La producción de leyes y de normas aplicables a todos los Estados es el resultado de una constante correlación de fuerzas en la que el más rico y el más fuerte imponen sus puntos de vista. Las instituciones internacionales, en las que se aplica cierta transparencia, son eludidas por medio de instancias informales y opacas.

“El actual sistema financiero mundial fue creado por los ricos para servir sus intereses. [...] Profundiza y perpetúa las desigualdades. Las divergencias entre países desarrollados y países en desarrollo, entre el Norte y el Sur, entre los privilegiados y los demás, se vuelven cada día más peligrosas”, recalca António Guterres, secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), ante la Asamblea General de ese organismo, el 20 de setiembre de 2022. Al sugerir “crear mecanismos de diálogo y de mediación para apaciguar las divisiones”, cuestiona los fundamentos mismos del derecho internacional.

Construido, en términos históricos, sobre el Estado soberano, tal como lo teorizó Jean Bodin en el siglo XVI y fue consagrado por los Tratados de Westfalia (1648), el derecho internacional en su forma contemporánea también es heredero directo de la revolución industrial del siglo XIX, del capitalismo basado en la utopía del “dulce comercio” transformada en globalización, y de la firme creencia de los intelectuales de fines del siglo XIX (tanto de Estados Unidos como de Europa) de que la paz se construye por medio del derecho.

Las primeras organizaciones intergubernamentales universales –la Unión Internacional del Telégrafo, devenida Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), creada en 1865, y la Unión Postal Universal (UPU) en 1874– fueron necesarias para fomentar los intercambios comerciales.

Toda norma, para ser comprendida y aceptada por aquellos a quienes se dirige, debe ser adaptada a la sociedad para la cual es creada. Así, el derecho internacional constituye la regla de juego de lo que es preferible llamar “sociedad” más que “comunidad” internacional. La geopolítica del siglo XXI, en efecto, no esboza un espacio homogéneo, una “comunidad” cuyos miembros persigan objetivos colectivos, tengan intereses similares y cooperen entre sí en buena armonía en pos de un bien común. El derecho internacional también es resultado de negociaciones y de relaciones de fuerza, a veces brutales, entre actores con peso diferente: los Estados, las empresas y la sociedad civil.

Los primeros son todos igualmente soberanos. Sin embargo, a pesar de que una ficción jurídica considere a todos los gobiernos iguales a la hora de votar –por ejemplo, en la Asamblea General de la ONU, según el principio “un Estado, un voto”– existe un abismo entre un país desarrollado cuyo poder económico lo coloca en las primeras filas de las potencias mundiales y un Estado cuyo producto interior bruto (PIB) representa un porcentaje muy pequeño de la facturación de una empresa multinacional. ¿Cuántas representaciones diplomáticas posee un Estado en el mundo? ¿Cuántos de sus ciudadanos trabajan en el seno de las secretarías de las organizaciones intergubernamentales? ¿Dispone de una red comparable a la de Alemania con sus institutos Goethe o a la de China con sus institutos Confucio1?

Para crear el derecho internacional, los Estados actúan conjuntamente, de manera bilateral o multilateral, sea o no en el marco de una organización, a nivel regional o universal. Cuando cooperan, en particular a través de una institución intergubernamental, es de rigor cierto formalismo y la exigencia contemporánea de transparencia los obliga a aceptar observadores en la sala de negociaciones. Esto no forzosamente es del gusto de los Estados más poderosos, que inventaron una manera más informal de crear, si no normas en el sentido estricto, al menos políticas que podrán ser transformadas en normas más adelante en el seno de un foro elegido para la comodidad del ejercicio. Así, florecieron los “G” de toda clase, G7, G8, G15, G202, y ahora el G44 o Comunidad Política Europea. Los Estados que no forman parte de ellos cuestionan la representatividad y la legitimidad de estos grupos informales; al igual que los ciudadanos que no pueden ser representados allí, ya que estas reuniones, en general, se llevan a cabo a puertas cerradas.

Reparto con variaciones

La segunda categoría de actores está constituida por las empresas multinacionales o transnacionales (según se tome en consideración el hecho de que estén activas en el territorio de varios Estados o que quieran desprenderse de la tutela de estos últimos), varias de las cuales tienen un peso económico, e incluso político, más importante que un gran número de países. Cuentan con un departamento de “Asuntos Públicos” (citemos a Huawei, Microsoft, Warner Bros, etcétera), destinado a velar por las normas y transmitir los intereses de la empresa a los poderes públicos o a las organizaciones internacionales. Estas intervenciones pueden ir en contra del interés general. En el ámbito de la lucha contra la desinformación, los Estados dependen en parte de las empresas tecnológicas para la implementación de las reglas; las empresas pueden adelantarse a los Estados desarrollando sus condiciones generales de uso de las redes sociales; pueden asimismo influenciar el proceso normativo. Así, el Llamamiento de París para la Confianza y la Seguridad en el Ciberespacio fue lanzado de forma conjunta por Microsoft y el gobierno francés en 2018. Con más de 1.200 firmantes, entre ellos 706 empresas privadas, y la puesta en marcha de seis grupos de trabajo, se logró el objetivo de federar a los actores. Ya se elaboraron cuatro informes con propuestas de ideas interesantes que, sin embargo, aún deben concretarse.

Tercer actor, la “sociedad civil internacional”, dominada por las organizaciones no gubernamentales (ONG), forma una nebulosa difícil de aprehender, como ilustra la movilización mundial de los jóvenes por el clima. El peso de las ONG varía ampliamente. Su financiamiento se encuentra diversificado al extremo: grandes fundaciones, centros de investigación, subvenciones públicas, llamados al financiamiento participativo. Uno de sus mayores retos consiste en atraer a los profesionales con salarios que no logran ser competitivos, así como encontrar los medios necesarios para darle un seguimiento eficaz a las negociaciones internacionales durante las reuniones que se llevan a cabo a menudo lejos de su base (lo que, en particular, conlleva gastos de viaje y de estadía). Su tarea se complica de manera singular cuando las conversaciones se eternizan o cuando hay que participar en foros recurrentes de implementación (por ejemplo, la sucesión de las conferencias de los Estados-Parte o COP). De cierta forma, la participación real de la sociedad civil se topa con demasiados retos como para ser verdaderamente eficaz y tener una influencia reconocida.

Mitologías y preguntas

Si se consideran las relaciones de fuerza, la “neutralidad” del orden jurídico internacional no puede ser más que un mito. En materia de inversiones, los tratados comerciales bilaterales, al menos los de la primera generación, fueron concebidos o aplicados como un instrumento al servicio de la protección de las empresas de los países desarrollados, o incluso excolonizadores, frente a los países huéspedes, en particular en el momento en que esos países accedían a la independencia. Esto se atenúa con las convenciones más recientes.

La relación de fuerzas se instaura desde el momento en que un Estado o un grupo de Estados propone crear derecho. ¿Quién preside el grupo de trabajo? ¿Cómo estará compuesto? ¿Sus deliberaciones serán públicas? ¿Quién será su relator? ¿El proceso requerirá de votos o los textos serán adoptados por consenso? ¿Cuál será el idioma de trabajo? Las respuestas brindadas a estas preguntas preliminares van a influir de modo considerable en el resultado de las negociaciones y el tenor de las normas que serán adoptadas. Así, cuando la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional (CNUDMI) quiso reformar el reglamento de controversias en materia de inversiones extranjeras en 2016 (un proyecto apoyado por la Unión Europea, Canadá y un número de países de América Latina, pero al que se oponían Estados Unidos, Rusia y otros países), un canadiense fue elegido presidente del grupo de trabajo reflejando de esta manera qué “bando” había ganado la primera batalla para la introducción del tema. Además, la persona elegida era un representante del Estado, lo que fue considerado como una primera victoria por parte de los gobiernos, quienes no querían “soltar la mano” en un tema tan sensible. El presidente del grupo de trabajo dispone, en efecto, de un cierto margen de maniobra para orientar los debates, puede decidir continuar con un determinado camino de negociación por sobre otro y por ende influenciar el resultado de las conversaciones.

Interpretar para aplicar

El equilibrio de poder es aún más evidente en la interpretación y la aplicación de la norma. Por ejemplo, si bien existe un consenso estatal acerca de la aplicabilidad del derecho internacional al ciberespacio, no surgió ningún acuerdo sobre las modalidades de su implementación. Así, sigue planteada por entero la cuestión de saber si se puede calificar un ciberataque de violación a la soberanía de un Estado, o incluso como de agresión armada, y hacerlo responsable, o actuar en legítima defensa en base a este fundamento. A menos que los Estados no hayan consentido en cederle a un órgano, en particular jurisdiccional, el poder de interpretar la norma y de reconocer esta definición como obligatoria entre ellos, sus interpretaciones, eventualmente divergentes, continúan coexistiendo, no pudiendo una imponerse a la otra más que sobre la base de la relación de fuerzas existente. En materia de condicionalidad de la ayuda al respeto de los derechos de la persona humana, por ejemplo, el financiador es quien decide si las reglas son respetadas o no por el país receptor. Asimismo, Occidente (es decir, esa parte del mundo que adoptó el capitalismo como modelo económico y la democracia liberal como modelo político) inventó la “responsabilidad de proteger poblaciones” (R2P), después de los conceptos de “intervención humanitaria” y de “deber de injerencia” para proteger a las poblaciones en lugar del Estado deficiente. Sin embargo, también fue Occidente quien corrompió y por ende acabó con el concepto al utilizarlo para justificar una intervención en Libia en 2011 con el objetivo de derrocar al poder local y no de proteger a la población civil.

Sucede lo mismo cuando las divisiones entre Estados les impiden ponerse de acuerdo sobre una regulación vinculante. Acuerdan lo mínimo sobre normas llamadas de soft law [derecho flexible, o blando]. Así, la ausencia de acuerdo entre Estados en materia de ciberseguridad dio lugar a más de 600 instrumentos normativos no vinculantes elaborados por organizaciones intergubernamentales, organismos híbridos o por los mismos actores privados. En manos de la buena voluntad de los actores, estas normas resultan en una gran inseguridad jurídica y una gran desilusión por parte de los ciudadanos, aun cuando se busca reinventar la relación hard law/soft law [derecho duro/derecho blando] para intentar crear una continuidad más que una oposición.

El idioma de negociación, un aspecto subestimado de las relaciones de fuerzas mundiales, juega un papel determinante. La tradición de trabajar al menos en dos idiomas en paralelo (y no con traducción) conocida en ciertas organizaciones mundiales se perdió por completo en provecho de un idioma único, el inglés. En ciertos recintos, Suiza habla inglés a pesar de que el francés es un idioma de trabajo oficial en la institución. Hace tiempo que Bélgica abandonó el francés en los recintos de la ONU. En la actualidad, sólo algunos países africanos resisten a la total anglofonía. Este aspecto de la negociación no debe ser desatendido, ya que tiene importantes consecuencias en la sustancia y en la estructura de los textos adoptados. En primer lugar, al expresarse sólo en un idioma, el pensamiento se empobrece. Además, todos aquellos que no son angloparlantes de nacimiento se expresan por medio de un idioma básico, a veces llamado globish o desperanto o International Business English [inglés internacional de negocios], que no se adapta a la expresión de matices de ideas. Ahora bien, el uso de varios idiomas, cuando es bien concebido, es decir, cuando es usado como herramienta de comprensión del otro3, permite enriquecer el pensamiento, imaginar normas inspiradas en las mejores prácticas de los sistemas jurídicos en el mundo y permite a cada cultura hallarse o hallar una parte de sus principios y visiones sin que se le imponga una cultura dominante única.

Catherine Kessedjian y Anne-Thida Norodom*, respectivamente, profesora emérita de la Universidad Paris-Panthéon-Assas y profesora en la Universidad Paris-Cité. Traducción: Micaela Houston.


  1. Sylvain Anciaux, “Au nom de Confucius”, en “Chine-États-Unis. Le choc du XXIe siècle”, Manière de voir, Nº 170, París, abril-mayo de 2020. Sobre la red cultural francesa, véase también Pascal Corazza, “Un rayonnement voilé”, Le Monde diplomatique, París, noviembre de 2020. 

  2. Anne-Cécile Robert, “L’ordre international piétiné par ses garants”, Le Monde diplomatique, París, febrero de 2018. 

  3. Guy Deutscher, Through the Language Glass – Why the World Looks Different in Other Languages, Metropolitan Books, Nueva York, 2010.