Desde la mitología de los antiguos mexicanos hasta las patentes del libre mercado, los frijoles, o porotos, han protagonizado códices y disputas comerciales. Son mucho más que un alimento. Para Naciones Unidas, las prácticas agroecológicas involucradas en su cultivo forman parte de un patrimonio agrícola mundial.

¿Quién lo recuerda? Antaño el frijol fue una ofrenda a los antiguos ancestros de los mexicanos del dios Quetzalcoatl, la mítica serpiente emplumada. Lo cual vuelve exóticas a las alubias del Norte, cocos de Paimpol, alubias blancas y otros porotos europeos. Las apelaciones regionales llevan a que los comensales del viejo continente olviden que éstas componen las distintas variedades de semillas de una misma liana tropical. Los lectores de Jack y las habichuelas mágicas lo saben; así como los jardineros a quienes la idea de plantas “inmóviles” divierte en alto grado. Phaseolus vulgaris, el “frijol común”1 es una enredadera: su tallo, demasiado débil para trepar por sí solo, debe encontrar un soporte alrededor del cual enrollarse en hélice para alcanzar la luz, siempre en sentido contrario a las agujas de un reloj. Tal vez los romanos habrían visto allí un mal presagio, pero nunca conocieron al frijol, al igual que cualquier europeo de antes de Cristóbal Colón. Tampoco conocían el maíz ni la calabaza, otras ofrendas de la serpiente emplumada, deseosa de ayudar a los humanos a alimentarse. Durante mucho tiempo, Quetzalcoatl buscó lo que podría adecuarse a sus necesidades. En su búsqueda, observó una hormiga roja que llevaba un grano de maíz. La acompañó hasta una montaña, en la que desapareció por una fisura, se transformó en hormiga negra para seguirla y, allí, descubrió un inmenso tesoro de variadas semillas. Recolectarlas no fue sencillo, pero Quetzalcoatl lo logró. Y desde ese día los mexicanos comen frijoles.

En realidad, cuando se produjeron estos acontecimientos –o se habrían producido– en México no había ni aztecas ni mayas. Sospechamos que la benevolencia divina no eximió a los primeros cultivadores de América Central de la larga labor de domesticación de la naturaleza y, sobre todo, de las plantas. El maíz no fue suministrado ya listo para su uso: los ancestros de los mexicanos debieron domesticar los teosintes salvajes, gramíneas cuyas débiles pequeñas espigas se desgranaban en su madurez. Fueron necesarios milenios de selección para llegar a las generosas espigas de maíz que conocemos y mucha paciencia para transformar una liana con vainas fibrosas en frijoles, y luego comprender el valor excepcional del trío que estas dos plantas formaban con la calabaza. Quetzalcoatl estaba en lo correcto: el frijol es una leguminosa, es decir una planta capaz de fijar el nitrógeno, elemento esencial para la síntesis de los aminoácidos2. Una combinación perfecta: el frijol enriquece la tierra, los tallos de maíz sirven de tutor para la liana, las hojas de calabaza cubren el suelo y así conservan su humedad y lo protegen de la erosión. Además de constituir un pequeño ecosistema, los tres vegetales brindan un régimen equilibrado a los humanos. El frijol contiene los dos únicos aminoácidos esenciales que le faltan al maíz. Esta trinidad excepcional forma la milpa, palabra náhuatl que significa “lo que está sembrado en los campos”, y que se extendió de manera progresiva por toda América. Permitió a los primeros cultivadores de las tierras cálidas del sur comer a voluntad.

La milpa

Hacia 1200 antes de nuestra era, una tribu nómade de cazadores-recolectores proveniente de las tierras áridas del norte se mezcló con estos campesinos e hizo de la milpa la base nutritiva de su pirámide social. De esta asociación forzada pronto surgirá la primera civilización de América Central, la de los olmecas. Y, recién allí, comenzó la Historia. En gran parte se nos escapa. Sólo 17 cabezas olmecas monumentales de piedra atravesaron el tiempo. Sus misteriosos rostros de bebés con rasgos asiáticos simbolizan una cultura desconocida. Sin embargo, los olmecas también construyeron las primeras pirámides, tallaron las primeras estelas, adoraron a los primeros dioses, ejecutaron los primeros sacrificios humanos y tal vez establecieron las bases de la escritura maya, antes de que su cultura desaparezca, algunos siglos antes de nuestra era, debido a razones desconocidas. El foco de civilización de América Central, por su parte, no se apagaría más. Al menos hasta la llegada de los conquistadores.

En cada llanura, cada valle, cada meseta, durante 2.000 años surgieron ciudades, se desarrollaron, se enfrentaron o desaparecieron. Hacia 650 para la ciudad-Estado de Teotihuacán o la de Monte Albán, el centro de la cultura Zapoteca; hacia 900 para la red de ciudades mayas3. Por acá obras interrumpidas o grafitis dibujados en las paredes de los palacios. Por allá rastros de incendio, de revueltas, la masacre de una familia real. En otros lados nada, sólo el abandono. Civilización sofisticada, sociedad de castas, dirigentes privilegiados, ciudades demasiado grandes, rivalidades, construcciones de pirámides demasiado altas, el conjunto se basaba en el trabajo de campesinos forzados a una agricultura cada vez más intensiva en un entorno frágil. El cultivo de la milpa por medio de la quema forestal implica un largo ciclo de regeneración de los suelos. Si se la intensifica para alimentar ciudades de decenas o cientos de miles de habitantes, el bosque desparece, los suelos se agotan y a largo plazo, el sistema se desploma. Sin dudas siguieron hambrunas y revueltas. Tal vez el golpe de gracia haya sido dado por oleadas de sequías. Los citadinos regresaron a la naturaleza. Volvieron a encontrar una organización de tamaño humano y pudieron, de nuevo, comer maíz y frijoles a voluntad.

La maldición

El fin de los aztecas es menos complejo que el de los mayas. Tiene nombre. Hernán Cortés.

Los aztecas venían de las llanuras desérticas del norte. Hacia 1345, se habían instalado en una isla lacustre de las altas mesetas y habían establecido allí su capital, México-Tenochtitlán. Habían fundado un Imperio unificado, sometiendo a sus vecinos por la fuerza y obligándolos a pagar tributo. Practicaban sacrificios humanos con un terrible celo, inspirado por el temor de que su sol se apague, como había sucedido, según su mitología, con los cuatros anteriores. Cuando el quinto fue creado, primero permaneció inmóvil y varios dioses debieron ofrendar su corazón y su sangre para ponerlo en movimiento. Para que no se interrumpa, los sacrificios debían continuar.

Procedimientos muy arcaicos

La modernidad llegó en 1519, bajo los rasgos de Cortés, conquistador español al servicio de Carlos V. ¿Por qué maldición del destino los aztecas lo confundieron con Quetzalcoatl, cuyo regreso esperaban? Se dice que el emperador Moctezuma le rindió tributo con una taza de xocolatl, chocolate, sin azúcar, en una infusión fría sazonada con especias y vainilla. Cortés apreció en mayor medida la copa de oro. Los españoles volvieron en sí, al final los aztecas comprendieron que no estaban tratando con dioses y comenzó la lucha. Bernal Díaz revela el resultado: “Estaba todo cubierto de cadáveres y reinaba tal hedor que ningún hombre en el mundo hubiera podido soportarlo”4.

Los aztecas y, antes que ellos los mayas, conservaban su pasado, sus conocimientos y sus cantos bajo la forma de una mezcla de escritura y dibujos, en códices doblados en acordeón. El pintor y tallador Albrecht Dürer contó la emoción que estos manuscritos encuadernados, pintados y coloreados, provocaron en él. En su Relación de las cosas de Yucatán (1566), el obispo Diego de Landa expresaba una opinión diferente: “Porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos”.

Había adivinanzas en los códices. “¿Quién tiene cabellos blancos hasta la punta y da a luz plumas verdes?”

Respuesta: la cebolla.

La herencia

Una vez arrasada la ciudad, destruidos los libros y exterminados sus habitantes, los eruditos se pusieron a investigar para descubrir los secretos de las civilizaciones desaparecidas.

Algunos indígenas contribuyeron con este esfuerzo. Así, un médico indígena que ejercía antes de la llegada de los españoles redactó un códice, a la manera de un herbario, en el que registró las plantas medicinales aztecas, que dibujó con colores y un talento de igual brillo. Lo conocemos por su nombre de bautismo, Martín de la Cruz. Habría hecho este trabajo ante el pedido del Colegio de la Santa Cruz, fundado por el virrey de España para la educación de los hijos de la nobleza azteca a quienes pensaba usar para la evangelización del país. Por desgracia, la mayoría murió de viruela. El códice se redactó en náhuatl y fue traducido al latín en 1552 por un cierto Juan Badiano, “de raza indígena”, precisa el manuscrito, quiza un joven alumno azteca del colegio. Si bien el original en náhuatl desapareció, el Libellus de medicinalibus indorum herbisLibro de las hierbas medicinales de los indígenas, conocido bajo el nombre de Códice De La Cruz-Badiano– atravesó el océano y pasó de las manos de la realeza a bibliotecas cardinales hasta terminar en los archivos del Vaticano en donde fue olvidado, antes de volver a salir a la luz en 1929. El mundo descubrió entonces un animado testimonio de medicina, de ciencia y de arte azteca, 250 especies vegetales registradas, 185 de ellas ilustradas, agave, mimosa pudica, cacao, vainilla, datura, ipomea, achillea... Es emocionante encontrar las finas hojas dentadas y las umbelas de la Achillea millefolium en la página 24. Su nombre surge de Aquiles quien, según Plinio, la habría usado para curar a un adversario herido. Los aztecas la llamaban Tlalquequetzal, “pluma de tierra”, y el dibujo reproducido por “el autor de raza indígena” muestra lo certera que es la metáfora. No todas las identificaciones son tan fáciles y no hay certeza de que el maíz y el frijol se encuentren en el códice de Santa-Cruz. Poco importa. Los indígenas habían perdido sus ciudades, sus dioses y sus libros, pero no los regalos de Quetzalcoatl. El maíz y los frijoles eran más o menos todo lo que les quedaba.

Los conservaron, a pesar del genocidio indígena, de Moctezuma a los Estados Unidos Mexicanos, ni las guerras ni las revoluciones desviaron a los campesinos de la milpa, guardiana de su autosuficiencia. Sin embargo, los sacerdotes de la economía moderna definieron nuevas reglas. La autosuficiencia limita las ganancias y amenaza al quinto sol. Y para impedir ese desastre, ya no es necesario arrancar corazones con una piedra tallada: basta con el libre comercio.

La patente

En 1994, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) abrió las fronteras comerciales entre México, Estados Unidos y Canadá. Muy pronto hizo irrupción el maíz estadounidense y los precios se desplomaron. Las granjas familiares mexicanas no podían resistir la competencia de las gigantescas explotaciones de América del Norte, potenciadas con fertilizantes, biocidas y subvenciones. Millones de campesinos mexicanos desempleados que sólo encontraban trabajo en las maquiladoras, esas empresas extranjeras exoneradas de derechos de aduana, no vieron esperanza más que en la inmigración. La producción agrícola se derrumbó.

Por primera vez en su historia, México debió importar maíz5.

Tras la caída de los precios, una especulación que los hizo aumentar de manera monumental. El año 2007 fue el de la “crisis de la tortilla”: el hambre volvía al sur del Río Grande, las ganancias se concentraban en el norte. En las pancartas de las grandes manifestaciones, se podía leer: “Sin maíz no hay país”.

¿Entonces quedaban los frijoles?

En los años 1990, Larry Proctor compró una bolsa de frijoles variados en un mercado mexicano y volvió a Colorado, los seleccionó, plantando sólo los amarillos. La operación que repitió una única vez era a la selección artificial lo que el fast-food es a la gastronomía. Tras esas dos cosechas, presentó una patente intelectual sobre los frijoles amarillos.

— ¿Una patente intelectual?

— Un documento que dice que inventaste algo y que es tuyo.

— ¿El gringo dice que inventó los frijoles amarillos?, ¡Los cultivamos desde los olmecas!

— ¿Cómo probarlo?, El gringo, por su parte, ¡tiene una patente intelectual!

“Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, dicho mexicano... De nuevo, se les cayó el cielo. No sólo se podía reivindicar la “propiedad intelectual” del frijol, sino que se les había escapado. Conocían al menos 30 variedades de frijoles amarillos, todas finamente categorizadas por sus botanistas, entre las 10.000 variedades de Phaseolus vulgaris registradas. En su solicitud, el gringo sólo había escrito “frijoles amarillos” y la oficina de patentes de Washington dijo amén. El estadounidense exigió una regalía del 22 por ciento por cada frijol amarillo vendido en Estados Unidos, hizo frenar las importaciones e inició juicios. Las ventas mexicanas se derrumbaron y el mundo aprendió una nueva palabra: biopiratería6. El frijol amarillo se convirtió en su símbolo. Hubo que entablar una batalla ante los tribunales.

Duró diez años, generó cinco decisiones judiciales y cientos de miles de dólares en gastos de abogados, pero la patente fue anulada. Proctor ya no recibirá regalías. Sin embargo, la guerra continuó. Aún causa estragos y las patentes sobre lo viviente continúan privatizando cada día a la naturaleza. En cuanto a México, hoy por hoy sigue siendo uno de los principales importadores mundiales de maíz, lo que podría despertar a dioses y volcanes.

Mientras tanto, ¿qué hacer?

A esta pregunta, un poeta azteca del siglo XV había respondido:

“Cantar, cantar y cantar, porque el canto es salvador,

Y rendir homenaje a la belleza”.

Tal vez no sea suficiente.

El regreso

Entonces, algunos sueñan con el retorno de Emiliano Zapata (1879-1919). En México, los fantasmas están más vivos que en otros lugares. Otros recuerdan las palabras del rey-poeta Nezahualcóyotl, ese azteca contemporáneo de Carlos de Orleáns: “Oh, amigos míos, esta tierra sólo es prestada”.

Son los herederos de la milpa. Ven en este policultivo un lugar de encuentro entre ciencia y conocimientos tradicionales, y una herramienta de soberanía alimentaria que permite mantener una estructura social fundada en el trabajo agrícola. En 2022, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) la elevó a la categoría de “Sistema Importante del Patrimonio Agrícola Mundial”7. Se la estudia, se la perfecciona, se la enriquece con plantas aromáticas o forrajeras que permiten mantener una pequeña ganadería y enriquecer su ecosistema, se la combina con la agroforestería, lo cual constituye un regreso a los orígenes. No sólo brinda un régimen dietético equilibrado en explotaciones de tamaño humano, sino que surge como un emblema de la agroecología. De este conjunto de teorías y de prácticas, el agrónomo Marc Dufumier dice que podría alimentar a 9.000 millones de seres humanos. “Es una agricultura sabia. Redescubre conocimientos antiguos acumulados por generaciones de campesinos, vuelve a cultivar variedades desaparecidas y, al mismo tiempo, se apoya en la investigación científica que hizo muchos descubrimientos sobre la biología de los suelos y aún tiene muchos más por hacer”.

Las fuerzas presentes parecen desiguales, pero quién sabe.

Quetzalcoatl tal vez aún no haya dicho su última palabra.

Zapata tampoco.

Alain Amariglio, ingeniero, docente y escritor. Su último libro es Des plantes et des hommes, Éditions du Canoé, París, 2023 (con prólogo de Gilles Clément). Traducción: Micaela Houston.


  1. La mayoría de los frijoles que conocemos son cultivares (variedades obtenidas por selección) del frijol común Phaseolus vulgaris

  2. En realidad son bacterias que viven en simbiosis con leguminosas, sobre sus raíces. Fijan el nitrógeno y se benefician, a cambio, de los glúcidos de la planta, resultado de la fotosíntesis. 

  3. “El pueblo del maíz”. 

  4. Bernal Díaz del Castillo, Histoire véridique de la conquête de la Nouvelle-Espagne, La Découverte, París, 2009. 

  5. Karen Lehman, “Au Mexique, les fausses promesses de l’Alena”, Le Monde diplomatique, París, noviembre de 1996. 

  6. Véase el documental Las cosechas del futuro, de Marie-Monique Robin (2012). 

  7. Sistemas Importantes del Patrimonio Agrícola Mundial (SIPAM), FAO.