Las PASO (Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias), del 13 de agosto, impulsaron en Argentina una campaña electoral que se distingue de las anteriores. Candidatos competitivos se rodean de apologistas de la dictadura o enfocan su propaganda en promesas de represión estatal.

¿Qué ha pervivido de la última dictadura argentina? En estos 40 años se han repetido dos veces, durante el menemismo (1989-1999) y durante el macrismo (2015-2019), sus rasgos económicos más importantes, como el modelo desindustrializador, especulativo y financiero y la adicción endeudadora con negocios fabulosos a costa de hipotecar el futuro del país. También se ha repetido, ligada a lo anterior, una apreciación cambiaria suicida, como variaciones de la originaria fiesta de la “plata dulce”.

Experiencias económicas como el Rodrigazo1, la tablita de Alfredo Martínez de Hoz2, la hiperinflación de los años 19803 o el corralito4 fueron dolarizando la mente de los argentinos, a fuerza de perder ahorros o amasar un patrimonio fruto de un hecho extraordinario. Las crisis brutales como las mencionadas crean situaciones de injusticia, en las que una persona resulta tremendamente perjudicada o beneficiada sin relación alguna con su esfuerzo o riesgo5. Esas experiencias impulsaron una cultura económica cortoplacista. Las herencias y las sombras no existen, pero que las hay, las hay.

Otros rasgos culturales que perviven son previos a la dictadura, pero se fortalecieron durante aquellos años: la discontinuidad, la ruptura. ¿Cómo pensar la discontinuidad argentina con relación a la dictadura? Dicho de otra manera: ¿hasta qué punto el país va a condensar en la dictadura una serie de rasgos que se podrían llamar “nacionales”, que la anteceden y la exceden?

Al igual que la discontinuidad, un rasgo cultural argentino, el autoritarismo –e incluso el fascismo– como práctica social es anterior al 24 de marzo de 1976 [fecha del golpe de Estado]. Delación, violencia, violencia institucional: se trata de conductas que con la dictadura llegaron al paroxismo, al igual que la ruptura institucional o el terrorismo de Estado, pero que no comenzaron con el golpe. Y así como es posible identificar estas marcas antes de 1976, también vale la pena preguntarse qué sombras proyectan sobre el presente. ¿Qué sucede con las claves de la vida cotidiana de los años 1970 como el “no te metás”, el “por algo será” o el “nosotros no sabíamos”?

Retorno autoritario

Analicemos la situación actual. Ante la frustración, la desilusión y las dificultades en medio de una crisis económica y social profunda, crecen la incertidumbre y la bronca, con fuertes rasgos de odio. Es en ese contexto en que se produce el ascenso de las fuerzas de la extrema derecha, con dos características claramente proyectadas por la dictadura: sus recetas económicas y ciertos personajes que conectan ambos momentos. Victoria Villarruel, que acompaña a Javier Milei en la fórmula presidencial de La Libertad Avanza, preside el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas, organización que vela por las “víctimas inocentes del terrorismo de las organizaciones guerrilleras” en los 1970. Villarruel critica las políticas de derechos humanos y a Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Como diputada, Villarruel, hija de un oficial del Ejército que participó en el Operativo Independencia6, promovió la creación del Día Nacional de las Víctimas del Terrorismo en Argentina. La alianza de Milei con Ricardo Bussi7 en Tucumán completa el cuadro.

Pero quizás el dato central sea que, por primera vez desde 1983, una candidata con chances de llegar a la Presidencia, [la opositora] Patricia Bullrich, promete como eje de su campaña electoral un escenario de conflicto con violencia social. Es cierto que en el pasado Carlos Ruckauf [exministro de Isabel Martínez de Perón y de Carlos Menem], por ejemplo, prometió “meterles bala a los delincuentes”. La diferencia es que, en el spot de lanzamiento de su precandidatura, Bullrich prometió ejercer la violencia estatal contra sus adversarios políticos con base en la idea de que el futuro se va a dirimir en las calles. “Si no es todo, es nada” es el totalitarismo hecho consigna electoral. Es pedir licencia social para reprimir eventuales manifestaciones sin considerar posibles víctimas fatales.

La propuesta de Bullrich es parte de un cambio más grande. Los valores autoritarios resurgen ahora, en un contexto en que dirigentes opositores hablan de enemigo interno (“el kirchnerismo tiene que desaparecer”), se fortalece la aporofobia (el odio al pobre) y se despliega una campaña xenófoba sin objeto, por ejemplo mencionando, por otra parte con datos falsos, el número de extranjeros en las universidades argentinas. El escenario está marcado también por un intento de extranjerización de los pueblos originarios (en particular los mapuches), la expansión de la reacción conservadora contra la marea verde, el hecho de que episodios gravísimos, como la represión en Jujuy, pasen de largo, y un debate público totalmente polarizado, que hace que incluso aquellos temas que deberían ser parte de la identidad nacional, como los derechos humanos, caigan en la grieta.

El contexto se agrava porque ante el fuego cruzado y las necesidades electorales las fuerzas progresistas o la izquierda social, que en el pasado no estaban alineadas con el peronismo, y que cumplieron un papel decisivo en 1983 y en la consolidación de la democracia, se encuentran encerradas: se integran a la derecha, bajan las banderas fundantes de su identidad o entran en proceso de disolución. El espacio que ocupó durante décadas el alfonsinismo y todo el radicalismo democrático, el socialismo de Santa Fe, que se proyectaba hacia todo el país, y el ibarrismo8 en la Ciudad de Buenos Aires, se encuentra atrapado en esta encerrona. Muchos de sus dirigentes prefieren evitar criticar a un juez que actúa de modo arbitrario contra un adversario o cuestionar una represión antes que romper la polarización.

El impacto político de las emociones

Argentina atraviesa una situación de fuerte estrés emocional. La sociedad experimentó distintas desilusiones que provocan padecimientos subjetivos, como ansiedad, tristeza y depresión. Una sociedad atravesada por la desilusión política es un entramado de desesperanzas, el campo fértil de la apatía. La frustración edifica un muro que impide construir horizontes o motivaciones.

¿Por qué se ilusiona –o desilusiona– una sociedad con la política? Porque se rompe un contrato o porque lentamente se erosiona la legitimidad que el buen gobierno genera. A veces hay una fecha, un antes y un después. En otras, en cambio, un continuum de pequeños o grandes desencuentros. Si uno deposita su ilusión en un partido o una persona, y siente que esa persona cumple, el vínculo se afianza y crece la sensación de certidumbre, de amparo. Pero si aparece la frustración, si se pierde la confianza, si no se percibe un rumbo, si crece la insatisfacción, entonces aumenta también la incertidumbre. Y si no se construye un nuevo horizonte, se abre el riesgo de caer en la desesperanza.

Ese mar de apatía y desánimo es el caldo de cultivo para las derechas extremas. Mientras los dirigentes responsables buscan explicar que la salida no es sencilla, que implica recorrer un largo camino, la derecha extrema instala dos palabras, una como causa de los problemas, otra como solución, y mucha gente empieza a ir detrás de ella: la “casta” como causa y la “dolarización” como solución. Sin embargo, el problema no son las políticas públicas y la intervención del Estado. Seguramente habrá que corregirla, modificarla y mejorarla. Pero sin intervención del Estado, el poder económico es como un lobo en el gallinero. Y la dolarización, como han señalado economistas de diversas tendencias, nunca podría ser la solución.

La política es parte de la cuota de autonomía que la sociedad puede construir contra los poderes fácticos. Los vendedores de falsas certidumbres, apoyados en grandes aparatos de comunicación y tecnologías muy poderosas para operar sobre sociedades desanimadas, ofrecen las últimas ilusiones.

Una ofensiva contra el pluralismo

La polarización política instituye mecanismos emocionales para socavar la convivencia plural y pacífica. La maquinaria del odio va desde la ignorancia, la antipatía y el desprecio, hasta un claro proceso de violencia simbólica o física. Por una parte, el odio es visceral, espontáneo. Puede surgir como una reacción de animosidad por múltiples razones, entre las que se encuentra la percepción de una reducción de la desigualdad. En efecto, cuando una desigualdad que resultaba crucial para definir la propia identidad se difumina, esta última puede verse amenazada. Así ocurre cuando se ven cuestionadas las relaciones entre géneros en la sociedad patriarcal, las relaciones entre clases en el capitalismo o las relaciones racializadas.

Por otra parte, el odio también constituye el resultado de una estrategia de ajedrez, un cálculo frío para domesticar las percepciones, las significaciones y los cuerpos. Esa “fábrica de alteridades” incluye como blancos tanto a grupos históricamente discriminados (los pobres o los morochos) como a renovadas agendas por la igualdad (las mujeres que ponen en cuestión la jerarquía). En el mundo actual, en el apogeo de la segregación, tanto los grupos subalternos de larga data como las nuevas oleadas de excluidos son objeto de los discursos de odio.

El antipluralismo tiene en Argentina una historia muy extensa. Si miramos la historia del siglo XX es evidente que las corrientes denominadas liberales han tenido la peculiaridad de ser, en su mayoría, antipluralistas. El evento más impactante en este sentido fue el derrocamiento de Perón en 1955, ejecutado en nombre de la libertad y la democracia.

A 40 años de la recuperación de la democracia, Argentina está enredada en una gigantesca incertidumbre. A los procesos globales que hacen difícil vislumbrar futuros probables se les agrega una dimensión específicamente nacional. El país resolvió de un modo muy singular, con pocos o ningún antecedente en el mundo, la cuestión de la memoria, la verdad y la justicia. Desde 1983 en adelante –y desde 2003 en adelante– fue construyendo y actualizando el “Pacto del Nunca Más”, que implicaba desterrar de la vida pública al terrorismo de Estado y la violencia política. Cuando en las últimas décadas el Estado utilizó la violencia política se generó una fuerte reacción social, que muchas veces derivó en grandes crisis políticas: el asesinato de Kosteki y Santillán9, por ejemplo, que terminó con el gobierno de Eduardo Duhalde. Esa manera tan particular y tan argentina de reaccionar a la violencia estatal, metaforizada en el “Pacto del Nunca Más”, está frente a un enorme desafío, quizás el mayor desde la recuperación de la democracia.

Consensos vergonzantes

Por frustración, por hartazgo o por ambas cosas, hay momentos en que amplios sectores sociales ingresan en un registro de negación de la realidad. Podemos debatir cómo se genera este mecanismo, pero el hecho es que se impone una sensación de saturación, un deseo devenido necesidad de no seguir escuchando noticias que amenacen las certidumbres que surgen de la polarización. Frente al cansancio, muchas personas se acomodan para escuchar noticias que confirman sus prejuicios, impedir que lleguen las ideas que los cuestionen y establecer ante cualquier riesgo la teoría conspirativa acerca de las afirmaciones que los ponen en cuestión. Cuando se impone el placer de la confirmación, cuando se evita radicalmente el dolor de la duda, cada sector se encierra en su propia matriz hermenéutica.

Si después cambia la hegemonía política e informativa, la sociedad le hace honor a León Ferrari y se abraza a la frase “nosotros no sabíamos”10. Lo que muchos “no sabrán” en el futuro está ocurriendo hoy a la vista de todos.

El clima del terrorismo de Estado de los años 1970 generó una cultura política que podía observarse en hechos y frases de la vida cotidiana. Por supuesto que fue crucial la resistencia. Pero sería ingenuo no registrar su contracara: la complicidad de amplios sectores de la sociedad con hechos atroces. Complicidad de los medios, de instituciones, de corrientes políticas. En este clima, el “no te metás” o el “por algo será” fueron armas simbólicas que adquirieron una potencia despiadada. A las víctimas del secuestro, la tortura y la muerte a las que se les negó el derecho al juicio, base de todo Estado de derecho, se las condenó socialmente con el “por algo será”. Si el poder sustraía cuerpos y los desintegraba, la razón asistía –con esas justificaciones– al poder. Los individuos podían ignorar dichas razones, pero no podían intentar averiguarlas. Y mucho menos cuestionarlas: “no te metás”. Los que se metieron lo pagaron caro, con el exilio o la vida. Y las que se metieron (el femenino responde al predominio de los pañuelos) fueron la punta de lanza de la resistencia.

Claro que nada de esto sucede hoy en Argentina. Vivimos otro tiempo. Pero se ha instalado como parte de la cultura política que cada uno reclama por sí mismo y nadie reclama por el otro. A nadie se le ocurre reclamar por los derechos de un adversario político. Se criticó más a Franco Rinaldi11 por sus expresiones discriminatorias que a Patricia Bullrich; nadie que no esté aliado con [la vicepresidenta] Cristina [Fernández] reclama su derecho a que se cumpla la garantía de defensa12; los medios distribuyen condenas mediáticas difamando a personas en nombre de la libertad de expresión, nadie pide que también les den voz a otros en los medios. Sin embargo, la democracia es eso: que tu partido y tus adversarios puedan expresarse.

Tratar al adversario como enemigo es un rasgo profundamente antiético de ciertas vertientes políticas. Se ha naturalizado. En un clima tan bélico, el “no te metás” se transformó en “no digas absolutamente nada que no sea útil en tu carrera política”. Para la ley, y así debería ser en una sociedad democrática y madura, todas las personas son inocentes hasta que se demuestre lo contrario. En Argentina, sea acusado un peronista, un dirigente de la oposición o de la fuerza que sea, el adversario no defenderá la inocencia del otro. Todos se defienden a sí mismos.

Esta lógica de la conveniencia tiene consecuencias distintas cuando funcionan las leyes y cuando no funcionan. Pero no siempre las cosas resultan blanco o negro. Cuando hay daños fuertes en los procedimientos legales, como sucede en la “guerra judicial”, cuando se naturalizan las fake news y se vive dentro de la polarización, la situación se hace cada vez más peligrosa. Esto deteriora de forma grave la vida democrática y termina favoreciendo a las derechas antidemocráticas.

La dictadura que vuelve

Las historias están presentes hoy de manera entremezclada. Resulta alarmante percibir que algunas herencias de la época más negra del país regresan a la vida cotidiana, en formas de percepción y de comunicación, aunque por supuesto cruzadas por el acuerdo democrático que empezó a construirse en 1983 y que convirtió a Argentina en uno de los países con más rechazo a la violencia política de América Latina. Esta convivencia pacífica, que debería ser un principio básico de la sociedad, hoy está en riesgo. Como queda en evidencia con el spot de Bullrich, se anuncia la posibilidad de atravesar la frontera, de la paz a la violencia, de la convivencia a la guerra. Se anuncia la utilización de violencias estatales para contener la insatisfacción democrática.

Hay fronteras que una vez que se cruzan ya no tienen vuelta atrás. Se puede juzgar a los criminales, pero no se puede revivir a los muertos. Es necesario derrotar políticamente estas hipótesis. Pero activar ciertas memorias no depende sólo de la sociedad. Es crucial la capacidad de la democracia por saldar deudas que también son originarias, de modo tal que la democracia liberal se complete con democracia económica. Ese ha sido el gran problema, el talón de Aquiles de la democracia argentina. La tarea es trabajar para resolverlo.

Alejandro Grimson, antropólogo. Su último libro es ¿Qué es el peronismo?, Siglo XXI, 2019.


  1. NdR: Plan de ajuste de Celestino Rodrigo, ministro de Economía de María Estela Martínez de Perón, anunciado el 4 de junio de 1975 y que disparó la inflación al 182 por ciento; originó grandes movilizaciones sociales y motivó la renuncia del ministro. 

  2. NdR: Devaluación programada y gradual establecida por el ministro de Economía que le dio nombre, y que duró de 1979 a 1981. 

  3. NdR: En junio de 1985 llegó al 1.129 por ciento de inflación anual, en julio de 1989 al 3.611, hasta llegar en marzo de 1990 a 20.263. 

  4. NdR: Restricción de retiro de efectivo de los bancos argentinos impuesta por el gobierno de Fernando de la Rúa el 1° de diciembre de 2001. 

  5. “El trauma cultural”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, julio de 2012. 

  6. NdR: Operación represiva iniciada por la presidenta Isabel Martínez de Perón y continuada por la dictadura, responsable de múltiples violaciones a los derechos humanos en Tucumán. 

  7. NdR: presidente de Fuerza Republicana, el mismo partido que fundó su padre, Antonio Domingo Bussi (exmilitar y gobernador tucumano, condenado en 2008 a prisión perpetua por crímenes de terrorismo de Estado y fallecido en 2011). 

  8. NdR: por Aníbal Ibarra, jefe de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires de 2000 a 2006. 

  9. NdR: Maximiliano Kosteki (22 años) y Darío Santillán (21) fueron dos jóvenes del conurbano bonaerense asesinados por balas de la policía durante una manifestación, el 26 de junio de 2002. 

  10. NdR: León Ferrari (1920-2013), artista visual que en 1976 recopiló un grupo de noticias sobre la represión de la dictadura militar y las tituló “Nosotros no sabíamos”. 

  11. NdR: Polémico tuitero y político opositor. Ver su cuenta @FrancoVRinaldi y el artículo “El video con dichos judeófobos que desató la renuncia de Franco Rinaldi como precandidato a legislador porteño”, La Nación, 13-7-2023. 

  12. Ver “La persecución judicial contra la vicepresidenta Cristina Fernández es una muestra evidente de que el lawfare está más vivo que nunca en nuestro país”, argentina.gob.ar, 2-8-2022.