Para entender el presente económico, un camino posible es tratar de comprender el encuentro de la ideología con la realidad. Empecemos por la ideología. El novel jefe de Estado, Javier Milei, es un outsider de la política. No cuenta con experiencia de gestión, saltó sin mediaciones de pintoresco panelista televisivo y casual diputado a presidente de la Nación. Sin analizar su psicología profunda, que ofrece dudas pero de la que sólo puede opinar un profesional, su principal característica es la sobreideologización. Ser “liberal libertario” es la versión ultra del neoliberalismo tradicional. Como, quizá a su pesar, es argentino, su ultraliberalismo económico no tiene correlato en lo social, donde se caracteriza por su conservadurismo. A diferencia de otras ultraderechas globales, Milei no tiene nada de nacionalista. Estas pocas pinceladas retratan al personaje y, por extensión, a su gobierno.

El discurso económico de Milei es básico y puede sintetizarse en un fiscalismo de jardín de infantes. Quien pasó por una carrera universitaria de economía seguramente encontrará en él todos los clichés del profesor medio de microeconomía convencional. Su lectura de la historia es pobre y está en línea con la del conservadurismo argentino, que encuentra, de manera equivocada, su referencia en la Generación del 80. Quizá no haga falta decir que ser liberal en el siglo XIX era absolutamente progresista frente a los resabios del orden colonial y eclesiástico que se enfrentaba. Julio Argentino Roca, a quien Milei suele mencionar, antes que un enemigo del Estado fue el gran constructor del Estado Nacional. Y no sólo porque aseguró el territorio, sino porque construyó un Estado laico que consolidó la educación pública y las grandes obras de infraestructura, como los ferrocarriles, lo más moderno de lo moderno para la época.

Siguiendo el libreto local del buen conservador, Milei sostiene que la decadencia no fue consecuencia del agotamiento de las bases económicas del modelo de la Generación del 80: en concreto, los límites de la expansión de la frontera agrícola sobre la base de la fertilidad de la Pampa, que simplemente dejó de alcanzar para una población cada vez más numerosa, proceso al que se sumó el cambio del escenario internacional a partir de la Primera Guerra Mundial. Lejos de ver estos procesos, el mileísmo atribuye esta etapa de agotamiento estructural al advenimiento del colectivismo, que comenzaría con la Ley Sáenz Peña de voto universal, seguiría con el yrigoyenismo y se completaría con la llegada del odiado peronismo. En su versión de la historia y merced a la voracidad de “los políticos”, los gobiernos que se sucedieron desde entonces no habrían sido más que una máquina de generar déficits fiscales, “113 de los últimos 123 años”, situación que los mismos “políticos” habrían tratado de morigerar mediante una maraña de regulaciones que atentaron contra la libertad de empresa, entendida como libertad genérica, y a una emisión monetaria descontrolada, la supuesta generadora de la inflación crónica que pulverizó las funciones de la moneda.

Lo que aquí se describe no es “un relato” producto de la imaginación de quien redacta; es lo que el propio presidente describió una y otra vez desde que irrumpió en los medios de comunicación y que volvió a repetir, esta vez por cadena nacional, antes de resumir el decreto de necesidad y urgencia (DNU) de derogación y modificación de más de 300 leyes. Decretazo que dio lugar a los cacerolazos que pusieron fin a la luna de miel entre sociedad y nuevo gobierno más corta de la historia.

Deterioro

Más allá de las interpretaciones y discursos, está la realidad. El primer dato es que los indicadores de la economía local comenzaron a deteriorarse a partir de 2011, básicamente el año en que se reiniciaron las importaciones de energía y también la restricción externa luego de un período largo de crecimiento que cubrió dos mandatos presidenciales. Dicho de otra manera, a partir de 2011 comenzaron a utilizarse reservas internacionales para hacer frente a los compromisos externos. El problema se agravó a partir de 2015, con el megaendeudamiento generado por Mauricio Macri (2015-2019), que debió ser renegociado por el gobierno de Alberto Fernández (2019-2023). En todo caso, lo cierto es que desde 2011 al presente el producto internor bruto (PIB) se estancó, y el PIB per cápita se redujo. En promedio, los argentinos son más pobres en 2023 que en 2011. Con matices, llegan a hoy habiendo acumulado 12 años de estancamiento y caída.

Si el nombre del macrismo fue “deuda”, el de los primeros años del Frente de Todos [coalición que llevó al gobierno a Alberto Fernández] fue “renegociación”. Sin embargo, en el devenir pasó algo más que la pandemia. Ya desde antes de 2011 había reaparecido en la economía local un fenómeno que la convertibilidad de la década de los años 1990, luego de dos hiperinflaciones, había hecho olvidar: la alta inflación. Cuando la economía todavía crecía, a partir de 2007, el gobierno intentó manejar el problema primero interviniendo las estadísticas públicas. Eran los tiempos en los que, si se quería conocer el número aproximado de la suba de precios, no había que mirar el Índice de Precios al Consumo (IPC) del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec), sino las paritarias [negociaciones salariales]. Después, y siempre para contener los efectos de la inflación resucitada y evitar que afectara el bolsillo de los asalariados, se profundizó una política de subsidios a las tarifas de servicios públicos y a los combustibles, subsidios que al ser universales tuvieron un componente regresivo. Estos aportes fueron aumentando de modo progresivo su peso sobre el erario. A partir de 2011 y para esquivar una devaluación que pudiera ajustar las cuentas externas, se optó por el llamado “cepo” cambiario. Finalmente, sobre el final del período, el problema inflacionario pareció ignorarse. El lugar común de entonces era que la inflación no importaba si los salarios acompañaban los precios. En 2019, en vísperas del triunfo del Frente de Todos, el mandato para volver y recuperar un sendero de desarrollo tenía dos patas, que no eran precisamente los superávits gemelos, sino la necesidad de alejar la restricción externa mediante una transformación productiva exportadora y la urgencia de recuperar la función de reserva de valor de la moneda. Pero no hubo plan ni verdaderos equipos técnicos pensando problemas y soluciones.

Así, aunque la inflación elevada fue una característica de la segunda década del siglo, ya en la tercera se convirtió en un desequilibrio grave. La alta inflación hizo desaparecer la función de reserva de valor de la moneda, proceso que además comenzó a retroalimentarse. Como la moneda dejó de ser reserva de valor, fenómeno al que contribuyeron desde el cepo cambiario hasta la persistencia de las tasas de interés negativas, no se pudo desarrollar un mercado de deuda en pesos argentinos. La falta de opciones para ahorrar en pesos argentinos alimentó la demanda de dólares. La paradoja es que, si las divisas apenas alcanzaban para hacer frente a los compromisos externos, la situación se tornaba eternamente insostenible a medida que todos los excedentes de la economía se transformaban en dólares. La mal llamada “fuga” es en realidad “formación de activos externos” frente a la imposibilidad de ahorrar en moneda propia, una estrategia de todos los agentes económicos con excedentes, sean personas o empresas. Se trata de una respuesta racional al sistema de reglas que impone la economía y no de una afición particular de los ahorristas locales por la acumulación de dólares. La figura del “fugador” sólo es una creación imaginaria.

Dicho de manera rápida: durante la gestión de Alberto Fernández se volvió a repetir el esquema económico del segundo gobierno de Cristina Fernández (2011-2015), con subsidios a las tarifas y cepo cambiario, pero agravado por el endeudamiento de Macri y la retroalimentación de la inflación, lo que determinó que no se pudieran acumular reservas internacionales aun en un período con superávit comercial.

En estas condiciones, la pérdida de un cuarto de las exportaciones producto de la sequía de 2023 fue la gota que rebalsó el vaso. El gobierno no pudo sostener el nivel del tipo de cambio, lo que significó una aceleración de la inflación. Al mismo tiempo, la resistencia a adecuar los valores de las tarifas de los servicios públicos agravó todavía más los problemas fiscales. Mientras esto ocurría, el diagnóstico de muchos economistas oficialistas fue que la verdadera dificultad no era la falta de dólares sino la ausencia de “voluntad distributiva” o la existencia de perversos formadores de precios y de empresarios fugadores.

Milei y el ajuste

En semejante escenario, para el oficialismo ganar las elecciones de 2023 hubiera sido un milagro, por eso el discurso de campaña debió concentrarse en los vicios y limitaciones del adversario antes que en las virtudes propias. Al momento de la votación, los citados 12 años de estancamiento con caída de ingresos salariales pesaron más que las virtudes de haber mantenido el nivel de actividad y el empleo en un escenario adverso. La persistencia de la debilidad del peso, la inflación y la inestabilidad macroeconómica completaron el hastío de la población, que decidió eyectar del poder al peronismo votando a un outsider que supo capitalizar el enojo social. La propuesta de Milei fue simple pero efectiva. Ofreció una gran zanahoria para recuperar las funciones básicas de la moneda y avanzar hacia la estabilidad macroeconómica: la dolarización. Y en segundo lugar encontró culpables fáciles para el estancamiento: “la casta política”. Hablamos de culpables “fáciles” en tanto se trata de un discurso que se ensambla con la prédica atávica del poder económico según la cual los responsables están siempre en la sociedad política, el ámbito del Estado, y nunca en la sociedad civil, el ámbito del mercado.

Si la realidad económica con la que se llegó a las elecciones es la descripta, un “ajuste” que alinee los precios básicos de la economía –dólar, tarifas y salarios– era inevitable. Si se carece de las divisas para hacer frente a los compromisos externos y no hay fuentes de financiamiento, el ajuste también debe producirse sobre el nivel de actividad hasta que se recuperen las reservas. Aquí no hay ideología, sino técnica económica. En esto consiste un plan de estabilización. Sin embargo, para funcionar socialmente y perdurar hasta alcanzar nuevos equilibrios debe completarse con lo que tradicionalmente se denomina políticas de ingresos, es decir, de compensación o reparto de los costos del ajuste. Es algo que el gobierno peronista debió haber hecho al menos desde 2021, pero que la naturaleza y limitaciones de la coalición impidieron. Y también es algo que en la actual coyuntura de comienzos de 2024 cualquier gobierno, incluso uno de Unión por la Patria [coalición peronista que perdió las elecciones de 2023], iba a tener que hacer.

Y aquí llega el tercer punto, el choque de la ideología con la realidad. Las elecciones consagraron a un liberal libertario con ideas muy primitivas sobre el funcionamiento de la economía, la sociedad y la política. El plan que aplicó hasta ahora se fue conociendo en oleadas, pero no debería haber sorprendido a nadie. Es lo que podía esperarse de su ideología o, mejor dicho, de su ideologización. La política aplicada hasta el presente es absolutamente consistente con la ideología de su mentor. Un shock devaluatorio con un aumento del 120 por ciento en el precio del dólar, es decir, un supersalto del tipo de cambio sin políticas de ingresos que lo contrarresten. A ello se suma el inmediato intento de reconstruir un modelo de represión de la protesta social, y el decreto, de dudosa legitimidad jurídica, del 20 de diciembre de 2023, que volvió a demostrar que el presunto republicanismo del antiperonismo local siempre fue papel pintado, apenas una herramienta discursiva para la lucha política. Un súper DNU de eliminación y reforma de 300 leyes que intenta resetear el funcionamiento de la sociedad con disciplinamiento de los trabajadores, destrucción y enajenación de lo que queda de patrimonio público y una sumatoria de beneficios para amplios lobbies de la economía, locales y del exterior.

Hasta ahora, sin embargo, no se ve consistencia macroeconómica de las medidas ni parece claro hacia dónde quiere ir el nuevo gobierno. No se trata de un plan de estabilización, porque le falta la pata de las políticas de ingresos. El shock devaluatorio generó los efectos predecibles: una inmediata aceleración inflacionaria. La proyección de sus hacedores es que el shock era un mal necesario para acomodar los precios relativos y que el ancla, que se dice fiscal, será en realidad salarial. La caída de ingresos y del gasto inducirán una contracción de la demanda y una recesión que frenarán los precios. Sin embargo, esta proyección, muy dolorosa socialmente, sólo es teórica. La historia económica, que es el laboratorio de las políticas económicas, enseña que, en efecto, la caída de la demanda agregada provoca una recesión. La recesión provoca sufrimiento social, pero en una economía con problemas de divisas también tiene la virtud de reducir las importaciones. Si a ello se le agrega que en 2024 no habrá sequía, la proyección del gobierno es que a partir de marzo o abril se dispondrá de los dólares para comenzar a estabilizar la economía.

En el mientras tanto, las proyecciones de lo que podría suceder son dos, no necesariamente excluyentes. Por un lado, frente a la ausencia de políticas que ataquen la inercia inflacionaria, la inflación podría espiralizarse y desembocar en escenarios de hiperinflación. Por otro, se producirá una fuerte caída de la actividad con un aumento del desempleo. Si la reforma laboral implícita en el súper DNU del 20 de diciembre de 2023 prospera, se dará la combinación perfecta para un fuerte disciplinamiento de los trabajadores. Lo único seguro para los próximos meses es la fuerte estanflación anunciada por el propio presidente ya antes de asumir. Sólo resta saber hasta dónde llegarán las subas de precios y la caída de la actividad, y cuándo se detendrán. También si se trata de un mal plan o de un ajuste salvaje para licuar activos monetarios y avanzar hacia la prometida dolarización. Pero la resistencia social, que se supone una característica muy argentina, también jugará su carta.

Claudio Scaletta, economista.

El ajuste que derrama

El gobierno de Javier Milei apuesta a que la corrección de precios relativos, su impacto inflacionario y la pérdida del poder adquisitivo de los ingresos le pongan un tope a la suba de precios. Los bienes y servicios subirán tanto en los meses de diciembre, enero y febrero que la gente simplemente no podrá pagarlos y, por ende, el precio después dejará de subir. En el marco de una economía que no crece desde 2011 y que agravó sus problemas distributivos durante la última década, esta política profundiza la erosión de ingresos.

Además del impacto directo de la inflación en el corto plazo, los ingresos encontrarán un freno nominal por el enfriamiento mismo de la economía y por el ajuste en los gastos del Estado. Por ejemplo, la reducción del gasto en jubilaciones, que explican el 40 por ciento del gasto total, implicará que estas aumenten por debajo de la inflación. [...] Si las negociaciones salariales no acompañan este proceso, los indicadores económicos y sociales se deteriorarán muy rápidamente. Esto es en sí mismo un gran desafío para los sectores productivos, que enfrentarán, por un lado, aumento de costos y, por otro, una fuerte caída de la demanda interna, lo que a su vez hará más difícil consagrar paritarias que acompañen el ritmo del resto de los precios. Este embotellamiento de factores será particularmente ominoso en los sectores más mercadointernistas, cuya demanda es menos inelástica que alimentos y medicamentos. Es decir, sectores volcados al consumo local cuya demanda se recorta con más rapidez en momentos de crisis. Ya se ven en electrodomésticos, algunos segmentos jugueteros y de mobiliario, y autopartes de reposición, entre otros, nuevos planes de negocio, con operaciones recortadas, suspensiones y previsiones de despido. Asimismo, en virtud del ajuste en materia de obra pública, la misma retracción se espera en los segmentos de minerales no metálicos y materiales para la construcción.

Este enfriamiento de la actividad y baja de ingresos, en conjugación con el aumento de precios, serán los vectores mediante los cuales “derramará” el ajuste. No sólo venderá menos el empresario pyme (pequeño y mediano) de bienes industriales que no son de primera necesidad, que además enfrentará una apertura drástica con la eliminación de las licencias no automáticas (un paso brusco, pero en el sentido correcto, que requiere un Sistema Nacional de Calidad más ágil y fuerte que el actual); también facturará menos el colaborador o prestador de servicios de la nueva “mayordomía” digital de plataformas, el changuista, el docente que acompaña sus horas cátedra con alumnos particulares... Cuando uno se ajusta, ajusta al que deja de comprarle.

[Además] una corrección del tipo de cambio como la que tuvo lugar, con este nivel de inflación y con el aumento de precios en los próximos tres meses, quedará neutralizada este mismo verano. ¿Cómo será la liquidación de exportaciones agroindustriales (comienza entre marzo y abril la cosecha de los cultivos de verano como soja y maíz) si el tipo de cambio se vuelve a percibir atrasado? ¿Habrá una nueva devaluación en marzo? Y en ese caso, ¿qué impacto puede tener en una inflación ya acelerada y cuya única ancla son los ingresos? Las posibilidades de entrar en un círculo de devaluación-achicamiento-nueva devaluación no son menores.

Leandro Mora Alfonsín, economista argentino, ex director nacional de Desarrollo Regional y Sectorial en el Ministerio de Desarrollo Productivo de la Nación (2019-2022). Versión completa de este artículo en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, enero de 2024.