El fútbol profesional, lucrativa industria del espectáculo, maquinaria implacable, está organizado para que el dinero mande, afirmaba Eduardo Galeano ya en 19971.
Esta capacidad de sorpresa corre por cuenta de los olvidados de la tierra: Nigeria gana contra viento y marea la Olimpíada de fútbol del 96; el jugador más cotizado del mundo es un joven mulato llamado Ronaldo que creció en el cinturón de pobreza que rodea a la ciudad de Río de Janeiro, y que a los 14 años no pudo jugar en el club Flamengo porque no tenía dinero para el transporte. Y lo imprevisto ocurre a pesar de la desigualdad de oportunidades que trágicamente caracteriza a este injusto fin de siglo, y que de antemano coloca en desventaja a los jugadores desnutridos y a los países exprimidos. En las eliminatorias para el Mundial del 94, la selección de Eritrea tenía pelota pero no tenía zapatos, y cuando los jugadores de Albania intercambiaron camisetas con los jugadores de Dinamarca, al fin del partido, se quedaron sin camisetas para el partido siguiente. La opulencia y la pobreza, el norte y el sur, jamás se miden en igualdad de condiciones, ni en el fútbol ni en nada, por muy democrático que el mundo diga ser. La verdad sea dicha, hay un solo lugar donde están parejos el norte y el sur: es la cancha de fútbol del pueblo de Fazendinha, en la costa amazónica de Brasil. La línea del Ecuador corta la cancha por la mitad, de modo que cada equipo juega un tiempo en el hemisferio sur y otro tiempo en el hemisferio norte.
Pero sí. A pesar de todos los pesares, el fútbol es una pasión universal. El arte del pie capaz de hacer reír o llorar a la pelota habla un lenguaje común a los países más diversos y a las más diversas culturas, al norte y al sur, al este y al oeste. En los Estados Unidos de América, donde está recién empezando a atraer el entusiasmo público, el fútbol no es todavía una pasión popular, pero ya es, al menos, una pasión mercantil. Bien lo saben algunas grandes empresas, como Coca-Cola, atada al fútbol internacional desde hace muchos años, o Nike, que recientemente se ha apoderado del mejor equipo del mundo, a cambio de 400 millones de dólares. La Confederación Brasileña de Fútbol ha cedido a Nike no sólo los derechos exclusivos para vestir a la selección de Brasil, sino también los derechos y venta de sus partidos. Cuando la selección jugó el amistoso contra México que ganó 4-0, en abril de este año, Nike demostró que manda más que el director técnico. Zagalo no quería incluir a Romario en el equipo titular, pero la empresa lo impuso, para que Romario formara, con Ronaldo, la imbatible pareja de su fulgurante dream team [equipo soñado].
Por entonces, la prensa hablaba del posible pase de Ronaldo, estrella del Barcelona, al club Lazio de Roma. Se barajaban cifras de fábula, más de 90 millones de dólares, y el obstáculo principal consistía en que Ronaldo está comprometido con Nike —en un acuerdo que firmó por siete millones— y el club Lazio tiene un contrato de exclusividad con Umbro, que es obligatorio para sus jugadores. La empresa Nike devora una tajada cada vez más gorda del mercado de zapatos deportivos en América Latina, un mercado de 1.500 millones de dólares por año, que crece a un ritmo del veinte por ciento anual. Y lo mismo ocurre con la ropa y las pelotas de fútbol: las alemanas Adidas y Puma, hijas de los hermanos Dassler, que hasta no hace mucho eran reinas del negocio, están siendo desplazadas por Nike y otras fábricas de un país que poco caso hace al fútbol. ¿Fábricas de un país? ¿O fábricas de un país que fabrica en varios países, por obra y gracia de eso que llaman globalización? Nike es la empresa que más denuncias ha sufrido por la explotación de mano de obra infantil en Asia. En febrero de este año, Nike y otras multinacionales han jurado ante los altares de la Organización Internacional del Trabajo que harán lo posible para evitar que los niños trabajen para ellas, en condiciones de esclavitud, en Pakistán y otros lugares. La declaración resultó, involuntariamente, una confesión.
Es un lugar común. Un tópico, como dicen los españoles. Se dice: “El fútbol es un negocio”. Y como suele ocurrir con los lugares comunes, tienen razón. Es como decir: “La política es un negocio”. Pero bien puede uno preguntarse: ¿existe algo que no sea un negocio en el mundo actual? ¿No es un negocio el sexo, que es el objeto preferido de la manipulación comercial? ¿Y acaso significa eso que el sexo no vale la pena? Según dicen los entendidos, sigue siendo de lo más gustoso. Si el sistema, que antes se llamaba capitalismo y ahora actúa bajo el nombre artístico de economía de mercado, es capaz de arrancar plusvalía a la memoria de sus peores enemigos, como el Che Guevara o Malcolm X, convertidos en mercancías de consumo masivo, ¿cómo no va a ser capaz de poner el deporte al servicio de la ganancia? Al fin y al cabo, la escala de valores de los tiempos que corren puede escucharse con claridad en cualquier discurso de cualquiera de los muchos jefes de Estado que viajan por el mundo como si fueran vendedores a domicilio: ellos hablan en primer término de las inversiones, en segundo término del comercio y en tercer término de las relaciones fraternales que unen a nuestros pueblos, dicho sea esto último porque algún impuestito tiene que pagar el vicio a la virtud y porque la buena educación también puede ser rentable.
Eduardo Galeano, escritor uruguayo. Fragmento del discurso completo.
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Discurso de apertura del Congreso de Deportes Play the Game [Jugar el juego], realizado en Dinamarca en 1997. Publicado en Cerrado por fútbol (Siglo XXI, 2001), y reproducido en la web de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur. ↩