Pese a una avalancha de procesos judiciales, el exmandatario de Estados Unidos Donald Trump se mantiene como el favorito de su partido para la elección presidencial del año próximo. Un tema de política exterior, la guerra de Ucrania, es objeto de debates apasionados entre los candidatos republicanos. Unos le reprochan al presidente Joseph Biden, demócrata, no involucrarse lo suficiente con Kiev; otros consideran que las prioridades del país son otras.
Desde hace casi medio siglo, las cuestiones de geopolítica no cumplen, en la práctica, ningún papel en una elección presidencial estadounidense. La victoria fulgurante del presidente George Bush (padre) durante la guerra del Golfo (enero-marzo de 1991) no impidió que fuera derrotado al año siguiente por un oscuro gobernador demócrata de Arkansas (William Clinton) sin experiencia internacional.
Sin embargo, aunque ningún soldado estadounidense participe de forma directa en ella, la guerra de Ucrania ocupa un lugar considerable en los debates entre candidatos republicanos. No tanto del lado demócrata, visto que el presidente Joseph Biden parece tener asegurada la candidatura de su partido, donde el apoyo total de Estados Unidos al presidente Volodímir Zelenski es casi unánime.
Así, lo que sucede en el exterior, en particular en Kiev, interesa esta vez a estadounidenses que no pertenecen al pequeño círculo de Washington (representantes, editorialistas de las publicaciones de élite, profesionales de las usinas de pensamiento o think tanks). Y esto es incluso más cierto del otro lado: los dirigentes ucranianos piensan que su destino podría sufrir un vuelco según sea reelecto Biden o si un republicano toma su lugar. Aunque aún falta saber cuál, ya que, respecto de Ucrania, las posiciones de los candidatos de este partido varían por completo. Al punto de que el exvicepresidente dócil de Donald Trump, Mike Pence, se presenta en esta ocasión para enfrentarlo...
El 14 de julio, durante un foro conservador, los términos del debate que los opusieron fueron resumidos con cierta brutalidad por el periodista Tucker Carlson, que oficiaba de maestro de ceremonias. Inmensamente popular e influyente entre los republicanos, partidario de Trump aun cuando el personaje le inspira cierto rechazo, Carlson tiene ideas categóricas al extremo, en particular sobre el conflicto ucraniano. Detesta a Zelenski, al que califica de “dictador”, estima que la guerra fue en gran parte provocada por Estados Unidos y repite que sería tiempo de que dejaran de financiarla. Pence, que piensa todo lo contrario y acababa de reunirse con el presidente ucraniano, fue por lo tanto contradicho apenas le reprochó a Biden la lentitud de las entregas de armas a Kiev. “Usted se lamenta de que los ucranianos no tengan suficientes tanques estadounidenses –exclamó Carlson–. Pero en estos últimos tres años, cada ciudad de nuestro país sufrió un deterioro. Dé una vuelta en auto, se nota. Nuestra economía decae, la tasa de suicidios aumenta, la suciedad, el desorden y la criminalidad crecen de manera exponencial, ¡y usted se preocupa porque a Ucrania, un país que la mayoría de las personas aquí presentes serían incapaces de situar en un mapa, le faltan tanques! No es injusto que le plantee la pregunta: ¿acaso se preocupa por Estados Unidos en este asunto?”. El público lo ovacionó.
“Es hora de volver a casa”
El neoconservadurismo imperial que defiende Pence –y, de hecho, varios candidatos republicanos– fue ley durante mucho tiempo en el partido de Ronald Reagan [presidente de 1981 a 1989] y en la dinastía Bush [padre e hijo, presidentes de 1989 a 1993 y de 2001 a 2009, respectivamente]. Ya no es el caso. Se atribuye a menudo este giro a Trump y a su convicción de que las guerras extranjeras y las deslocalizaciones industriales habían provocado una “masacre” económica y social en Estados Unidos. Ciertamente, el expresidente logró popularizar esta idea y, sobre todas las cosas, volverla victoriosa en términos electorales, al vencer a Hillary Clinton en 2016. No obstante, Trump no fue el primero en privilegiar el nacionalismo por sobre el imperialismo en el bando republicano. En setiembre de 1991, mientras que la Unión Soviética aún no se había derrumbado por completo, un exconsejero de primera plana de los presidentes Richard Nixon y Reagan, Patrick Buchanan, estimaba, en efecto, que, ya que la “amenaza comunista” acababa de desaparecer, Estados Unidos debía dejar de actuar como policía del mundo entero. Y tener como política “Estados Unidos primero”.
Lo que escribió Buchanan hace más de 30 años en su columna de The Washington Post –algo inimaginable hoy– anunciaba casi palabra por palabra la interpelación de Tucker Carlson del pasado mes de julio. Y teorizaba la actual línea de fractura en el seno del Partido Republicano entre “globalistas” y aislacionistas: “El cemento unificador del anticomunismo que mantuvo unida a la coalición Reagan ya no puede operar su magia –estimaba Buchanan–. [...] Por tanto, de ahora en más, los estadounidenses deben plantearse verdaderas preguntas antes de irrumpir en el vecindario de otros países para involucrarse en sus disputas internas. ¿Por qué es problema nuestro? ¿Por qué debemos, nosotros, 46 años después del final de la Segunda Guerra Mundial, defender a Alemania y Japón mientras acaparan nuestros mercados? ¿Por qué debemos pacificar el Golfo Pérsico mientras mujeres que pasean sus perros en Central Park son asesinadas por delincuentes? La incivilidad y la brutalidad de nuestras ciudades, el auge de las tensiones étnicas, deben concentrar nuestra atención en nuestra propia sociedad. Estados Unidos primero (“América First”) es la idea que los estadounidenses no deberían ir a luchar al extranjero cuando nuestros intereses vitales se encuentran amenazados. [...] Nuestra guerra, la Guerra Fría se terminó. Llegó el momento para nosotros de volver a casa”1.
Lógicamente, Buchanan reclamaba que Estados Unidos rompiera todos los pactos de asistencia militar firmados durante la Guerra Fría y que reinterpretara de manera mucho más restrictiva la “Doctrina Monroe” que lo había convertido en guardián de su “patio trasero” latinoamericano. Incluso precisaba: “A pesar de los reproches de nuestros nuevos amigos en Polonia, Hungría y Checoslovaquia que quisieran unirse a la OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte], el paraguas nuclear estadounidense no debe extenderse más al Este. [Dwight] Eisenhower no quiso luchar en Hungría en 1956 [durante el levantamiento antisoviético de Budapest], y no vamos a luchar por Europa del Este”2. Tras obtener el 23 por ciento de los votos en las elecciones primarias republicanas que lo opusieron en 1992 al presidente George Bush, “vencedor de la Guerra Fría”, Buchanan contribuyó a su derrota en la elección general.
Los atentados del 11 de setiembre de 2001 marginaron las tesis aislacionistas en beneficio de las de los neoconservadores defensores de la “guerra contra el terrorismo”. Pero el fracaso de Estados Unidos en Afganistán e Irak, las deslocalizaciones industriales, la pérdida de confianza en la racionalidad de las élites librecambistas e imperialistas, tanto demócratas como republicanas, resucitaron la tentación aislacionista3. Barack Obama se aprovechó de ello para ganarle a Hillary Clinton, símbolo de la arrogancia y de la globalización, en las primarias demócratas en 2008. Luego, como esta aún no había entendido la lección ocho años más tarde, Trump sucedió a Obama. Insistió de entrada: “En 2016, el pueblo estadounidense rechazó un globalismo corrupto: soy presidente de Estados Unidos, no soy el presidente del mundo”.
Sin embargo, la elección de Trump no garantizó el triunfo de sus tesis, incluso en el seno de su partido. Los republicanos neoconservadores que aplastó siguen presentes, poderosos, y no bajaron las armas. La mayoría de los medios de comunicación nostálgicos del imperialismo reaganiano, Fox News y The Wall Street Journal en particular, los apoyan al igual que la mayoría de los representantes republicanos del Congreso, los think tanks de Washington y los grandes donantes de partido. Impulsivo, megalómano, enamorado de su propia voz e incapaz de estudiar cualquier tema que sea, Trump tuvo también su cuota de responsabilidad al poblar su administración de halcones que lo alababan sin vergüenza al tiempo que ponían trabas a sus elecciones de política exterior. Su vicepresidente, sus secretarios de Estado, sus secretarios de Defensa, sus consejeros en asuntos de seguridad, su embajadora ante las Naciones Unidas fueron en casi todos los casos neoconservadores empedernidos. Uno de ellos, John Bolton, era incluso un loco de atar: Trump bromeaba que le pedía a este “idiota”, a este “maníaco” acompañarlo cada vez que quería asustar a un jefe de Estado extranjero para arrancarle nuevas concesiones. Es decir que más allá de la Oficina Oval, el “Estado profundo” y el complejo militar-industrial, se movían con total libertad en la Casa Blanca.
Resultado: Trump ordenó varios bombardeos en Siria (donde las tropas estadounidenses mataron decenas de mercenarios del grupo Wagner –ver páginas 24-25–), ratificó nuevas sanciones contra Moscú (votadas por una mayoría aplastante de representantes del Congreso, incluidos aquellos de su partido que deseaban torcerle el brazo) y entregó misiles Javelin a Ucrania. Llegó incluso a jactarse de que ningún presidente estadounidense había sido “más duro con Rusia: le di armas a Ucrania, Obama les ofrecía almohadas”4. En diciembre de 2017, cuando su administración detalló las orientaciones estratégicas de Estados Unidos, hasta The New York Times debió admitir su satisfacción: “Muchos elementos de este informe podrían haber sido presentados por sus predecesores”.
Nuevo escenario
Esta continuidad, relativa, podría ser cuestionada si Trump fuera reelecto. En 2016, Ucrania constituía un elemento periférico de la campaña electoral. Hoy es la fuente de un conflicto que se agrava entre dos potencias superarmadas, un factor de gastos importantes para Estados Unidos (ya van cerca de 80.000 millones de dólares) y un tema que desborda en mucho el ámbito de la política exterior.
En efecto, como la mayoría de los republicanos, Trump está resentido con todos aquellos que lo acusaron –de forma errónea– de conspirar con Moscú. Estima que su presidencia estuvo ampliamente trabada por un acuerdo entre las agencias de inteligencia, los grandes medios de comunicación y el Partido Demócrata, que hicieron de Ucrania una de sus causas sagradas, con la esperanza (realizada) de avergonzarlo, de maniatarlo.
Tampoco olvidará que en 2019 su primer proceso de destitución (impeachment) estuvo motivado por un intercambio telefónico que mantuvo con el presidente Zelenski, cuyo contenido debería haber permanecido secreto. Trump parecía estar negociando el apoyo de Estados Unidos contra revelaciones susceptibles de incomodar a Biden. Ahora bien, los “trumpistas” están convencidos de que el teniente-coronel Alexander Vindman, un estadounidense de origen ucraniano que en ese entonces trabajaba para el Consejo de Seguridad Nacional (NSC), donde estaba a cargo de escuchar los llamados entre el presidente de Estados Unidos y sus homólogos extranjeros, divulgó este intercambio telefónico para favorecer a los demócratas. Una razón más para que la mayoría de los republicanos hoy deseen privilegiar a Maine por sobre Ucrania.
En este asunto, incluso el principal competidor de Trump apenas se diferencia de la posición del expresidente. En efecto, Ron DeSantis ve en el conflicto en curso “una disputa territorial” entre Moscú y Kiev que no concierne un “interés vital de Estados Unidos”, como lo sería “la contención de China” o la defensa de las fronteras estadounidenses contra los migrantes. En cuanto a los pocos candidatos republicanos aún nostálgicos de la política imperial de Reagan y de Bush padre, a quienes los encuestadores prometen magros resultados, no apoyan a Ucrania por afecto hacia sus habitantes. Nikki Haley calcula que “si gana Ucrania, China pierde”, mientras que el senador Tim Scott prefiere apostar que “cuanto más debilitemos el ejército ruso, menos capaz será de atacar nuestro territorio soberano”.
El día que dejó la Casa Blanca, Trump declaró: “Estoy muy orgulloso de haber sido el primer presidente en décadas que no desencadenó nuevas guerras”. Si bien ordenó bombardeos en Siria y el asesinato en Irak del general iraní Qasem Soleimani, en efecto no tiene entre sus “activos” ni intervención en Libia como Obama, ni guerra de Irak, de Afganistán, de Kosovo... Ahora bien, al contrario de un prejuicio persistente, su base popular, incluida la más de derecha, se lo agradece, porque son los proletarios los que hacen la guerra y los burgueses diplomados los que abogan por el imperialismo de la virtud[^6]. Los 16 millones de excombatientes estadounidenses pudieron medir desde hace 20 años, en Fallujah o en Kandahar, la futilidad de su sacrificio y el de sus compañeros. Por otra parte, durante la convención republicana de agosto de 2020, Donald Trump Jr., opuesto al igual que su padre a cualquier tipo de involucramiento militar de Estados Unidos en Ucrania, observó: “Si los demócratas quisieran de verdad ayudar a las minorías y a las comunidades desfavorecidas, pondrían fin a las guerras sin fin y dejarían de enviar a nuestros jóvenes a resolver los problemas de países extranjeros”.
El senador republicano de Carolina del Sur Lindsay Graham es, sin duda, el representante más belicista de un Congreso cuyos representantes, a menudo atiborrados de donaciones por parte de empresas de armamento, votan de forma casi unánime presupuestos militares gigantescos (877.000 millones de dólares el año pasado). Después de haberse dirigido a Kiev en tres ocasiones desde el año pasado, Graham quisiera incrementar el compromiso masivo de Estados Unidos en Ucrania. Pero, por puro oportunismo electoral, apoya también la candidatura de Trump. El 2 de julio pagó el precio de este equívoco. Al tomar la palabra en su propio Estado durante un mitin gigante de apoyo al expresidente, fue abucheado por la multitud de republicanos presentes para el acontecimiento. Una indicación suplementaria de que, en ese partido, el número de los adversarios de una ayuda suplementaria para Kiev, ínfimo al comienzo del conflicto (9 por ciento en marzo de 2022), es mayoritario en la actualidad.
En el campo demócrata, en cambio, en el que el neoconservadurismo se abre camino, las declaraciones aislacionistas de Trump reconfortan a los partidarios de la causa ucraniana. Si prosigue el año próximo, la guerra ocupará entonces un lugar destacado durante la campaña presidencial estadounidense. Lo que anuncia un debate de política exterior bastante inédito y a veces incluso con posiciones invertidas.
Serge Halimi, de la redacción de Le Monde diplomatique (París). Traducción: Micaela Houston