Mientras la guerra en Ucrania llevó a Suecia y a Finlandia a renunciar a su neutralidad, los suizos siguen muy fuertemente apegados a ese estatus, pero también a su anclaje occidental. Berna mantiene una posición intermedia que genera debate: participa en las sanciones contra Moscú, sus clientes no pueden reexportar sus armas de origen helvético hacia Kiev.

Suiza entera contiene la respiración bajo un sol ardiente. Este 16 de junio de 2021, tomada por asalto por los periodistas y controlada por las fuerzas de seguridad, Ginebra extiende la alfombra roja para los presidentes de Estados Unidos y de Rusia. Entre sanciones y expulsiones cruzadas de diplomáticos, este primer encuentro a solas entre Joseph Biden y Vladimir Putin se lleva a cabo en un clima de escalada. Los jefes de Estado de las dos mayores potencias nucleares mundiales son recibidos por un anfitrión “neutral” para reanudar el diálogo: el recuerdo de la primera cumbre entre Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov está en la mente de todos. En noviembre de 1985, el ciclo de negociaciones que condujo al final de la Guerra Fría comenzó a orillas del lago Lemán.

Pasados 35 años, Suiza quiere creer que “el espíritu de Ginebra” puede producir un nuevo milagro. Anticipa el beneficio para su imagen que extraerá de esa jornada histórica. “Este encuentro es bueno para la credibilidad de Suiza en el mundo: un pequeño Estado neutral que inspira confianza y que conjuga democracia fuerte y estabilidad social”, declara a la prensa el jefe del Departamento Federal de Relaciones Exteriores (DFRE), Ignazio Cassis, del Partido Liberal-Radical. “La pequeña Suiza, teatro de la gran política”, se pavonea el Neue Zürcher Zeitung, el gran diario conservador de Zúrich.

Se sabe lo que sucedió después. El intento de diálogo no acalló el ruido de botas. Tras varios encuentros en Ginebra, una última cita prevista para el 24 de febrero de 2022 entre el secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, y el ministro ruso de Relaciones Exteriores, Serguei Lavrov, fue cancelada in extremis. Ese día, Rusia invadió Ucrania, una ofensiva condenada de inmediato por Berna en tanto “violación flagrante del derecho internacional”. Al alterar los equilibrios en el continente europeo, la guerra tuvo como efecto aislar a Suiza, que da tanta importancia a su apertura al mundo. En el país, la cuestión de la neutralidad, hasta entonces consensual, surgió en el debate público. En el exterior, la credibilidad con la cual se identificaba Ignazio Cassis, entonces presidente de la Confederación Helvética, sufrió la incomprensión de los socios de Berna. Desde el comienzo de la intervención rusa en Ucrania, el Consejo Federal, en el que están representados los principales partidos, muy a pesar suyo, logró la hazaña de ponerse a muchos en contra.

Los más apegados a la neutralidad le reprochan al gobierno suizo haberla malvendido al hacerse cargo, tras titubeantes vaivenes, de todos los paquetes de sanciones adoptados por la Unión Europea contra Rusia. En represalia, esta última, con la cual Suiza mantenía hasta entonces buenas relaciones, en particular económicas, la agregó a su lista de “países hostiles”, que comprende a todos los Estados que aplicaron sanciones a Moscú.

Por el contrario, los demás, tanto en el plano interno como en los países vecinos, acusan a Berna de no perseguir los bienes rusos y, sobre todo, de obstaculizar el apoyo europeo al esfuerzo de guerra de Ucrania a causa de una interpretación rígida de su neutralidad. Si bien nunca fue cuestión de que Suiza enviara ella misma armas al terreno de combate, Berna negó a varios países europeos (Alemania, Dinamarca y España) la autorización para enviar al terreno material comprado a la industria helvética. Profundamente divididos, los parlamentarios ya debatieron varias veces el tema de la “reexportación” de las armas suizas por parte de terceros Estados, prohibida por la Ley Federal sobre el Material de Guerra cuando “el país de destino está implicado en un conflicto armado interno o internacional”1. El Consejo Federal se refiere también a la quinta Convención de La Haya, que prevé que todas las medidas restrictivas o prohibitivas respecto de las armas “deberán ser uniformemente aplicadas [...] a los beligerantes”2. Alemania, que reclama poder reexportar a Ucrania sus municiones de origen suizo para los cañones antiaéreos que le proporcionó, no cede en su enojo: “La neutralidad ya no es una opción. Ser neutral es tomar partido por el agresor”, fustigó la ministra alemana de Relaciones Exteriores, la ecologista Annalena Baerbock, durante la Conferencia de Seguridad de Múnich en febrero pasado.

Impuesta introspección

Así, con sus certezas sacudidas por ciudadanos preocupados, una clase política desunida y países vecinos que buscan torcerle la mano, la Confederación Helvética se ve obligada a reexaminar el sentido de su neutralidad y su lugar en la reconfiguración geopolítica. No obstante, parecía que iba a ser una etapa prometedora. En efecto, 21 años después de su adhesión a las Naciones Unidas, Suiza accedió en enero de 2023 al sanctasanctórum: el Consejo de Seguridad, donde ocupa un escaño por primera vez en tanto miembro no permanente, por una duración de dos años, y que presidió durante el mes de mayo.

“El debate que agita a nuestro país es sano y democrático. Es tanto más interesante cuanto que no trata de una problemática de política interior, como es habitualmente el caso, sino sobre nuestra política exterior. Es una fortaleza ser capaz de discutir sobre estas cuestiones de modo abierto”, considera Micheline Calmy-Rey, quien fue ministra (socialista) de Relaciones Exteriores y dos veces presidenta de la Confederación entre 2003 y 2011.

“La principal dificultad es que nadie sabe exactamente qué es la neutralidad y que todo el mundo, tanto en Suiza como afuera, la interpreta a su manera”, explica Sacha Zala, director del centro de investigación Documentos Diplomáticos Suizos (DoDiS) y presidente de la Sociedad Suiza de Historia. “En el exterior, no se comprende hasta qué punto es un factor determinante de la identidad nacional”, añade el académico. Durante la Primera Guerra Mundial, Suiza estaba dividida entre su parte suizo-alemana, que se inclinaba hacia Alemania, y su parte francófona, favorable a Francia. “La neutralidad se impuso como el mínimo denominador común. En la posguerra, se volvió esencial para neutralizar los conflictos internos, y terminó por adquirir un estatus cuasi religioso”, continúa Zala. Como prueba de este apego, la última investigación anual “Seguridad” de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich relevó que el 91 por ciento de los suizos piensa que su país “debería conservar su neutralidad” (89 por ciento en 2021, 97 por ciento en 2020).3 En la misma investigación, el 75 por ciento de los suizos estimaba así que las sanciones contra Rusia eran compatibles con la neutralidad, y el 55 por ciento (10 por ciento más respecto de 2021) se consideraba a favor de un acercamiento a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Matices de una tradición

Una parte de la leyenda cuenta que las raíces de la neutralidad son tan lejanas como la derrota de los mercenarios suizos en Marignano (1515). Pero fue el Congreso de Viena, en 1815, el que le dio forma. Deseosas de dar vuelta la página de las revoluciones y de las guerras napoleónicas, las potencias europeas decidieron “la neutralidad perpetua de Suiza” y le garantizaron “la integridad e inviolabilidad de su territorio”. Se trataba entonces de convertirla en un espacio tapón entre Austria y Francia. En 1907, las Convenciones de La Haya codificaron el derecho de la neutralidad, y Suiza las ratificó en 1910. Si bien el mundo cambió desde esa época, este componente del derecho internacional, por su parte, no sufrió ninguna evolución.

Rudimentario y restringido al tiempo de guerra, el derecho de la neutralidad impone al Estado neutral no participar en los conflictos armados internacionales y abstenerse de beneficiar a los beligerantes por medio de tropas, de armas o de la puesta a disposición de su territorio. El Estado neutral también debe defender sus fronteras: de ahí la necesidad de mantener su propio ejército. Suiza ha desarrollado una industria armamentística floreciente, y los efectivos actuales de su ejército, construido sobre el principio de la milicia, es decir, sobre el compromiso del ciudadano al servicio de la nación, son 150.000 militares que se pueden movilizar de forma muy rápida. En las horas más tensas de la Guerra Fría, el país incluso pensó en dotarse del arma atómica, como una última garantía para proteger su estatus, antes de decidirse a firmar el Tratado sobre la No Proliferación de Armas Nucleares en 1970.

“La complejidad de la neutralidad suiza se debe a la distinción que se instaló, a partir de los años 1920, entre el derecho muy sucinto de la neutralidad y la política de neutralidad. Esta distinción abrió un amplio margen de maniobra para permitir que Suiza hiciera, básicamente –como todos los Estados neutrales–, lo que ella quisiera”, subraya Zala. Perpetua, armada, diferencial, integral, estricta, activa, cooperativa... No es fácil orientarse en la maraña de adjetivos que, según los contextos, califican a la neutralidad suiza.

“Yo practiqué esa política de neutralidad. Es difícil de explicar –reconoce Calmy-Rey–. Nunca fue un concepto estático. Evolucionó y hoy se basa en el derecho y la cooperación internacionales, y, aunque mucho menos que en el pasado, en estrategias de aislamiento. Renunciar al uso de la fuerza militar es también un valor que nos hace privilegiar la prevención, el poder de influencia y el diálogo”, añade.

Bajo la égida de la política de neutralidad helvética, las negociaciones entre Francia y el Frente de Liberación Nacional (FLN) dieron lugar a la firma de los Acuerdos de Evian y condujeron a la independencia de Argelia en 1962. Cuando Calmy-Rey estaba a cargo, la mediación de Suiza permitió la entrada de Rusia en la Organización Mundial del Comercio (OMC), a la cual se oponía Georgia. Facilitó la liberación de muchos rehenes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y desempeñó un rol clave en la construcción del diálogo entre la guerrilla y Bogotá. Berna ayudó a Turquía y a Armenia a normalizar sus relaciones, aun cuando los Protocolos de Zúrich (2009), de los cuales hoy se habla de nuevo, quedaron en letra muerta. Más cerca en el tiempo, Mozambique recurrió a Suiza para negociar la paz entre los dos partidos enemigos, el FRELIMO y la RENAMO (2019).

En virtud de sus “buenos oficios”, la Confederación también tiene una amplia experiencia en las funciones de potencia protectora: en particular, representa los intereses de Estados Unidos en Irán desde 1979, los de Rusia en Georgia, y de forma recíproca desde 2009. La “promoción de la paz” pasa, por último, por la participación del ejército suizo en operaciones internacionales en una docena de países, sobre todo en los Balcanes (Kosovo, Bosnia-Herzegovina) y en África. Pero cuando se multiplican los focos de crisis, la erosión del multilateralismo plantea “un gran problema” a la política de los buenos oficios, según Calmy-Rey. “Nuestro enfoque ya no es tan eficaz”, reconoce.

Dos posturas

En Suiza, en el concierto de las voces disonantes, la Unión Democrática del Centro (UDC), partido de la derecha nacionalista y soberanista que representa a más de un cuarto del electorado, alza su voz: “Si nos remontamos al origen de la palabra neutralidad, neuter, en latín, significa ni uno ni otro. Podemos perfectamente deformar el concepto en todos los sentidos, pero colaborar con la implementación de sanciones, como en este caso contra Rusia, es, de hecho, tomar partido”, insiste Jean-Luc Addor, diputado de la UDC en el Consejo Nacional, la cámara baja del Parlamento. Según él, “la única cuestión que se plantea es la del interés de Suiza. Ahora bien, no tiene ningún interés en embarcarse de manera directa o indirecta en un conflicto que enfrenta a Rusia y Estados Unidos. Esta guerra no es la suya”.

Figura ascendente en la escena política nacional, Sanija Ameti, copresidenta de Operación Libero, un joven movimiento político liberal y eurófilo, considera, por el contrario, que Suiza socava su credibilidad y debilita su seguridad en nombre del “mito” de la neutralidad. “La neutralidad no es un objetivo, es un instrumento que sólo puede funcionar en un orden internacional basado sobre las reglas de derecho. No puede haber neutralidad cuando un miembro del Consejo de Seguridad como Rusia viola de manera flagrante el orden que garantiza la seguridad de países como Suiza”, afirma esta treintañera que es también representante electa por los Verdes Liberales (distintos de los Verdes “históricos”) en el Consejo Municipal de Zúrich.

Exembajador y presidente del Club Diplomático de Ginebra, Raymond Loretan resume sin rodeos los desafíos: “Suiza debe elegir su bando. Si quiere ser neutral, debe ser mucho más consecuente y tender la mano a Rusia de manera tan visible como lo hizo con Ucrania”, completa este ex secretario general del Partido Demócrata Cristiano –hoy, Le Centre–. Desde el comienzo de la guerra, Berna tuvo varios contactos públicos con Kiev, pero ese no fue el caso con Moscú. “Si Suiza quiere ser europea, debe profundizar su colaboración con la Unión y con la OTAN. Ya es hora de que salga de esa zona gris incómoda e incomprensible para la comunidad internacional”, concluye Loretan.

Angélique Mounier-Kuhn, periodista, Ginebra. Traducción: Micaela Houston.

Punto uy

Alguna vez llamada “la Suiza de América”, Uruguay ha modulado también la palabra neutralidad en su política exterior, aunque con carraspeos. Ya en 1865 Alejandro Magariños Cervantes había manifestado su queja vuelta doctrina: “débiles como somos, no nos queda otro baluarte que el Derecho Internacional”. Para el Estado, no para las personas, había aclarado cinco años más tarde Luis Melián Lafinur. Era el tiempo en que el país se veía sacudido por la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) que, junto con Argentina y Brasil, había emprendido contra Paraguay.

Medio siglo después, la Primera Guerra Mundial, lo encontró como neutral, pero en 1917 siguió a Estados Unidos en su involucramiento y le declaró la guerra a Alemania. Algo similar, por lo tardío, sucedió con el segundo gran conflicto global: neutrales al comienzo (1939), rompiendo relaciones diplomáticas y comerciales con el Eje Roma-Berlín-Tokio (1942), y una declaración de guerra de último minuto contra este último (febrero de 1945). En el camino había quedado la polémica interna por la instalación de bases estadounidenses en Uruguay, que contó con la decidida oposición de Luis Alberto de Herrera, impulsor a su vez de la estricta neutralidad en la contienda. No se debe olvidar el contexto regional en que se daba ese debate. Lo resumió Alberto Methol Ferré en El Uruguay como problema (1967): “Las bases apuntaban directamente contra la Argentina, que también mantenía una posición neutralista. Neutrales sí; base de coerción contra un país hermano, jamás”. Al costado de esta postura, o incluso solapándose con ella en algunos puntos, estaba lo que Carlos Real de Azúa llamó “conciencia dividida”, origen del “tercerismo” vernáculo representado por el semanario Marcha: “desear una victoria [aliada] y al mismo tiempo desconfiar de mucho de lo que se hacía bajo capa de ella en el área hispanoamericana”. (Marcha, 17-7-1959)

Durante la Guerra Fría, un mayor “seguidismo” de las posiciones uruguayas respecto del bando occidental erosionaron la política de neutralismo. Actualizando aquello de Magariños Cervantes, ahora en clave continental, decía Real de Azúa: “la comunidad de naciones americanas no es la constelación de naciones iguales que la misma idea de comunidad implica sino una desnivelada congregación continental (desnivelada hasta un extremo inimaginable en cualquier otro continentalismo) entre una ‘superpotencia’, algunas naciones medianas, y un cortejo mendicante de infrapotencias”.

Esas bases están presentes en las posturas del Uruguay posdictadura, en general “neutralistas con sesgo”. Ese “sesgo” resbaló al seguidismo atlantista durante la presidencia de Jorge Batlle (2000-2005) y su apoyo a la invasión de Irak por parte de Estados Unidos. Los gobiernos del Frente Amplio que le siguieron parecieron apostar a una diplomacia continental de tono progresista que contrapesara, junto con otros nucleamientos, la unipolaridad surgida del fin de la Guerra Fría. Una excepción fue la polémica apelación de Tabaré Vázquez a su homólogo estadounidense George W Bush, pidiendo respaldo ante una descabellada hipótesis bélica en que pudiera derivar el diferendo ambiental con Argentina por la instalación de pasteras de celulosa en Uruguay (Página 12, 13-10-2011). La reciente elección en Brasil de Luiz Inácio Lula da Silva para un tercer mandato, y el protagonismo tomado por el mandatario brasileño en la búsqueda de una solución negociada a la guerra en Ucrania, reactivó la esperanza de los progresismos latinoamericanos de contar con una voz independiente y audible en el contexto internacional. Un cierto retorno tercerista que, adaptando la “conciencia dividida” de que hablaba Real de Azúa, pueda conjugar la condena de una invasión con la búsqueda de la negociación por encima de la escalada.


  1. Ley Federal sobre el Material de Guerra del 13 de diciembre de 1996. 

  2. Artículo 9 de la Convención de La Haya de 1907 relativa a los Derechos y Deberes de las Potencias y de las Personas Neutrales en Caso de Guerra. 

  3. Encuesta “Sicherheit 2023” [Seguridad 2023], 22-3-2023.