Ante cualquier acontecimiento, de la clase que sea, la Unión Europea actúa como una potencia económica, moral y aun espiritual. Frente a los adversarios designados, entre ellos China y Rusia, reivindica su soberanía y los valores que se siente en la obligación de defender en el mundo. Una postura que esconde mal un sometimiento creciente respecto de Estados Unidos.

Un año después del ataque a Ucrania por parte de Rusia, el nuevo paisaje ideológico europeo comienza a dibujarse. La agresión llevada a cabo por el Kremlin y el compromiso total de las autoridades políticas y de los medios de comunicación del viejo continente en apoyo al gobierno ucraniano liberaron un acervo intelectual común, escondido hasta ahora detrás de las fórmulas estereotipadas de los dirigentes de la eurocracia que preconizan el multilateralismo y los derechos humanos. La movilización militar y presupuestaria decidida por el conjunto de los países europeos, y en particular por Alemania, sin precedentes desde el fin de la Guerra Fría, converge hacia un objetivo enunciado el 14 de setiembre pasado en Estrasburgo por la presidenta de la Unión Europea (UE), Ursula von der Leyen: formar un “pacto para la defensa de la democracia” contra las potencias autoritarias que Rusia o China encarnan. El ataque contra Ucrania, explica Von der Leyen, “es una guerra contra nuestra energía, una guerra contra nuestra economía, una guerra contra nuestros valores y una guerra contra nuestro futuro. Se trata de la autocracia contra la democracia”. Así, las líneas de la nueva ideología europea se van esclareciendo: toman la forma de un neonacionalismo moral y de una afirmación de soberanía que, de modo paradojal, siguen estando marcados por una creciente dependencia de Estados Unidos.

La afirmación geopolítica de una Europa “al servicio de la paz y de la solidaridad brindando al mundo un espacio único de estabilidad y de seguridad” se escribió ya desde 2017 por el presidente de la República Francesa. Se basa en la convicción de una excepcionalidad moral, ampliamente inspirada en aquella que Estados Unidos pretende encarnar. “Europa, no lo olviden jamás —explicaba Emmanuel Macron—, son nuestros valores llevados al mundo y, al mismo tiempo, lo que nos protege”.1 El mismo nacionalismo a escala continental se observa en el ámbito económico. La crisis sanitaria, marcada desde 2020 por numerosas penurias y por rupturas de las cadenas de abastecimiento, seguida de la crisis de la energía en 2022, dieron cuerpo a las declaraciones de Macron sobre la necesidad de “construir una nueva soberanía europea”.2 Hoy por hoy, esta afirmación conforma la piedra angular del posicionamiento internacional de la UE, ya sea que se trate de políticas ambientales, de la industria militar, de las normas en materia de protección de la vida privada frente a los gigantes del sector digital y, por supuesto, de dependencia energética.

Hogar de las dos guerras mundiales del siglo XX, cuna del nazismo y del fascismo, tras haber sido desde el siglo XVI la cuna de la colonización y del imperialismo, Europa tuvo que reconstruirse por medio de un incesante trabajo de generar un relato autocentrado o de reparación de imagen, y por una serie de innovaciones que hoy la vuelven un conjunto político-institucional con suficiente carácter específico a escala mundial.3 Un poco como Estados Unidos, pero sobre temas diferentes, busca estar a la vanguardia de la resolución de los problemas mundiales, la crisis climática o incluso las metas de bienestar y de calidad de vida, aduciendo su mejor desempeño objetivo en materia de igualdad, derechos de las minorías o cohesión social.

Como dice, sin filtros, Josep Borrell, alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad y vicepresidente de la Comisión Europea, “hemos construido un jardín que combina libertad política, prosperidad económica y cohesión social. (...) El resto del mundo, o la mayor parte del resto del mundo, es una jungla”.4 Desbaratado en lo interno, el “modelo social” se convierte en el exterior en el instrumento geopolítico de cierta “misión civilizatoria” europea, desplegado con orgullo en las diversas arenas internacionales (G20, Naciones Unidas, Consejo de Europa, etcétera) y que, según las circunstancias, se apoya en los derechos humanos, el Estado social, los combates feministas o LGBT y hasta el voluntarismo climático.

Pero si bien esta ideología subyacente, hoy en día revelada de manera abierta, tiene un fuerte poder movilizador, está atravesada por ambigüedades y contradicciones. El soberanismo europeo manifestado respecto de Rusia y China pierde todo carácter de evidencia ni bien se analiza la dependencia creciente del viejo continente respecto de Estados Unidos en los planos económico, militar, diplomático, estratégico, energético e incluso ideológico, a punto tal que el neonacionalismo moral entonado por Von der Leyen parece calcado del nacionalismo mesiánico estadounidense. ¿Su reafirmación es una imaginaria compensación frente a las relaciones de suzeranía,5 más que de soberanía, que Bruselas mantiene con Washington? Para el corresponsal diplomático del New York Times en Europa, la pregunta ni siquiera se plantea: “La invasión de Ucrania por parte de Rusia debía obligar a Europa a reforzar sus capacidades militares; más bien aumentó la dependencia del viejo continente respecto del mando, los servicios de inteligencia y el poder de Estados Unidos”.6

Además, el jardín del Edén de Borrell resiste mal a la prueba de la realidad concreta: no hay que ahondar demasiado para descubrir detrás de la capa de virtud, en cada país o a escala de la UE, el poder de una oligarquía dominada por lobbies con múltiples intereses industriales y financieros, así como la feroz resistencia cotidiana de las estructuras patriarcales y heteronormativas y dinámicas políticas cada vez más nocivas como la abstención, el crecimiento de la extrema derecha y el cuestionamiento del Estado de derecho.

Contradicciones

Aunque la guerra en Ucrania permitió la masiva movilización ideológica de este componente progresista, con la defensa del mundo libre frente a los regímenes autoritarios,7 también reveló con mayor nitidez la importante faceta etnorreligiosa de ese nuevo nacionalismo. Es, sin dudas, en los países históricamente más hostiles a Rusia —Polonia, estados bálticos—, más cercanos en términos estratégicos a Estados Unidos, donde esta dimensión de la identidad europea resulta útil para comprender las actitudes durante la crisis.

Esos mismos países se habían atrincherado ante la recepción de los refugiados sirios por parte de Alemania en 2015, pero su actitud se invirtió en 2022 frente a la de los ucranianos. A veces muy alejados de las retóricas progresistas de los demócratas del Oeste (en particular en Polonia, cuando se trata del Estado de derecho, de las relaciones de género o del estatus de las minorías), los dirigentes de esta “nueva Europa” reclaman una movilización militar y sanciones tanto más duras en cuanto erigen la identidad ucraniana como escudo civilizatorio. Su rechazo del mundo ruso expresa a la vez el temor de una invasión, pero también la persistencia de un legado histórico-cultural: la guerra reactiva bajo una nueva modalidad las antiguas divisiones de la Guerra Fría, y el gobierno del presidente ruso Vladimir Putin es considerado como la prolongación de la difunta Unión Soviética (URSS), ella misma heredera del imperio zarista. Es decir, en el lenguaje de Von der Leyen, “el rostro implacable y renaciente del Mal”.

Las tres dimensiones, económica, política y etnorreligiosa, del nuevo nacionalismo europeo conforman en realidad un sistema. Así como la Europa potencia colonial y fuente del imperialismo económico también se presentó al mundo como una fuerza civilizatoria portadora de progreso humano y de salvación de las almas, la Europa que se ha comprometido de manera decidida en un enorme esfuerzo militar en 2022-2023 procura ser, a la vez, potencia económica a escala global y fuerza moral e incluso espiritual frente a los desórdenes del mundo —a falta de una política exterior autónoma y de un poder militar independiente de Washington—. La proclamación de un discurso progresista por parte de la Unión Europea está acompañada, en paralelo, por un trabajo permanente de delimitación ideológica, de naturaleza, al menos en parte, etnorreligiosa: los mundos ruso (postsoviético y posimperial, y por tanto doblemente condenado), musulmán (fuente del “terrorismo”), China (a la vez, o de manera alternativa, capitalista, imperialista y comunista), los tres agrupados bajo la etiqueta “autoritaria”, son construidos a lo largo de los discursos como las encarnaciones de una alteridad cada vez más inquietante y hostil.

De forma puntual, la firmeza respecto del programa nuclear iraní o la invocación de los crímenes del comunismo, pasados (“Holodomor”, Gran Salto Adelante...) o presentes (represión de los uigures), fundamentan diferentes relatos unificadores, cristalizados en figuras repelentes (los “terroristas”, el dúo Stalin-Mao, que recuerda a Putin-Xi Jinping [actual jefe de gobierno chino]). Como todo nacionalismo histórico,8 el modelo de la Europa potencia se genera un conjunto de enemigos irreductibles y de apoyos forzados. Sin embargo, estos esconden tras bastidores igual cantidad de compromisos determinados por la lógica del interés, como recientemente demuestran el escándalo de corrupción de la vicepresidenta del Parlamento Europeo por intereses cataríes o las oscilaciones de los gobernantes frente a China, e incluso frente a Rusia.9 Aquí hay que distinguir entre los países alineados con Washington de modo más claro, que forman un eje diplomático sólido —Reino Unido, estados bálticos, Polonia, incluso Países Bajos y Dinamarca— y aquellos que, detrás de Francia y Alemania, intentan hacer emerger lógicas más propiamente europeas y orientaciones más pragmáticas: las divisiones internas entre “atlantistas” y “proeuropeos”, lejos de apaciguarse, se acentúan desde el comienzo de la guerra.

En efecto, fuertes tensiones atraviesan el nacionalismo europeo emergente, como lo ejemplifica el caso de Hungría, donde ciertas tradiciones nacionales no logran abrazar por completo el rechazo histórico-cultural del mundo ruso. La demostrada presencia en el seno del conflicto ucraniano, aún minoritaria, de combatientes y mercenarios movidos por una ideología de extrema derecha, que glorifica sin repudio oficial al colaborador antisemita Stepan Bandera, debilita el repertorio dominante centrado en la defensa de los derechos humanos, que justifica el apoyo a un gobierno democrático agredido de forma injusta. Si bien Ucrania liberaliza con rapidez su economía,10 el país aún transgrede por varios lados las “conquistas comunitarias” que podrían justificar su admisión en el seno de la Unión: lucha contra la corrupción, derechos de las minorías (con la multiplicación de las discriminaciones, en particular las lingüísticas), pluralismo político con la proscripción de los partidos que se identifican con el legado de la URSS. Los apoyos más radicales a Ucrania movilizan en el espacio público una forma generalmente muy poco elaborada de rusofobia, que se aleja de una política influyente nutrida de referencias a los derechos humanos y del nivel culto de las clases dirigentes urbanas del Oeste.

Como ante el surgimiento de toda nueva ideología nacional, la actual afirmación del euronacionalismo, en particular el aumento masivo de los gastos militares, las sanciones económicas contra Rusia y la paralela intensificación de las políticas neoliberales que apuntan contra el Estado de bienestar, suscita resistencias. Las más fuertes provienen de las clases populares, de las antiguas regiones industriales con elevadas tasas de desempleo y con una precariedad endémica, de los mundos rurales que quedaron al margen de los cambios estructurales y culturales de las capas medias y superiores urbanas. En primer lugar, se traducen en el avance de los nacionalismos de extrema derecha o de derecha radical, que contraponen al pan-nacionalismo urbano culto formas históricas más estrechamente etnocéntricas. Podemos entonces pensar que la dialéctica en curso reforzará de forma progresiva el componente etnorreligioso, ya presente en algunos de los Ejecutivos (Italia, Polonia, Hungría...) o en mayorías parlamentarias (Suecia) y con una tendencia progresiva en varias elecciones. Las tensiones entre un polo progresista y un polo etnorreligioso se convertirían, entonces, en más estructurantes y sistemáticas, como en Estados Unidos o Polonia. Identificamos sin esfuerzo las probables víctimas de esta competencia: minorías étnicas, nacionales o religiosas, en particular musulmanas, rusohablantes (sobre todo en los países bálticos o en ciertos países de Europa del Este), incluso asiáticas y, por supuesto, los candidatos a la inmigración provenientes del sur, frente a quienes se alza la Europa fortaleza.

Las resistencias sociales y democráticas frente a la convergencia de euronacionalismo y neoliberalismo siguen siendo frágiles, sobre todo en el este de Europa, donde a menudo no tienen una expresión política clara, pero echan raíces en la vida cotidiana de las poblaciones. Se nutren de conflictos sociales, que tienden a multiplicarse en un contexto de inflación, pero les cuesta encarnarse en una ideología coherente. ¿Qué línea adoptar entre la defensa de la soberanía nacional, la búsqueda de solidaridades y alternativas locales frente a la globalización y las élites trasnacionales, y la urgencia de una respuesta global a una crisis mundial a la vez ecológica, económica y política?

Frédéric Lebaron, profesor de Sociología en la École Normale Supérieure Paris-Saclay. Traducción: Micaela Houston.


  1. Emmanuel Macron, 16-1-2017 y 17-4-2018. Citado por Damon Mayaffre, Macron ou le mystère du verbe. Ses discours décryptés par la machine, París, L’Aube, 2021. 

  2. Emmanuel Macron, 17-4-2018, citado por Damon Mayaffre, ibíd. 

  3. Antonin Cohen, Le régime politique de l’UE, La Découverte, París, 2014. 

  4. Josep Borrell, Brujas, 13-10-2022. 

  5. N. d R.: Abandono de la soberanía exterior en manos de un poder más fuerte, para mantener la autonomía doméstica. Típica relación de vasallaje estatal durante el Imperio otomano. 

  6. Steven Erlanger, “When It Comes to Building Its Own Defense, Europe Has Blinked”, The New York Times, 4-2-2023. 

  7. Christopher Mott, “Las bodas de la guerra y la virtud”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, enero de 2023. 

  8. Éric Hobsbawm, Nations et nationalismes depuis 1780, Gallimard, París, 1992. 

  9. Marc Endeweld, L’Emprise. La France sous influence, Le Seuil, París, 2022. 

  10. Pierre Rimbert, “Ucrania y sus falsos amigos”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, octubre de 2022.