De las ruinas de Berlín al “milagro económico” de los años 1950, la Alemania de posguerra permanece asociada en el imaginario colectivo a una extraordinaria recuperación marcada por la ocupación, el Plan Marshall, el nacimiento de dos países, vitrinas de dos sistemas que se enfrentan en la Guerra Fría. Pero, a fines de 1944, los Aliados habían esbozado un escenario muy distinto...

Ballet de limusinas, ciudadela fortificada, legiones de diplomáticos, enjambre de periodistas: las imágenes de los archivos en blanco y negro se detienen un instante sobre el enorme cigarro de Winston Churchill y el sombrero blanco de Franklin Roosevelt [entonces primer ministro británico y presidente de Estados Unidos, respectivamente]. Ese 15 de setiembre de 1944, la segunda conferencia militar de Quebec está en su clímax y ambos dirigentes occidentales abordan un tema espinoso: ¿qué hacer con la Alemania vencida? Con la avanzada triunfal del Ejército Rojo soviético sobre el frente del este y el desembarco aliado en Normandía, el asunto ya no tiene nada de abstracto. Se habla de un derrumbe inminente de los ejércitos del Reich –en realidad, resistirán aún largos meses–.

Al término del encuentro, Roosevelt y Churchill rubrican en secreto un memorándum inesperado: “un programa de eliminación de las industrias armamentísticas en el Ruhr y el Sarre en vistas a transformar a Alemania en un país de carácter esencialmente agrícola y pastoral”. Entre bambalinas, un hombre está exultante: Henry Morgenthau, secretario del Tesoro estadounidense, amigo íntimo y vecino de Roosevelt. “Fueron las 48 horas más interesantes y satisfactorias de mi vida”, confesará a sus colaboradores1. A la pregunta respecto de “¿Qué hacer con Alemania?”, este antiguo granjero especializado en el cultivo de árboles de Navidad susurra desde hace semanas al oído del presidente estadounidense una respuesta simple: aniquilarla de una vez por todas. El 13 de setiembre, durante la cena, Roosevelt le pide a Morgenthau presentarles a Churchill y su ministro de Relaciones Exteriores, Anthony Eden, los principales ejes de su proyecto. En primer lugar, la desmilitarización mediante “la destrucción total del conjunto de la industria armamentística y la eliminación o destrucción de otros sectores clave esenciales para la potencia militar”, como la química, la metalurgia y la producción eléctrica. Luego, el desmembramiento de Alemania, de la cual se anexarían ciertos territorios: Polonia, la Unión Soviética (URSS) y Francia, para dividir luego el resto en dos países, uno al norte, el otro al sur.

En la zona que se extiende desde Renania a Kiel y que incluye al Ruhr, “núcleo del poder industrial y crisol de las guerras”, detalla el plan, todas las fábricas serán desmanteladas y ofrecidas como reparación a los países arrasados por el conflicto bélico, mientras que las minas y equipos residuales serán dinamitados o “convertidos en chatarra”, y luego el conjunto puesto bajo control internacional. Una operación de ingeniería social ambiciosa completa este programa de paz: “todos los técnicos y obreros calificados, así como sus familias, serán alentados a abandonar esta zona de forma definitiva”. El aventurerismo intelectual sería menos atractivo para la población restante en la medida en que “la reapertura de los establecimientos de enseñanza superior podría tomar un tiempo considerable”. Morgenthau prevé, por último, una desnazificación enérgica: toda persona que figure en la lista de grandes criminales de guerra establecida por Naciones Unidas será fusilada en el acto; los tribunales militares condenarían a la pena capital a cualquiera que hubiera causado la muerte por motivos políticos, raciales o por crimen de guerra. En cuanto a los exmiembros de las SS, de la Gestapo y otras formaciones nazis, serán pasibles de ser elegidos para hacer trabajos forzados en los países vecinos2.

“Se lo buscaron”

A medida que el secretario del Tesoro despliega su plan, Churchill y Eden dejan de masticar. “Murmullos en voz baja y miradas de reojo me indican que el primer ministro no se encuentra entre mis oyentes más entusiastas”3, recuerda. El hombre del cigarro lo condena “con violencia y en el lenguaje más grosero”. Este programa “cruel y anticristiano” llevaría a “encadenar a Inglaterra al cadáver alemán”, “¡No se puede culpar a una nación entera!”, aúlla. Al día siguiente, sus escrúpulos se desvanecen: Morgenthau acaba de prometerle a un Reino Unido exangüe una ayuda suplementaria de 6.500 millones de dólares. Mientras que el Foreign Office [ministerio de relaciones exteriores] contemplaba una reactivación veloz de la economía alemana a fin de cobrar las reparaciones, el influyente consejero Lord Cherwell –Churchill lo llama “the prof”– sugiere oportunamente a este último que la Corona podría recuperar los mercados de un Reich quebrado. El primer ministro cede. “Se lo buscaron”, masculla. Y, frente a un Eden espantado, dicta él mismo un memorándum. Pero los diplomáticos británicos se opondrán con obstinación a la metamorfosis de Alemania en un campo de pastoreo.

El mariscal Josef Stalin, por su parte, no ve en ello ningún inconveniente. De acuerdo con Churchill y Roosevelt en desmembrar al Reich desde la Conferencia de Teherán (28 de noviembre al 1° de diciembre de 1943), exige, no obstante, importantes reparaciones. La Unión Soviética sigue padeciendo las pérdidas materiales y humanas más importantes: al término del conflicto, por cada estadounidense que perdió la vida se contarán 13 alemanes asesinados y... 70 soviéticos. De visita en el Kremlin a mediados de octubre de 1944, Churchill presenta con entusiasmo el Plan Morgenthau a Stalin. Más favorable a la desindustrialización del enemigo vencido en la medida que cuenta con apoderarse de las fábricas y las máquinas-herramientas, el dirigente soviético aprecia además la dimensión dialéctica del plan: “Hay que quitarle a Alemania la posibilidad de vengarse. Si no, cada 25 o 30 años una nueva guerra mundial exterminará a cada nueva generación. Desde este punto de vista, las medidas más duras terminarán siendo las más humanas”. Cuando Stalin sugiere que “las represalias podrían afectar más de un millón y medio de alemanes”, Churchill le opone las reticencias de la opinión pública británica previsibles y atrae la atención de su anfitrión sobre “la necesidad de matar a la mayor cantidad posible en el campo de batalla”.

Este humanismo un tanto particular no asusta a Roosevelt. Brevemente escolarizado en Alemania, en Bad Nauheim, donde su padre se sometía a curas termales, el joven Franklin, de nueve años, calificaba ya a sus condiscípulos de “inútiles”, cuando no juzgaba a los habitantes como “repugnantes”. Durante el verano de 1944, Morgenthau no experimenta ninguna dificultad para convencerlo. “Debemos ser duros con Alemania, y hablo de la población, no sólo de los nazis –trona el presidente–. Hay que, o bien castrar al pueblo alemán, o bien tratarlo de manera tal que no pueda seguir reproduciendo individuos que actúen como en el pasado.” Sólo una reeducación masiva aplicada sin debilidad después de la capitulación podría contrabalancear esas tendencias belicosas. “El hecho de que sea una nación vencida, colectiva e individualmente, debe quedar impreso en ellos de forma tan poderosa que duden en volver a desencadenar una nueva guerra”, explica a su secretario de Estado, Cordell Hull.

Morgenthau, por su parte, juzga su propio plan todavía demasiado blando. “Estoy por la destrucción, primero; después nos preocuparemos por la población”. Su radicalidad se ancla en el horror que le inspira el exterminio de los judíos –desciende de una familia de inmigrantes judíos alemanes–, pero también en la experiencia paterna: embajador de Estados Unidos en Turquía en 1914-1915, Henry Morgenthau senior denunció el genocidio armenio y la complicidad de los dirigentes del Reich. Jefe del Tesoro más bien ortodoxo y sin relieve, Henry Morgenthau junior no consigue la unanimidad en Washington. Harry Truman, compañero de fórmula de Roosevelt en las elecciones presidenciales de noviembre de 1944, sugiere con delicadeza que Morgenthau “no sabía distinguir entre una mierda y una mermelada de manzanas”. Y Gladys Straus, eminente mecenas demócrata, reprocha a Roosevelt haber dado con “el único judío en el mundo que no entiende nada de dinero” para nombrarlo ministro de Finanzas. En el día a día, Morgenthau se apoya en su principal asistente: Harry Dexter White, un economista brillante en funciones a su lado desde una década. En julio de 1944, White coorganizó la conferencia de Bretton Woods e impuso sus puntos de vista sobre el futuro sistema monetario internacional, contra los de John Maynard Keynes. Es él quien traza las grandes líneas del Plan Morgenthau. Su interés por la planificación y su deseo de ver a la URSS y Estados Unidos colaborar en el seno de las instituciones tradicionales le valdrán acusaciones de espionaje en beneficio de los soviéticos durante la Guerra Fría. Mientras esperan, Henry y Harry saborean los resultados obtenidos en Quebec.

Su éxito saca a la luz las discrepancias en el seno del gobierno estadounidense. Opuesto de modo feroz a las ideas de Morgenthau, el ministro de Guerra Henry Stimson y su homólogo de Relaciones Exteriores, Cordell Hull, reciben el memorándum firmado por Churchill y Roosevelt como un par de bofetadas. “Es semitismo salvaje en búsqueda de venganza”, “un crimen contra la misma civilización”, se indigna el primero, en tanto que el segundo denuncia “un plan de hambruna extrema”. Mientras que Hull “trabajó cientos de horas” sobre el porvenir de Alemania, un ministro de Finanzas, a sus ojos incompetente, pisotea su territorio. Los diplomáticos tienen en la memoria las condiciones drásticas del Tratado de Versalles de 1919 a las cuales Keynes atribuyó el ascenso del nazismo. Para Hull, Morgenthau erra el camino: “el mejor medio de pacificar a Alemania consiste en americanizarla”. Ciertamente conviene “eliminar de manera definitiva la dominación económica de Berlín sobre Europa”, y sobre todo disolver las tendencias bélicas en el gran baño de la globalización. “Hay que reemplazar la autarquía de guerra alemana por una economía integrada a los mercados mundiales interdependientes”, explica un documento del Departamento de Estado el 14 de agosto de 1944. Contra la partición, Hull pregona el federalismo; contra la desindustrialización, la reconversión y la internacionalización, de modo tal que Alemania pague reparaciones. Poco después de Quebec, pone firmemente en guardia a Roosevelt: el Plan Morgenthau no sólo despertará una resistencia desesperada de los nazis y empobrecerá a toda Europa, sino que provocará una hecatombe: “Sólo un 60 por ciento de la población alemana puede satisfacer sus necesidades con las tierras disponibles; el 40 por ciento restante morirá”, es decir, 28 millones de personas...

Hitler evoca el asunto

Inquieto, Roosevelt gana tiempo. El plan se filtra a fines de septiembre en la prensa, y los republicanos en campaña electoral instrumentalizan el escándalo. Soplan malos vientos contra Morgenthau: el Foreign Office británico y el nuevo secretario de Estado multiplican los ataques contra su proyecto; [el ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich] Joseph Goebbels saca provecho de él y el mismo Adolf Hitler lo evocará en su mensaje de año nuevo. En la Conferencia de Yalta (4 al 11 de febrero de 1945), ya no será cuestión de pastoreo. El secretario del Tesoro se consolará por haber inyectado algunas de sus obsesiones en las directivas sobre el gobierno militar estadounidense de la Alemania ocupada. El documento firmado por Truman el 10 de mayo de 1945 [ya presidente] proclama que “los alemanes no se pueden sustraer a la responsabilidad de lo que ellos mismos provocaron”, y solicita a los gobiernos “que no tomen ninguna medida que apunte a la recuperación económica de Alemania”.

El Plan Morgenthau no sobrevivirá a la muerte de Roosevelt el 12 de abril de 1945. Con él, desaparece la visión esbozada por Harry Dexter White de una cooperación ruso-estadounidense apoyada en instituciones internacionales. El historiador Gabriel Kolko interpretará incluso la idea de aniquilar a Alemania como un plan destinado a favorecer “la desbolchevización y la reintegración de Rusia dentro de una nueva economía mundial capitalista”4. Pero la Guerra Fría que se insinúa sustituye la amenaza alemana por la amenaza soviética. “El mayor peligro para la seguridad de Estados Unidos es la posibilidad de un derrumbe económico de Europa occidental y el ascenso subsecuente al poder de elementos comunistas”, se alarma pronto la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense. Reindustrializar y reintegrar a Alemania en el centro de una Europa Occidental bien armada, oponer el bloque del libre comercio internacional a la Unión Soviética: ésa será la ambición de otro gran proyecto, el Plan Marshall.

Mickäel Correia, redacción de Le Monde diplomatique (París). Traducción: Merlina Massip.


  1. “Report on Quebec conference”, 19-9-44, Morgenthau Diaries, cuaderno 772, 15/19-9-44, FDR Librairy’s digital collection. 

  2. El “Suggested Post-Surrender Program for Germany” se puede consultar en la siguiente dirección: https://history.state.gov/historicaldocuments/frus1944Quebec/d86

  3. Las citas de este artículo fueron extraídas de las siguientes fuentes: John L. Chase, “The Development of the Morgenthau Plan Through the Quebec Conference”, The Journal of Politics, Chicago, Vol. 16, N° 2, mayo de 1954; Warren F. Kimball, Swords or Ploughshares? The Morgenthau Plan for Defeated Nazi Germany. 1943-1946, J. B. Lippincott Company, Filadelfia, 1976; Michael Beschloss, The Conquerors: Roosevelt, Truman and the Destruction of Hitler’s Germany. 1941-1945, Simon and Shuster, Nueva York, 2003; Ted Morgan, FDR. A biography, Simon and Schuster, Nueva York, 1985; Cordell Hull, The Memoirs of Cordell Hull, Macmillan Company, Nueva York, Vol. 2, 1948; John Dietrich, The Morgenthau Plan. Soviet Influence on American Postwar Policy, Algora Publishing, Nueva York, 2013; Jean Edward Smith, FDR, Random House, Nueva York, 2007 y Benn Steil, Le Plan Marshall, Les Belles lettres, París, 2020. 

  4. Gabriel Kolko, The Politics of War. The World and United States Foreign Policy. 1943-1945, Pantheon Books, Nueva York, 1968.