisión se sostenga en el tiempo, las democracias liberales se convierten en algo distinto. Los estudios nombran a este otro algo recurriendo a etiquetas de variada capacidad informativa pero que en todos los casos remiten a retrocesos respecto de un orden democrático pleno: democracias i-liberales, semi-democracias o autoritarismos competitivos.
Competencia desleal
El peligro que enfrentan las democracias latinoamericanas es deslizarse desde un orden político incluyente, con varios centros de poder limitándose mutuamente, es decir un orden poliárquico, a uno excluyente, con la capacidad de decisión más concentrada y difícil de disputar.
De acuerdo con este diagnóstico, las amenazas más serias para las democracias latinoamericanas son los factores que pueden embarcar al Poder Ejecutivo en un camino de neutralización de la oposición política, y los factores que pueden alimentar el respaldo de parte del electorado y de los actores políticos organizados a estrategias de este tipo.
Dentro del conjunto de fuerzas que pueden desatar dinámicas como esa, los análisis recientes suelen concentrar la atención en los fenómenos más novedosos. Entre ellos ocupan un lugar protagónico la polarización política y el auge de las derechas radicalizadas (que suelen ir juntos y resulta difícil distinguir). La polarización y las derechas radicalizadas pueden, bajo ciertas condiciones, convertirse en amenazas serias para la supervivencia democrática. Pero es importante llamar la atención sobre otros dos factores que también pueden empujar el retroceso democrático, mucho menos novedosos, recurrentes en la historia política latinoamericana, pero igualmente dañinos: la competencia desleal y el déficit de inclusión política.
En cualquier actividad competitiva es difícil distinguir la competencia intensa de la competencia desleal. Las disputas vitales se juegan, como describió alguna vez Diego Simeone, actual director técnico del Atlético de Madrid, con el cuchillo entre los dientes. Sin embargo, se puede establecer una diferencia importante: la competencia desleal, a diferencia de la competencia vigorosa, admite la exclusión del juego o la amenaza de exclusión del juego como táctica para derrotar al adversario. Recurrir a tácticas que apuntan o pueden derivar en la exclusión prolongada de los adversarios de la competencia electoral es, en el sentido que propongo, desleal. Ejemplo de tácticas desleales es la demonización de los adversarios partidarios. ¿Qué es esto? Los politólogos Gary Cox y Jonathan Rodden definen la demonización como “los mensajes partidarios que destacan selectivamente las posiciones más extremas e ignoran las posiciones o los miembros más moderados de los otros partidos” así como el uso de características adscriptivas de los votantes de un partido (por ejemplo, la etnia) como estereotipo de comportamientos o posiciones de política2.
Otras tácticas que llevan a la exclusión de los adversarios son la presentación de denuncias penales para demostrar oposición intransigente a medidas de gobierno o a propuestas de la oposición, la persecución judicial y el uso oportunista e irresponsable de los mecanismos constitucionales de emergencia, como el juicio político o los mecanismos revocatorios. Admito que la distinción entre “competencia fuerte” y “competencia desleal” es difícil de fundar en elementos objetivos. La acusación de deslealtad puede ser, ella misma, una táctica competitiva. La diferencia entre la intención de imponerse en una competencia y la de excluir de una competencia sólo es discernible, en algunos casos, para quien actúa con uno de estos propósitos, y puede no ser observable por un espectador. La ausencia de castigo penal para el abuso de posiciones de autoridad es –aunque por otros motivos– tan indeseable como recurrir a los tribunales de modo frívolo y banal para tratar de resolver diferencias políticas. Los juicios políticos y los mecanismos revocatorios permiten resolver crisis políticas que el cumplimiento de los períodos de gobierno predeterminados, característico de los sistemas presidenciales, podría agravar; y es muy difícil determinar de modo exhaustivo ex ante qué es una crisis grave o una situación insostenible.
Por todo esto, el autocontrol y la prudencia no son una base suficientemente firme para sostener un orden político. Pero son indispensables. Pueden alimentarse de la convicción normativa3 o fundarse en un cálculo de conveniencia, pero no pueden faltar. La competencia desleal, difícil de reconocer o de anticipar, es reconocible en sus consecuencias. Todas ellas debilitan el mecanismo electoral como regla de sucesión.
De acuerdo con una expresión recurrente en los estudios sobre el tema, una democracia es estable cuando las elecciones sujetas a reglas constitucionales son el único juego admisible. En cambio, cuando el acceso y la permanencia en los cargos de gobierno dependen de lo que se decide en las legislaturas, en los tribunales, en los medios o en la calle, el veredicto electoral pierde peso.
Desde 1985, 21 presidentes latinoamericanos fueron depuestos antes de terminar sus mandatos. En el mismo período, uno de cada tres presidentes electos en la región fue sometido a procesos penales después de abandonar su cargo. Estos son ejemplos extremos del uso frecuente, y muchas veces irresponsable, de las herramientas que ofrecen los sistemas políticos latinoamericanos. La polarización y el crecimiento de las derechas radicalizadas pueden darle respaldo popular al uso de estas herramientas e introducir algunas amenazas adicionales para la democracia, pero la competencia desleal y la dificultad para institucionalizar la oposición política afectaron a la política latinoamericana mucho antes de que estos fenómenos se volvieran preocupantes.
La limitación de la competencia política y la neutralización de la oposición pueden volverse opciones más atractivas para los oficialismos en un contexto de competencia desleal. En esas situaciones, la recurrencia a las Fuerzas Armadas, el desconocimiento de los resultados de las elecciones y otras formas extraconstitucionales y lesivas de la democracia pueden ser alternativas tentadoras para las oposiciones.
Inclusión partidaria
El segundo factor desestabilizante es el déficit de inclusión partidaria. El signo más revelador de esta deficiencia es la tendencia a dirimir conflictos políticos por fuera de los ámbitos y con reglas distintas que las que prevén las constituciones. Algunos trabajos, como los de Mariano Tommasi y Carlos Scartascini, describen con claridad la relación entre los déficits de inclusión política y la expresión de los conflictos fuera de las instituciones formales4: los actores sociales y políticos juegan por afuera cuando en la calle pueden expresar o alcanzar lo que quieren más completamente que en las legislaturas o en los gabinetes. El déficit de inclusión partidaria tampoco es un problema nuevo en la política latinoamericana. Tiene dos dimensiones independientes y potencialmente contradictorias: la incorporación social y la fragmentación. La incorporación social se refiere a la existencia de canales partidarios para expresar los intereses de todos los grupos sociales demográficamente relevantes y con capacidad de acción colectiva. La fragmentación partidaria se refiere al tamaño del conjunto de partidos o coaliciones que recibe una proporción significativa de los votos y puede aspirar a llegar a cargos de gobierno.
Los sistemas de partidos con baja fragmentación suelen dar lugar a gobiernos más eficaces y estables. Ejemplos de sistemas de partidos de este tipo son los de Venezuela y Colombia hasta principios de la década de 1990, el de Chile hasta 2019, el de El Salvador hasta el ascenso de Bukele, el de Argentina entre 1983 y 1995, y el todavía vigente en Uruguay. En algunos casos, las transformaciones sociales dan lugar a la aparición de necesidades, intereses e identidades que no encuentran lugar en los partidos establecidos. De acuerdo con la lógica expuesta más arriba, las rebeliones recientes en Chile y Colombia y el colapso del bipartidismo venezolano previo a la llegada de Hugo Chávez al poder pueden entenderse como consecuencia del desborde de la heterogeneidad social respecto de las capacidades de expresión que ofrece el universo partidario. Este no es un problema exclusivo de los sistemas institucionalizados y poco fragmentados, por supuesto, sino que afecta y probablemente explique armados partidarios con distintos grados de volatilidad y fluidez en Argentina, Bolivia y Brasil –o, en un extremo de inestabilidad, en Ecuador o Perú–.
El problema de inclusión partidaria es probable que sea más difícil de resolver que el de la falta de competencia leal. También es posible que la alta fragmentación y la fluidez en el armado de los partidos debiliten la confianza entre las elites políticas y aumenten la recompensa esperable de la competencia desleal. El entorno social ofrece condiciones poco propicias para el arraigo democrático. Como ha observado Adam Przeworski5, algo profundo parece estar ocurriendo con las democracias. La gestión democrática del capitalismo es un desafío que parece superar las capacidades de los sistemas en todo Occidente, con independencia del grado de desarrollo de las economías y de la longevidad de las instituciones políticas. El debilitamiento de los vínculos entre los electorados y los partidos, el predominio de las antipatías sobre el apoyo como brújula para el comportamiento electoral (el predominio del “voto anti”)6, el rechazo visceral a los partidos políticos tradicionales y la prevalencia de la bronca como emoción política pueden permitir la formación de mayorías electorales circunstanciales, pero dificultan la construcción de acuerdos de gobierno. La tentación de la exclusión, visitante frecuente de la política latinoamericana, es más potente en escenarios turbulentos.
Marcelo Leiras, profesor de Ciencia Política de la Universidad de San Andrés e investigador independiente del CONICET, Argentina.
Actualización
Al cierre de esta edición los congresistas peruanos debatían el adelanto a diciembre de 2023 de las elecciones generales, por ahora previstas para abril de 2024. La mandataria Dina Boluarte envió un mensaje al Parlamento pidiendo que se acuerde una fecha para este año. Perú Libre (partido del presidente vacado Pedro Castillo) ha indicado que su postura es pedir la renuncia inmediata de Boluarte y que las elecciones anticipadas incluyan el inicio de un camino hacia una nueva constitución. En la calle, continuaban las protestas ciudadanas, durante las cuales ya han muerto 58 personas (cifras de la Defensoría del Pueblo al 30 de enero), varias de ellas por la represión policial. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos pidió el “cese inmediato” de la violencia y dijo que un Estado no puede “justificar un quebrantamiento a los estándares del uso de la fuerza pública en detrimento a los derechos humanos”.
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Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Ariel, Madrid, 2018. ↩
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Gary Cox y Jonathan Rodden, “Demonization as an electoral strategy”, manuscrito presentado en la New York University, octubre de 2021. ↩
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Scott Mainwaring y Aníbal Pérez Liñán, Democracias y dictaduras en América Latina. Surgimiento, supervivencia y caída, Fondo de Cultura Económica. México. 2017. ↩
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Carlos Scartascini y Mariano Tommasi, “The Making of Policy: Institutionalized or Not?”, IDB Working Paper N° 24, 2009. ↩
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Adam Przeworski, Las crisis de la democracia. ¿Adónde pueden llevarnos el desgaste institucional y la polarización?, Siglo XXI, Buenos Aires, 2021. ↩
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Carlos Meléndez, The post-partisans, Cambridge University Press, 2022. ↩