Muchachas de verano en días de marzo. De Alicia Migdal. Criatura Editora, Montevideo, 2023. 66 páginas, 550 pesos.
Gracias a la iniciativa de Leonor Courtoisie de adaptar para teatro Muchachas de verano en días de marzo, Criatura Editora acaba de publicar esta emblemática novela de Alicia Migdal, editada por Alberto Oreggioni en Cal y Canto en 1999. Aunque después integró el volumen En un idioma extranjero (Rebeca Linke, 2008, premio Nacional del MEC), junto con lo que hasta ese momento era toda la narrativa de Migdal –La casa de enfrente (1988), Historia quieta (1993) y Abstracto, escrito para esa ocasión–, la novela merecía volver a circular. Intensa y sutil, es una muestra de la originalidad con que Migdal ha conseguido construir una obra que se destaca en el contexto de la literatura uruguaya de las últimas décadas. En 2019, El mar desde la orilla completaba un recorrido iniciado con dos libros de poesía, Mascarones (1981), e Historias de cuerpos (1986).
Muy vinculada con todos sus libros anteriores –son múltiples las relaciones, y hasta las citas compartidas– Muchachas de verano en días de marzo explora los complejos matices de las emociones y ahonda en lo que se suele perder en el fluir, en apariencia inconsistente, de los días. En el límite entre la poesía y la narración –por esa capacidad de condensación de sentidos, y esa manera de “contar sin contar” como la define en La casa de enfrente– la obra de Migdal pertenece a la familia de escritoras como Virginia Woolf, Clarice Lispector o Marguerite Duras por la búsqueda de un lenguaje diferente, por esa exploración de lo íntimo, de la memoria y la imaginación.
Dividida en tres partes, la nouvelle mezcla momentos autobiográficos con fragmentos de otras vidas de mujeres, todas ellas “en días de marzo”, cuando ya se acaba el fulgor del verano y se siente el paso del tiempo. En el primer capítulo se suceden historias de mujeres solas, de suicidios y misteriosas desapariciones, entre las que se cuenta algún caso real, como el de Armen Siria, la actriz que se suicidó en el escenario del Solís en 1966. El segundo narra el recorrido de una mujer por trenes y hoteles de Alemania, donde escucha conversaciones, sueña y, sobre todo, recuerda, como lo hace de manera menos fragmentaria en el último capítulo, donde conviven y se mezclan la infancia, la adolescencia y la madurez, el amor y el desamor. Y la exploración de la propia identidad, en la cultura familiar de origen sefardí, en la memoria de la madre muerta en un país lejano, de sus palabras en ladino, en los objetos de la casa, los sabores culinarios y las fotografías, y en el recuerdo del encuentro con sobrevivientes de un campo de concentración que llevan los números marcados en la piel. Una identidad que por supuesto incluye el mundo rioplatense, la música, el juego con palabras de Cadícamo y Discépolo –no es casual que el epígrafe de la novela sea una cita de Troilo–, las huellas que dejó la dictadura, junto con las calles montevideanas, el puerto, la Ciudad Vieja de los abuelos, y la “rambla sur que hacia la escollera es el fin del mundo”, esa línea que ya estaba en Historia quieta, y que reaparece ahora, con su poder evocador, para cerrar el libro.