Llamado oficialmente República Moldava del Dniéster (o Pridnestrovia), este proto-Estado situado en la parte oriental de Moldavia, entre el río Dniéster y la frontera ucraniana, con gran influencia rusa, no es reconocido por ningún miembro de la Organización de las Naciones Unidas. Más que por su nombre, se lo conoce como Transnistria.

“Si un extranjero me pregunta, contesto que soy de algún lugar entre Ucrania y Moldavia”, responde con malicia Ludmila Kliouch. Con una taza de café entre las manos, esta joven morocha de 36 años sabe que pronunciar el nombre del país en el que vive dejaría perplejo a cualquiera de sus interlocutores extranjeros. Profesora de francés, vive en Tiraspol, la capital de Transnistria, ese “algún lugar” tan poco conocido. Señal de la complejidad de la situación, Kliouch posee tres pasaportes: uno ruso, uno moldavo y el de Transnistria. Desde 2006, Moscú distribuye a los ciudadanos de Pridnestrovia documentos de identidad, provocando el disgusto de la República de Moldavia, que reivindica su soberanía sobre la entidad secesionista.

Indispensable para viajar, el pasaporte de un tercer Estado constituye un “ábrete sésamo” que todo transnistriano posee. “Pero esto no quiere decir que adhiera a la política de un país o del otro –se apura a precisar la profesora–. Es sólo una cuestión práctica”. En su caso, se trató de poder estudiar en Moldavia.

Un destino geopolítico

Transnistria volvió a ser centro de atención tras la elección, el 16 de noviembre de 2020, de la muy eurófila Maia Sandu para la presidencia de la República de Moldavia, un resultado consolidado ocho meses después por la victoria de su partido, Acción y Solidaridad, en las elecciones legislativas (con 48 por ciento de los votos). Esta execonomista, que trabajó en el Banco Mundial, se destacó desde su asunción por un regreso a la hostilidad hacia su vecino secesionista. Recordando que “la región de Transnistria es parte integrante de la República de Moldavia”, la nueva dirigente hizo un llamado al retiro de las tropas rusas, estacionadas en la zona de seguridad que delimita la frontera con la entidad secesionista, en virtud del acuerdo del 21 de julio de 1992 entre la Federación de Rusia y su país. Cuenta con el apoyo de Estados Unidos, que, por vía de su embajador, se declaró en mayo de 2021 favorable a una “completa reintegración de Transnistria en el seno de la República de Moldavia”. Sandu, sucesora de un gobierno calificado de prorruso, exhibe una agenda decididamente orientada hacia la integración europea del país. Su vecino ucraniano, que comparte la misma ambición y se ve confrontado al secesionismo prorruso de la región del Donbás, manifiesta su solidaridad con Chisináu (la capital moldava). Desde el 1º de setiembre de 2021, Kiev les prohibió a los vehículos con patente de Transnistria entrar en su territorio.

“La Unión Europea parece querer resucitar la República Socialista Soviética de Moldavia”, ironiza Vitali Ignatev, ministro de Relaciones Exteriores de Pridnestrovia, cuando le preguntamos acerca de los cambios políticos acontecidos del otro lado de la frontera. El hombre hace referencia al golpe de fuerza que permitió la creación de la entidad moldava en el seno de la Unión Soviética en 1940. Bajo el dominio del Imperio Ruso desde el siglo XVIII, la región de Transnistria primero integró la República Socialista Soviética de Ucrania a finales de la guerra civil (1917-1923). En esta gozó de un estatuto de autonomía que le garantizó, particularmente, derechos lingüísticos a la importante minoría en ese entonces calificada de rumana. Sin embargo, Moscú cambió de línea política a fines de los años 1930. Las autoridades soviéticas afirmaron la existencia de una identidad moldava específica. El alfabeto cirílico reemplazó las letras latinas del alfabeto rumano, para subrayar que la influencia eslava había impregnado a las minorías rumanófonas de los márgenes del imperio zarista al punto de formar una cultura propia. Esta se extendería hasta Besarabia, una región situada más allá del Dniéster, que escapó al poder bolchevique en 1918, antes de ser absorbida por Rumania. En 1940, el Ejército Rojo volvió a tomar posesión de la zona en virtud de las cláusulas secretas del pacto germano-soviético. Fusionada a Transnistria, que se desprendió entonces de Ucrania, Besarabia se convirtió en la República Socialista Soviética de Moldavia.

Vinculadas por decisión de Moscú, las dos orillas del Dniéster vieron sus destinos nuevamente separados por la disolución de la Unión Soviética. El 2 de setiembre de 1990, unos meses después de que el gobierno moldavo hubiera declarado su soberanía, Transnistria reivindicó a su vez la independencia. El nuevo proyecto nacional de Chisináu, en esencia sostenido por partidarios de una unión con Rumania, fue rechazado de forma masiva por las poblaciones rusófonas del este del país. En marzo de 1992, un intento de recuperación militar de la orilla izquierda del río desembocó en enfrentamientos a los que puso fin un acuerdo de cese del fuego, firmado el 21 de julio de ese año. Tres décadas más tarde, el proto-Estado de Transnistria subsiste como un vestigio de esta crisis geopolítica. “Nuestra independencia es ya una realidad –afirma con seguridad Ignatev–. Sólo falta regularizarla”.

En busca de una perspectiva

Sin embargo, nada certifica el carácter irreversible de este hecho consumado, ya que, en paralelo a la búsqueda de reconocimiento internacional, las autoridades de Transnistria podrían verse confrontadas al problema de la legitimación interna de su Estado. Una generación entera creció allí sin haber sido protagonista ni testigo del conflicto con el vecino y, con el paso del tiempo, el entusiasmo de la victoria se erosionó de modo sensible. “¿Quieren saber cómo se siente vivir en un país que no es reconocido?”, lanza Anna N. con un hartazgo apenas disimulado. Con un cigarrillo entre los dedos, la joven está sentada en la terraza de un restaurante en la avenida 25 de Octubre, que atraviesa Tiraspol, la capital, de este a oeste. En la arteria, aprovechando una cálida velada de primavera, grupos de adolescentes deambulan y se juntan, entre amigos o en pareja. De unos 20 años, esta funcionaria del Ministerio de Agricultura parece tener poco interés en el futuro del Estado que la emplea. “Puede que el país sea reconocido, puede que se convierta en una provincia autónoma de Moldavia –dice con sarcasmo–. En cualquier caso, el día en que eso suceda, espero ya haberme ido de acá”.

Debilitada por el contexto político, Transnistria vio a su población diluirse, al igual que la de Moldavia. Poblada por 706.000 habitantes en 1990, la región ya no cuenta más que con 450.0001. Muchos jóvenes se van a estudiar o a trabajar al exterior. En 2016, el salario medio mensual alcanzaba apenas los 336 dólares en el país, según la consultora Expert-Grup2. “Todo el mundo tiene un amigo o un miembro de su familia en el exterior –explica una joven de pelo castaño de 25 años que ya no habita, ella tampoco, en la ciudad en la que creció–. Me fui con mis padres a la edad de 16 años y hoy vivo en China”. Al cerrar el país asiático sus fronteras durante la pandemia, había quedado varada en la capital de Transnistria, donde siguen viviendo sus abuelos. Gracias a internet, siguió trabajando a distancia como redactora de contenidos para una empresa de relaciones públicas. “Estoy contenta de haber crecido acá, pero no volvería a vivir. No soy tan patriota”, dijo riéndose.

Foto del artículo 'Un lugar apodado Transnistria'

Para Ivan Voit, historiador y docente en la Universidad de Pridnestrovia, la adhesión de la juventud al proyecto nacional “depende de las perspectivas que se le ofrezcan”. Preocupadas por frenar la huida, las autoridades, por su lado, se esforzaron por consolidar una identidad “transnistriana”, que no se fundaría sobre la etnia ni tampoco sobre el idioma ruso, sino sobre el modelo asimilacionista heredado de la época de la Unión Soviética (URSS). “La creación de nuestro país no es más que una reacción a la desintegración de la URSS –explica Voit–. La identidad regional fue históricamente el cimiento necesario para la cohesión de los diferentes pueblos que habitan la zona: eslavos, rumanos, judíos, turcos… Esta se cristalizó luego alrededor de la categoría de ciudadano soviético: no teníamos en ese entonces ningún problema relacionado con las cuestiones nacionales”. Esta afirmación, sin embargo, hace caso omiso de ciertos episodios oscuros del período estaliniano: como en el resto de la URSS, Transnistria vivió su parte de represiones en relación con las oscilaciones de la política de las nacionalidades. Sin embargo, señala la importancia que acuerda Tiraspol a la cohabitación multiétnica que, de manera relativamente calma, prevaleció en la segunda mitad del siglo XX en la URSS, antes de que las oleadas nacionalistas alcanzaran las exrepúblicas a partir de 1991. Prueba de este apego, la Transnistria secesionista primero adoptó el nombre oficial de República Moldava Socialista Soviética del Dniéster, tras su declaración de independencia en 1990. Así, el nuevo Estado afirmaba su voluntad de preservar la estructura soviética, en ese entonces en declive. El 17 de marzo de 1991, la población votó en un 97 por ciento a favor del mantenimiento de la URSS, en el transcurso de un referéndum que las autoridades moldavas decidieron, por su parte, boicotear. Tras la desaparición de la Unión Soviética, la República transnistriana se rebautizó República Moldava del Dniéster. “Una reacción a la traición de las élites de la época”, explica Voit, para quien estas son culpables de haber sellado la disolución de la URSS, a pesar de la victoria del Sí (76 por ciento de los votantes a escala de la Unión Soviética).

Hastío juvenil

La elección de Sandu en noviembre de 2020, según el académico, sería la prueba de que “la política moldava sigue siendo víctima de ese nacionalismo rumano”. Recuerda que la presidenta ya en abril de 2021 se había pronunciado ante la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa a favor de la modificación del artículo 13 de la Constitución. Su objetivo: que el rumano fuera el idioma oficial del país, en virtud de una decisión de la Corte Constitucional de 2013. Su declaración constituyó un nuevo episodio de un debate que había comenzado en 1989, cuando el idioma moldavo había sido declarado idioma oficial. Siguió una disputa lingüística y política, a la cual se unió la Academia de las Ciencias de Moldavia decidiendo, en 1996, que “el idioma rumano” era el nombre correcto del idioma hablado en el país. “Somos nosotros quienes defendemos el idioma moldavo”, concluye, satisfecho, Voit.

En Transnistria hay tres idiomas oficiales: el ruso, el moldavo y el ucraniano. “Cada familia puede decidir en qué idioma el niño hará su escolaridad”, asegura Tatiana Diordieva, directora del jardín de infantes número 1 de la capital. En los pasillos de su establecimiento, dibujos colgados en la pared muestran personas vestidas con trajes tradicionales moldavos y ucranianos, dándose la mano bajo la bandera de la república. En la sala de música, una veintena de cabecitas rubias, vestidas con el uniforme del Ejército Rojo, se preparaban para un ensayo del espectáculo por el 9 de mayo de 2022 (aniversario de la victoria soviética sobre la Alemania nazi). En el programa: danza y cantos militares, patrióticos, de la URSS. “El resto del año, los niños estudian el folclore regional y cantan en otros idiomas”, asegura Diordieva, cuidando destacar el carácter multicultural de la enseñanza. A pesar de todo, el ruso sigue siendo el idioma omnipresente, tanto en los pasillos de la escuela como en las calles de Tiraspol.

“Estudié el moldavo durante mi escolaridad, como segundo idioma, pero no lo practico nunca en mi vida cotidiana”, admite Aliona Zolotij, joven profesora de inglés. Como ella, la mayoría de los transnistrienses tienen un conocimiento escolar del moldavo o del ucraniano. Es cierto que los tres idiomas están presentes, cada cual, en las fachadas de los edificios públicos, pero el moldavo y el ucraniano desaparecen en provecho del idioma de Pushkin en los carteles de las tiendas, las publicidades o las conversaciones en los cafés. Esta situación favorece el relato occidental que presenta a Transnistria como un territorio “ocupado por Rusia”. Moscú detenta, es cierto, una aplastante influencia sobre el devenir de la pequeña república. A pesar de no haber reconocido nunca su independencia, Rusia le provee una importante ayuda económica, así como gas subvencionado3. A cambio, esta permanece enfeudada en el plano político y cumple un papel de reaseguro contra una eventual adhesión de Moldavia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN –una perspectiva que no excluye el Kremlin, a pesar de la inclusión del principio de neutralidad en la Constitución moldava–.

En las calles de Tiraspol, el impulso hacia Moscú que se sintió en 2006, durante otro referéndum, parece haber menguado. A la pregunta de si aprobaban la independencia y una “posible futura integración” en la Federación de Rusia, 97 por ciento de los votantes había respondido “Sí”. “Son personas mayores que quieren irse a vivir a Rusia”, afirma Zolotij. Con 23 años, la joven mujer rusófona no se considera rusa: “Soy de Pridnestrovia, pero en el exterior digo que soy moldava, es más simple”. Como la mayoría de los jóvenes que conocimos, estima que la unión con Moldavia sigue siendo el camino más “realista”. “Como Gagauzia”, explica, en referencia a esa región autónoma del sur de Moldavia, de mayoría turcófona. ¿La renovación generacional habría debilitado el deseo de unión con el gran hermano eslavo? Cansada de esperar un reconocimiento internacional, la juventud parece aspirar antes que nada a una resolución pragmática de este conflicto congelado.

Loïc Ramírez, periodista. Traducción: Micaela Houston.


  1. Sabine von Löwis y Andrei Crivenco, “Shrinking Transnistria – older, more monotone, more dependent”, Center for East European and International Studies, Berlín, 27-1-2021. 

  2. Adrian Lupușor, Alexandru Fala et al., “What are the economic treats for Transnistrian economy in 2016-2017”, Expert-Grup, Chisináu, 26-7-2016. 

  3. Jens Malling, “De la Transnistrie au Donbass, l’histoire bégaie”, Le Monde diplomatique, París, marzo de 2015.