Símbolo de las injusticias del supuesto milagro chileno, el metro de Santiago figura entre los más importantes de América Latina. Aunque en los años 2000 se intentó recuperar cierto sentido social para el sector, en especial con el Transantiago, la dictadura de Augusto Pinochet volvió al transporte urbano un producto de mercado más que un servicio público.
Las entrañas de Santiago de Chile retumban con un gemido salvaje. Es el subte. A 32 metros de profundidad, bajo una luz blanca y en medio del olor a caucho quemado, los zapatos lustrados, las zapatillas de marca y las sandalias coloridas se pisan los talones sobre el embaldosado gris de la estación Baquedano, haciendo equilibrio entre las columnas de hormigón bruto. Es la hora pico. Todo el mundo va en dirección de la zona de actividad del noreste del Gran Santiago (GS). En la superficie, en el ronquido de los motores, algunos ciclistas y peatones pasan indiferentes frente a la salida principal del metro “maldito” después del levantamiento de octubre de 20191.
6.45 am. Comuna de Cerro Navia, en el oeste de la metrópolis de GS. Erika Molina, de 54 años, está en la parada de un hipotético ómnibus. No se va a tomar el metro. “Voy demasiado lejos. Además, ni siquiera estaría segura de poder sentarme”, explica. Como todas las mañanas, su despertador sonó a las seis. Su trabajo es ocuparse de los hijos de sus patrones, preparar el almuerzo, planchar y hacer las tareas domésticas. Todo eso antes de poder volver a su casa rehaciendo el trayecto en sentido inverso, siempre en ómnibus, y atravesando siete de las 35 comunas con que cuenta la aglomeración urbana. Sus empleadores viven a unos buenos 30 kilómetros de Cerro Navia, en la comuna de Las Condes, un barrio del noreste acomodado. En 2010, la señora Molina quiso encontrar trabajo en el GS. Llegada en ómnibus desde Traiguén, una ciudad del sur del país cuya estación ferroviaria amenaza con quedar en ruinas desde el cierre de la línea en la década de 1990, esperaba aprovechar también los numerosos comercios y servicios del centro de la ciudad. “No tenía ni idea de que viviría tan lejos del centro”, recuerda con los ojos siempre fijos en la calle asfaltada de manera burda en estos confines de la metrópolis.
Entre 1900 y 1960, el éxodo rural hizo que la capital pasara de alrededor de 300.000 personas a dos millones de almas (más de 7,1 millones de personas viven hoy en el GS, según el último censo de 2017, es decir, más de un tercio de la población del país). Como los problemas de congestión vehicular se agravaban con el paso del tiempo, Santiago se interesó por distintas opciones que habían sido elegidas en otras grandes ciudades como París, Londres y Nueva York. Poco a poco se fue imponiendo la idea de un metro subterráneo, con la óptica de complementar un servicio de ómnibus que se había vuelto insuficiente.
El decreto de construcción fue firmado el 24 de octubre de 1968, bajo la presidencia de Eduardo Frei Montalva (1964-1970). Y el proyecto que llevó adelante un consorcio franco-chileno desembocó en resultados concretos siete años más tarde. “Éxito indiscutible para la tecnología francesa, ¿podrá este metro responder a las necesidades reales de la población?”2, se preguntaba, sin embargo, el geógrafo Jacques Santiago a partir de 1978. Si los planes iniciales preveían extender la red a los barrios populares de la periferia, la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) reservó el acceso a la Línea 1, inaugurada en 1975, a los bolsillos mejor provistos de la capital: el precio del pasaje era tres veces superior al de un boleto de ómnibus.
“Sanhattan”
Las nuevas estaciones se extienden a lo largo de la Alameda, la avenida principal de Santiago. Esta traza del metro hacia el noreste corresponde a la dinámica que se observaba por entonces en las mutaciones del espacio urbano. “En el transcurso de los años 1960 –explica Genaro Cuadros, arquitecto y urbanista– la ruta Panamericana que atraviesa todo el continente perfora el corazón de la capital de norte a sur. Toda la élite económica y política, que residía hasta entonces en el centro de la ciudad, se desplaza hacia esa zona noreste”. La capital se imagina entonces como el punto de acople del país al proceso de globalización. Al igual que el metro, los proyectos de arterias o de líneas de ómnibus toman entonces la dirección de la zona que recibió el sobrenombre de “Sanhattan” (contracción de Santiago y de Manhattan), bautizada así por los chilenos por su centro de negocios, sus rascacielos y sus oficinas.
Un decreto de 1975 provocó en paralelo oleadas de expulsiones de los más pobres desde las zonas urbanas estratégicas hacia las periferias sur y oeste. ¿El objetivo? “Hacer lugar en el centro de la ciudad al capital inmobiliario para la edificación de un espacio que tenía que servir de vitrina a una metrópolis digna de los países desarrollados”, zanja el asunto Cuadros. “La extensión del área metropolitana, la construcción de viviendas sociales en la periferia durante la era posdictatorial y la concentración de los sectores dinámicos en el noreste explican en gran parte las dificultades que tiene el 80 por ciento de la población para desplazarse de un lugar a otro”.
7.05 am. Con el estómago vacío, la señora Molina no ve que llegue ningún ómnibus. Se impacienta. Tiene que estar lista para empezar a trabajar a las nueve. De esa zona ubicada en el extremo oeste del área metropolitana no sale sino para ir a trabajar. Unas diez personas esperan cerca de la parada del ómnibus. “¿Desde hace cuánto tiempo está usted aquí?”, pregunta un sexagenario a una de sus vecinas sentadas en el borde de la vereda. A falta de horarios precisos, el tiempo de espera sigue siendo la unidad de medida principal. De repente se escucha un crujido metálico. Perforando la espesa niebla matinal, aparece una carrocería verde carcomida por el óxido: el ómnibus de la señora Molina. Un suspiro de alivio recorre la fila que se forma dentro de una nube de gasoil.
“Una línea pensada para las personas [...] con carros de metro de última generación, cómodos, modernos, seguros y silenciosos”, pregonaba el expresidente Sebastián Piñera (2018-2022) cuando se inauguró, en enero de 2019, la Línea 3, la segunda vía automática de la metrópolis. Durante la dictadura el metro no se beneficiaba de ningún financiamiento particular y en 1990 sólo contaba con dos líneas, a imagen y semejanza del antiguo ferrocarril chileno. Con la competencia de un transporte carretero y aéreo en pleno auge, y sobre el cual se concentraba lo esencial de las inversiones, las líneas ferroviarias –que en 1910 cubrían 8.883 kilómetros y vinculaban las zonas desérticas del norte con Puerto Montt en el extremo sur– fueron abandonadas de manera progresiva, o incluso desmanteladas. En 1978 Pinochet decidió cortar todos los fondos a la Empresa de los Ferrocarriles del Estado (EFE) y hacia 2019 la red no se extiende sino sobre 839 kilómetros según las cifras del Ministerio de Transporte y Telecomunicaciones (MTT). Pero las vías no fueron nunca objeto de nuevas inversiones desde la dictadura, al contrario que el metro.
¿Lujo?
Hasta entonces administrado por completo por el Ministerio de Obras Públicas, el metro quedó en 1990 bajo la dirección de una sociedad anónima de capitales públicos. Desde entonces el Estado accionista concentra lo esencial de su política de transporte sobre el desarrollo y la construcción de líneas. La red representa hoy, después de la de México (225 kilómetros), la más importante de América Latina, con seis líneas desplegadas que sobre 140 kilómetros transportan 2,4 millones de pasajeros por día. “El metro que tenemos en Chile es un lujo [...] está entre los 20 metros más significativos a nivel mundial”, proseguía Piñera en enero de 2019. Pero un “lujo” todavía inaccesible para muchos. Sólo 23 de las 34 comunas con las que cuenta el GS están comunicadas por el metro. Un “lujo” que además se destaca en medio del deterioro de numerosas comunas.
Nos deslizamos por la mañana en la línea que parte rumbo a las zonas suburbanas del sur, que en ese sentido va casi vacía. Del lado izquierdo: detrás de algunos inmuebles residenciales de una veintena de pisos, se recortan en el cielo azulado las aristas de la Cordillera de los Andes. Del lado derecho está la comuna popular de La Granja, atravesada por la autopista periférica Vespucio Sur. La rama de esta línea elevada se detiene y bajamos por una larga escalera para alcanzar tierra firme. A unos 200 metros de ahí, adosado a una pared agrietada, en una placita sin bancos ni árboles y con el rostro surcado de arrugas, está Gerardo Bravo, quien pasó toda su vida en ese barrio. “Acá hay algunos negocios, pero en lo que tiene que ver con farmacias, bancos, entretenimientos, parques o negocios de ropa, por ejemplo, hay que tomarse medios de transporte. Todo está en el centro”, precisa. Frente a nosotros hay un muro monumental de unos 20 metros de altura. Flanqueada por un techo de material plástico que brilla con los primeros rayos del día, se encuentra la estación de metro La Granja. Atmósfera serena, embaldosado impecable y cromos rutilantes. Por estas numerosas piezas arquitectónicas y la calidad de su funcionamiento, Santiago se hizo merecedora incluso del premio al mejor metro del continente en 2012, en ocasión de la ceremonia anual de los Metro Awards [Premios del metro]. En los pasillos de algunas estaciones centrales de Santiago, comercios, oficinas de correo, cajeros automáticos e incluso bibliotecas dan forma a una ciudad dentro de la ciudad, un espejo subterráneo de lo que los pasajeros ya pueden encontrar en la superficie.
Incendiada en octubre de 2019 como otras 24 en el GS, la estación La Granja luce ahora flamante y nueva. Todavía no se echó luz sobre los responsables de estos daños, pero para Bravo “el metro es un símbolo de la injusticia del supuesto milagro chileno, es por eso que lo prendieron fuego”. Señalando con el dedo el barrio situado del otro lado de la autopista periférica, la Población San Gregorio, una zona de viviendas precarias, subraya la responsabilidad del Estado por sus fallas en términos de planificación del barrio, de recolección de residuos, de mantenimiento de las calles. Según él, el metro encarna todavía el Estado a ojos de la población, incluso si este sólo es accionista de la empresa. “Ahí las personas viven bajo techos de chapa oxidada. El barrio está descuidado por completo. Por el contrario, el Estado rehízo la estación a nuevo, es lo único que les interesa”.
Bravo no sale de su barrio sino para trabajar, como muchos de sus vecinos. “Antes en esta zona había sólo granjas, hoy hay mucha más gente, también personas de clase media, sobre todo después de que tenemos el metro. Pero sólo duermen en el barrio, todas trabajan en el centro”. En un editorial publicado en enero de 2020, varios especialistas sostienen que “sin una planificación urbana centrada en la búsqueda del bien común, el urbanismo de la desigualdad hizo que una infraestructura clave como un tren subterráneo se convirtiera en un reproductor de la desigualdad, aumentando directamente el precio de las viviendas que se ubican cerca de sus estaciones, sin que el Estado sea capaz de controlar este proceso”3. La hiperconcentración de las metrópolis se acompaña, como subraya el geógrafo Guillaume Faburel, de una “conminación hacia la movilidad” que obliga a los ciudadanos a desplazarse lejos de su casa para acceder a su lugar de trabajo o de esparcimiento4.
Rol subsidiario
Las desigualdades de movilidad urbana también hunden sus raíces en un proceso gradual que tuvo lugar desde la desestabilización de los transportes de ómnibus bajo el mandato de Pinochet hasta la liberalización total del sector. Manejado desde 1953 hasta 1981 por la Empresa de Transporte Colectivo del Estado, el sistema se convirtió en un mercado y ya no en un servicio público básico para los ciudadanos. La Constitución de 1980 confiere un “rol subsidiario” al Estado, que no puede actuar en los campos en los cuales interviene lo privado. “La desregulación para los operadores de ómnibus permitió a las compañías y choferes circular sin autorizaciones específicas y determinar sus propias tarifas: el parque se duplicó entre 1979 y 1988 y las tarifas aumentaron en promedio 150 por ciento5, nos explica Cuadros. El salario de los choferes se basaba únicamente en la cantidad de boletos vendidos. Los ómnibus moribundos levantaban la mayor cantidad de pasajeros posible y todos querían pasar por el centro. “Cuando el presidente Ricardo Lagos (2000-2006) quiso en 2002 volver a meter mano en el sistema, las compañías de ómnibus amarillas hicieron una huelga masiva, bloquearon la ciudad y se apoyaron en la Constitución para seguir suministrando un servicio privado en la vía pública”.
En 2007, la implementación del nuevo plan de circulación urbana Transantiago bajo la presidencia de Michelle Bachelet (2006-2010, luego 2014-2018), rebautizada Red bajo la presidencia de Piñera, tuvo según Cuadros el mérito de haber “organizado la red”. Este Sistema Integrado de Transporte Público (SITP) limita el parque, en efecto, a diez compañías concesionarias y crea la tarifa única para el metro y el ómnibus por medio de la tarjeta ¡Bip!, con pago magnético. Pero el equilibrio sigue siendo frágil. Mientras que la financiación del metro descansa para muchos en el precio del boleto, las compañías privadas de ómnibus funcionan a partir de subvenciones. Resultado: los choferes ya no van a todas partes en la hiperperiferia; el metro alcanza niveles de saturación récord y el déficit es de un nivel abismal: 800 millones de dólares en 2019. El fraude superaba la tasa vertiginosa de 40 por ciento en noviembre de 2022, según el MTT, que prevé aumentar los controles y multas. Gran cantidad de acróbatas de molinete nos dan la misma respuesta: “Ni hablar de pagar tan caro por un servicio que no funciona”. Dos pesos, dos medidas. Según un estudio publicado en marzo de 2019 por el Centro de Desarrollo Urbano Durable (Cedeus), la población que vive en las siete comunas del cono noreste representa 80 por ciento del quintil que tiene más altos ingresos, 50 por ciento de los viajes en automóvil y se beneficia a la vez de 2,5 veces más inversiones públicas en infraestructuras de transporte.
A 20 metros de donde estamos suenan dos o tres golpes que un peatón da con la palma de la mano sobre la ventanilla de un ómnibus que se quería tomar… pero no paró. “Pasa todo el tiempo”, comenta decepcionado mientras observa cómo se aleja el coche. Como su salario no depende del número de pasajeros que suben, los choferes se permiten improvisar las paradas y suprimir algunas, incluso si hay gente esperando. Más lejos, delante de la parada, en el centro, Marco Pizarro, de 30 años, no espera nada: mira pasar el enésimo ómnibus frente a nosotros en la avenida Vicuña Mackenna en este comienzo de la tarde. Detrás de los vidrios, nadie. “Están todos vacíos, yo no los tomo nunca. Las personas acá optan por el metro, están los que no pueden elegir y vienen de muy lejos, y entonces se animan a subir a estas catraminas”, dice, describiendo el parque de vehículos arcaicos de funcionamiento caótico. “De todas maneras no entiendo nada, nunca se sabe de dónde vienen o a dónde van. Nadie sabe a qué hora pasan”. En las calles del centro, estos ómnibus fantasmales circulan en las horas valle. “Los choferes se burlan bastante, porque igual cobran”, dice Pizarro, sarcástico.
La chispa
7.35 am. Desde los asientos con el tapizado rasgado del fondo del ómnibus, con el cuerpo sacudido a veces violentamente por los baches, la señora Molina explica que gasta aproximadamente 50.000 pesos, es decir, cerca de diez por ciento de lo que gana (alrededor de 500 euros, contando dos empleos) en transporte. “Y me las arreglo bien. Para otros representa mucho más”, murmura.
En octubre de 2019, el anuncio de un aumento de 30 pesos (0,03 euros) en la tarifa de transportes –en un país en el cual el salario mínimo es de 400.000 pesos chilenos (400 euros)– entre las siete de la mañana y las 5.59 de la tarde encendió el polvorín. “¡No son 30 pesos, son 30 años de neoliberalismo!”. “Invadir, no pagar, ¡otra forma de luchar!”, coreaban los manifestantes durante las primeras semanas del estallido. Sin embargo, el proyecto había contemplado ciertas bandas horarias. En la mañana, de seis a 6.59, y en la noche, de 8.45 a 11, el precio tenía que bajar 30 pesos. Alabando la “flexibilidad” del sistema, Juan Andrés Fontaine, por entonces ministro de Economía, declaró el 8 de octubre de 2019 a la antena chilena de CNN: “Alguien que salga más temprano y tome el metro a las siete de la mañana tiene la posibilidad de una tarifa más baja que la de hoy. Se abrió el espacio para que quien madrugue pueda ser ayudado con una tarifa más baja”. En otros términos: los que protestaban se tenían que levantar antes. Diez días después, Chile se prendía fuego.
“Cuando el precio de los tomates, del pan y de otras cosas aumenta, nadie hace manifestaciones”, se asombraba Juan Enrique Coeymans, presidente del grupo de expertos, atribuyendo el levantamiento a una “manipulación política”6. En agosto de 1949 ya se había desatado la “revuelta de la Chaucha” (nombre que se daba al ómnibus) por un anuncio de aumento del precio del transporte. En Chile, el financiamiento del sistema descansa en una proporción de 60 por ciento sobre la tarifa y 40 por ciento sobre las subvenciones, lo que explica para numerosos observadores la obsesión de las autoridades por el aumento de la tarifa. Sin embargo, existe otra solución: aumentar las subvenciones. Juan Pablo Montero, el sucesor de Coeymans a la cabeza del grupo de expertos, pasa la posta al gobierno: “Se dice que nuestros miembros no son sensibles a lo social, pero hay un lugar en donde el problema se puede resolver: el gobierno. Lo que decimos es que necesitamos recursos, sea por medio del boleto o sea mediante recursos adicionales, lo cual es una decisión técnica. Pero finalmente es el gobierno el que tomó la decisión de aumentar el precio del boleto”7.
Se perfilan dos soluciones. En marzo de 2022, para luchar contra el aumento del tráfico automotor, la polución y la congestión que convierten a la ciudad en “insoportable”, Juan Carlos Muñoz Abogabir, exdirector del Cedeus y actual ministro de Transporte, no descartaba la idea de implementar un impuesto al gasoil. “Lo ideal sería que ese tipo de medida piloto permitiera disponer de transportes públicos gratuitos y ver cómo funciona”. Pero entrevé ya algunas dificultades para ponerlo en práctica. “Es un tema que supera la simple opinión del ministro de Transporte. Se trata de políticas de Estado que tienen un impacto financiero mucho más amplio”8, precisa.
En primer lugar, sobre el presupuesto de los hogares. Un estudio de la Universidad Diego Portales de octubre de 2019 ubica a Santiago entre las diez ciudades más caras del mundo en términos de transporte público. Viajar cuesta dos veces más que en Moscú, Vancouver o México. Aquí, para los hogares, los transportes representan el segundo lugar entre los gastos después de la alimentación, según el último informe sobre el presupuesto de las familias que estableció en 2018 el Instituto Nacional de Estadísticas (INE). Una familia de tres personas que vive en la metrópolis puede gastar, en promedio, alrededor de 155.000 pesos chilenos en transporte, sólo considerando los trayectos domicilio-trabajo, y hasta 250.000 si se tiene en cuenta el hecho de que sus miembros podrían querer desplazarse por otras razones (servicios, estudios, esparcimiento), según un estudio de la Cámara Chilena de la Construcción (CCHC) de julio de 2019.
Cuando nos encontramos con él, Muñoz Abogabir se pellizca levemente los labios en el momento de abordar la cuestión de las tarifas. Y con razón. El 19 de julio de 2022 desencadena la polémica al anunciar un posible aumento en Radio Universo, antes de intentar apagar la mecha, adelantando que se trataba de un “malentendido”. El anuncio oficial llegaría el 19 de octubre de 2022, tres años después del inicio del levantamiento chileno. “En efecto, íbamos a implementar un descongelamiento paulatino de las tarifas en 2023”, asume hoy. “La tarifa está congelada desde hace tres años por una situación muy delicada, la pandemia y sus consecuencias económicas en los hogares, ¡pero las protestas, entre otras cosas, complicaron el sistema de transporte, y por un aumento que representaba menos de cinco por ciento de la tarifa!”, recuerda. Si bien existe un boleto más barato para los estudiantes y las personas de mayor edad, en Chile no hay valores reducidos para los desempleados, por ejemplo. “Se lo podría abordar, todo es abordable”, sonríe Muñoz Abogabir.
Todo tal vez no
El programa piloto llamado “Transporte doble cero”, sin costos de emisión y sin gastos para los pasajeros, sostenido por el presidente Gabriel Boric durante su campaña, parece lejos de ver la luz. Congelar o no congelar las tarifas es el dilema. Interrogado en el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacifico (APEC) el 17 de noviembre de 2022 respecto de la propuesta de su coalición Apruebo Dignidad de mantener las tarifas congeladas al menos hasta 2023, Boric describió la medida como “insostenible durante tres años” y llamó a sus filas a la responsabilidad: “Somos una alianza de gobierno. Quiero decirles a los partidos y a los representantes parlamentarios que nos apoyan que se comporten como tal”9.
En lo que le concierne, el ministro espera que “en este país hiperurbanizado, donde la cuestión de los transportes es un tema central, la gente comprenderá que es para construir y prolongar las líneas, comprar nuevos vehículos, mejorar el confort y las condiciones del viaje, modernizar el sistema”. El gobierno prevé la construcción de la línea 7 y la prolongación de las líneas 2 y 3, confiadas a su proveedor histórico, el grupo francés Alstom. También aborda la renovación de 33 por ciento de la flota de ómnibus y pasar de 800 a 2.200 ómnibus eléctricos entregados por el constructor chino BYD. Pero, según él, la extensión y la modernización de la red del metro y de ómnibus tienen que acompañarse de forma imperativa de un trabajo de planificación urbana. “Aunque Santiago tenga un metro extraordinario para el continente, con cerca de 130 estaciones, los trayectos son muy largos para estudiar, trabajar o para los esparcimientos: todo va hacia el centro y el noreste de la ciudad en las horas pico, lo que no pasaría si tuviéramos una ciudad más compacta, o bien una ciudad policéntrica. El Estado tiene que alentar la desconcentración de las actividades en las ciudades, porque creo que esto las afecta; es necesario que las personas puedan encontrar trabajo cerca de sus casas para vivir más felices”, analiza Muñoz Abogabir.
8.05 am. El ómnibus está repleto de pasajeros, o más bien de pasajeras. “Todas hacen el mismo trabajo que yo, con toda seguridad. Van todas al mismo lugar, a Las Condes. Antes yo vivía en casa de mis empleadores, como muchas aquí. Esto evita los trayectos en ómnibus. Pero ya no tenía vida, entonces preferí volver a mi casa y ver a mis hijos. Al menos un poco”. Sus cejas se arquean cuando se da cuenta de que cuatro horas por día representan, en no pocos lugares del mundo, media jornada de trabajo. “Estoy tan acostumbrada”, suspira. “Pensé en pedir a mis patrones que contaran el trayecto dentro del tiempo de trabajo, al menos una parte. Pero renuncié a hacerlo”. El ómnibus debe parar. Algunos perros errantes están recostados en la ruta en la comuna de Quinta Normal. Todavía quedan cinco comunas por atravesar y 50 minutos de trayecto. En breve, a través del vidrio polvoriento, se recortarán los grandes conjuntos habitacionales de Providencia y Las Condes. “A partir de la Comuna de Santiago, tengo realmente la impresión de no estar en la misma ciudad”, suelta la señora Molina en un estallido de risa.
El proyecto de Constitución en Chile, rechazado por un referéndum el 4 de setiembre de 2022 (10), preveía que el Estado “garantizara la protección y el acceso equitativo a los servicios básicos, a los bienes y a los espacios públicos; la movilidad segura y renovable; la conectividad y la seguridad en las rutas” (artículo 52.4). ¿Qué sucederá con el próximo texto que quede bajo la supervisión de un “comité de expertos”, del cual muchos temen que elimine las ambiciones más progresistas?
Mientras tanto, ya son las 8.50 am y quedan todavía 500 metros por recorrer en la autopista periférica, y entonces la señora Molina llega a la entrada del inmueble de sus empleadores. Tres horas después de que sonó el despertador, con el estómago aún vacío, su jornada de trabajo puede comenzar.
Guillaume Beaulande, periodista, enviado especial. Traducción Pablo Rodríguez.
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Véase “La Bataille pour le Chili”, Manière de voir, n° 185, octubre-noviembre de 2022. ↩
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Jacques Santiago, “Les transports en commun à Santiago du Chili: problèmes et perspectives”, Les Cahiers d’Outre-Mer, Bordeaux, abril-junio de 1978. ↩
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Francisco Perucih Vergara, Juan Correa Parra y Carlos Aguirre Núñez, “Contra el urbanismo de la desigualdad: propuestas para el futuro de nuestras ciudades”, www.ciperchile.cl, 3-1-2020. ↩
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Guillaume Faburel, “Les métropoles barbares”, Passager clandestin, París, 2019. ↩
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Óscar Figueroa, “Transporte urbano y globalización: políticas y efectos en América Latina”, Eure. Revista Latinoamericana de Estudios Urbanos Regionales, Santiago de Chile, diciembre de 2005. ↩
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Edison Ortiz, “Los signos de un posible nuevo estallido”, El Mostrador, Santiago de Chile, 18-10-2021. ↩
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Oriana Fernández, “Si no hubieran estallado las protestas con el precio del metro, lo habrían hecho con la APEC o la COP 25”, La Tercera, Santiago de Chile, 9-3-2020. ↩
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Constanza Calderón, “¿Transporte público gratuito?”, La Hora, Santiago de Chile, 21-3-2022. ↩
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Daniela Ruiz-Tagle, “Boric y alza en el transporte público”, www.biobiochile.cl, 17-11-2022. ↩