¿Es posible aún hacer retroceder a un gobierno, poner en jaque una decisión tomada por el poder? Hace no tanto tiempo, en Francia la respuesta era obvia. Cuando se veían ante movimientos sociales duraderos, determinados, organizados, que ponían en la calle muchedumbres masivas, los dirigentes podían dar marcha atrás. Su retroceso demostraba la posibilidad de que la población se hiciera escuchar por fuera de los períodos electorales a los cuales no se puede reducir una vida democrática. Los más diversos proyectos cayeron así en el olvido: la ley sobre la autonomía de las escuelas privadas en 1984, la de la selección en la universidad en 1986, el contrato de inserción profesional en 1993, el “plan Juppé” [de extender a los estatales el sistema de retiro del sector privado] en 1995… Podía suceder incluso que los promotores de una reforma impopular debieran renunciar, como el ministro de Enseñanza Superior, Alain Devaquet, en 1986, o el de Educación Nacional, Claude Allègre, en el año 2000.

Pero, desde 2006 y la lucha victoriosa contra el contrato de primer empleo (CPE), ya nada. No importa la cantidad de manifestantes, no importa la estrategia, que se trate de marchas ordenadas o agitadas, detención de tareas, ocupaciones de universidades o acciones espectaculares; las derrotas se suceden: lucha contra la desconexión presupuestal de las universidades en 2007, batalla de las jubilaciones en 2010, movilizaciones contra la “ley El Khomri” [de “flexibilización” laboral] en 2016, o las [similares] “ordenanzas Macron” en 2017, contra el software de selección en la enseñanza superior Parcoursup en 2018... Se impuso el “modelo Thatcher”: los gobiernos ya no retroceden. Incluso ante las bolsas de basura que se acumulan, ante las estaciones de servicio sin nafta, los trenes cancelados, las aulas cerradas, las rutas bloqueadas. Se adaptan tanto a los subterráneos que no funcionan como a las manifestaciones semanales o cotidianas. Y si la situación se torna insostenible, requisan, reprimen. Esta firmeza se habría convertido incluso en un atributo del poder en la República: “resistir a la calle” daría muestra de un sentido del Estado, de coraje político.

Así, el ex primer ministro Édouard Philippe pudo contar con orgullo ante estudiantes de una gran escuela de comercio: “Nunca se sabe cuál de las gotas es la última. [...] En 2017 preparamos las ‘ordenanzas laborales’. Me dije: ‘Va a ser terrible’, porque recordaba la ley de trabajo [18 meses] antes, manifestaciones masivas, tensión al máximo. Pero sacamos las ordenanzas laborales y pasaron. Hicimos la reforma de la SNCF [Sociedad Nacional de Ferrocarriles], pusimos fin al estatuto y abrimos la competencia, esperábamos bloqueos totales. Y no fue para tanto, hubo algunas huelgas y pasó. Dijimos que íbamos a poder entrar en las universidades, en la enseñanza superior; si ustedes siguieron la actualidad de los últimos 20 o 30 años saben que es una bomba. Lo hicimos, hubo universidades ocupadas, ¡las desocupamos, y pasó!”1. Luego el movimiento de los “chalecos amarillos” mostró que no siempre pasan. Ahora, el presidente Emmanuel Macron aguantó con su reforma de las jubilaciones esperando que “pase” una vez más.

Benoît Bréville, director de Le Monde diplomatique. Traducción: Micaela Houston.


  1. Intervención de Édouard Philippe en los “Mardis de l’Essec” [Los martes de la Essec], 18-5-2021. La Essec es la École Supérieure des Sciences Économiques et Commerciales [Escuela Superior de Ciencias Económicas y Comerciales].