En octubre de 2017, el Partido Laborista de Nueva Zelanda (NZLP) volvió al poder tras nueve años en la oposición. Unas semanas antes de las elecciones, la agrupación de centroizquierda seguía hundida en la impopularidad. Parecía ineludible que sufriera una cuarta derrota electoral. Pero, en un último esfuerzo por salvar la ropa, el jefe del partido Andrew Little se dio por vencido y cedió su puesto a su adjunta Jacinda Ardern. El efecto fue instantáneo. La popularidad del Labour se disparó. A lo largo de todo el país, confluyeron multitudes eufóricas a las reuniones de la candidata, quien no tardó en superar en las encuestas a su rival del partido en el poder, el Partido Nacional de Nueva Zelanda (NZNP, de centroderecha).
Jacinda Ardern era carismática y tenía un perfecto manejo de las redes sociales. Pero su promesa de cambio contrastaba también con la ortodoxia con la cual el país se había conformado hasta entonces con ahínco: “el neoliberalismo fracasó”, declaró durante su campaña, anunciando querer combatir la pobreza infantil y la crisis de vivienda. Una vez electa, se convirtió en la dirigente más joven del país en 150 años –así como en la más joven jefa de Gobierno del mundo en ese momento–, con el apoyo del Partido Nueva Zelanda Primero (NZFP) –socialmente conservador, aunque antiliberal– y del Partido Verde de Aotearoa (izquierda).
Seis años después, el Labour sufrió la derrota más estrepitosa de las tres últimas décadas. Obtuvo menos del 27 por ciento de los votos en las elecciones de octubre pasado. El nuevo primer ministro, Christopher Luxon, un exempresario, millonario, dirige ahora un gobierno considerado el más derechista desde los años 1990. En torno al NZNP, su coalición reúne al Partido ACT (ultraliberal) y al NZFP, cuya campaña apuntó contra la ostentación de la mayoría anterior... a la que pertenecía.
En enero de 2023, Jacinda Ardern renunció de modo repentino, aludiendo a su estado de agotamiento. Su reemplazante, Chris Hipkins, adjudicó la reciente cachetada electoral a las consecuencias de la covid-19 y a la explosión del costo de vida. Sin embargo, la derrota se debe también a un fracaso político: si bien los ambiciosos discursos de Ardern le hicieron ganar aplausos en la escena internacional, si bien no cesó de hacer todo lo posible por intentar concretizar esta retórica, en realidad ya no quedaba gran cosa de esta ambición en 2023.
La conversión del país al neoliberalismo se caracterizó por su brutalidad, pero también por el hecho de haber sido conducida por el principal partido de izquierda. Hasta los años 1980, los gobiernos laboristas habían defendido un Estado social “desde la cuna hasta la tumba” comparable a los de Escandinavia. Pero en 1984 el Labour renunció a esta tradición. Transformó una de las economías más protegidas del mundo en un mercado a cielo abierto, desregulando las finanzas, privatizando los bienes públicos... Despedido por los electores en 1990, le cedió el poder al Partido Nacional, que continuó su política con mayor vigor aun. La pobreza se disparó mientras que las desigualdades crecieron de manera espectacular1. Si bien se corrigieron de forma gradual algunos de los excesos más visibles, en especial durante el gobierno laborista de Helen Clark (1999-2008), los pilares de la contrarreforma permanecieron sin cambios. En 2017, los gastos sociales seguían siendo inferiores a las normas fijadas por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), y los precios de la vivienda estaban entre los más caros del mundo2.
En estas circunstancias, Ardern parecía determinada a encarnar la ruptura: calificó al capitalismo de “flagrante fracaso”, al menos en el área de la vivienda. “¿De qué sirve el crecimiento económico si tenemos más indigentes que en cualquier otra parte del mundo desarrollado?”, observó durante la primera entrevista que otorgó tras su elección3. Su gobierno prometía reducir a la mitad la pobreza infantil y financiar la construcción de 100.000 viviendas en diez años.
Medias tintas
Sin embargo, desde su concepción, el proyecto de la primera ministra escondía una contradicción. Se trataba, por un lado, de condenar al neoliberalismo y, por el otro, de respetar las “reglas de responsabilidad presupuestaria” con vistas a tranquilizar al mundo empresarial. Ardern se comprometió a obtener excedentes, a reducir el monto del gasto público de 35 a 30 por ciento del producto interno bruto (PIB)4 y a mantener el de la deuda por debajo del 20 por ciento del PIB, un nivel, sin embargo, muy bajo comparado con el de la mayoría de las economías europeas o norteamericanas.
Ardern renunció asimismo a su proyecto de impuesto a las ganancias del capital –un impuesto en vigor en todos los países de la OCDE, y defendido desde hace mucho tiempo por su propio partido como un remedio a la especulación inmobiliaria–. Así, por obra propia, el gobierno se cortó las alas que pretendía querer desplegar. Para financiar un programa que preveía, entre otras cosas, aumentar el salario mínimo, incrementar el gasto social, descarbonizar el transporte y plantar mil millones de árboles, la coalición en el poder se prohibía recurrir a préstamos y gravar con impuestos a los ricos.
Los escollos de semejante enfoque no tardaron en aparecer. El muy mediatizado programa KiwiBuild preveía la construcción de 100.000 viviendas en diez años, con una puesta en marcha progresiva: 1.000 viviendas nuevas el primer año hasta alcanzar una velocidad anual de crucero de 12.000. Sin embargo, un año después del lanzamiento de la obra, sólo se habían levantado 258 casas y el gobierno renunciaba a su objetivo inicial5. Al contrario de los gobiernos laboristas de los años 1970, que no habían temido financiar con fondos públicos los programas de vivienda, la primera ministra y su equipo prefirieron ponerse en manos del sector privado, que aseguró tener buenas intenciones, antes de, en un mercado recalentado, ir a buscar mayores ganancias en otros lados.
Graves crisis eclipsaron estas cuestiones sociales durante el transcurso del primer mandato laborista. El 15 de marzo de 2019, un supremacista blanco ejecutó con un fusil de asalto a 51 fieles en la mezquita de Christchurch. “Nuestra historia cambió para siempre. Nuestras leyes deberán hacer lo mismo”, declaró Ardern ese mismo día. En el acto, el Parlamento votó una ley de prohibición de las armas semiautomáticas, lo que llevó a retirar 62.000 de ellas. Las imágenes de la primera ministra en hiyab, prodigando su compasión a las familias de las víctimas, dieron vuelta al mundo.
Antes del drama de Christchurch, Ardern ya gozaba de una notoriedad mundial sin precedentes para un jefe de gobierno neozelandés. La prensa internacional consideraba su elección como constitutiva de una réplica global al entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, al igual que las de sus pares Justin Trudeau (Canadá) y Emmanuel Macron (Francia). Dos meses después de la matanza, de hecho, la primera ministra se unió a Macron para lanzar el “Llamamiento de Christchurch”, que apuntaba a suprimir los contenidos favorables al terrorismo y al extremismo violento en las redes sociales.
Un año después de la tragedia, en marzo de 2020, mientras que la covid-19 irrumpía en el mundo, el gobierno de Ardern anunciaba su intención de eliminar la pandemia del territorio nacional. Tras un riguroso confinamiento, dos meses más tarde, la circulación del virus había concluido. Mientras que en el resto del mundo el número de víctimas continuaba trepando, la vida en Nueva Zelanda retomaba un curso casi normal. In fine, la tasa de mortalidad vinculada a la covid-19 resultó inferior en un 80 por ciento respecto de la de Estados Unidos, lo cual, según un reciente estudio, correspondería a 20.000 vidas salvadas6.
El brillo y el ocaso
El Labour fue recompensado de gran forma por su respuesta a estas dos crisis. Obtuvo una segunda victoria en las elecciones de 2020 con el 50 por ciento de los votos –el mejor resultado del partido en 74 años–. Por primera vez desde la introducción del sufragio proporcional en 1996, un partido arrasaba con los votos suficientes como para gobernar solo. Gracias a la popularidad histórica de su primera representante, el Labour tenía las manos libres. Sin embargo, se mostró incapaz de explotar este capital político.
A partir de mediados de 2021, la situación se tensó un poco más para una amplia parte de la población. Si bien el esfuerzo fiscal y presupuestario aceptado durante la pandemia resultó, respecto del PIB, uno de los más elevados de la OCDE, en lugar de brindar un apoyo directo a los particulares asfixiados, el gobierno de Ardern concentró su ayuda en las empresas, por medio de generosas exoneraciones y subvenciones. Ciertamente, esto les permitió a los asalariados conservar su empleo, pero provocó una transferencia de riqueza a los bolsillos de los dueños del capital estimada, a fines de 2021, en 872.000 millones de dólares neozelandeses (496.000 millones de euros)7, lo cual contribuyó a un nuevo aumento de los precios del sector inmobiliario.
Por lo demás, en el verano de 2022, la inflación en el país alcanzó el 7,3 por ciento, un nivel inédito en los últimos 30 años8. El Labour aprobó un aumento agresivo de las tasas de interés por parte del Banco Central, pero descuidó amortizar su impacto: se otorgó un pequeño cheque de 350 dólares en auxilio a los inquilinos, pero los jubilados y la mayor parte de los beneficiarios de asignaciones sociales quedaron excluidos; la reducción de las tarifas del transporte público llegó a su fin al cabo de un año. Y el gobierno renunció a combatir los excesivos beneficios de las empresas, en particular en la gran distribución.
Cuando Ardern renunció en enero de 2023, el brillo de 2020 había palidecido mucho. El aumento de la criminalidad y la inflación estaban en la tapa de todos los diarios. Seguro de salud o distribución del agua: las reformas centrales suscitaban ya más controversias que entusiasmo. La opinión general acerca de la covid-19 había cambiado, la buena voluntad le cedió el lugar a la frustración ante las nuevas medidas de confinamiento tomadas en 2021. Para una parte del electorado, en especial en las provincias, Ardern se convirtió en una figura que provocaba rechazo. El nuevo primer ministro, Chris Hipkins, eligió renunciar a varios programas medioambientales para financiar medidas en favor del poder adquisitivo. Pero durante la campaña, a su discurso, esencialmente centrado en los peligros de un retorno de la derecha, le faltaba aplomo respecto del de 2017. Y el resultado electoral del Labour resultó desastroso.
¿Qué balance se puede hacer de estos dos mandatos? Los laboristas aumentaron los subsidios y el salario mínimo, reforzaron tanto los derechos de los trabajadores como los de los inquilinos, aumentaron el número de viviendas sociales... Pero alquilar cuesta hoy más caro que cuando Ardern asumió su cargo. Las desigualdades de patrimonio no retrocedieron, el uno por ciento de los neozelandeses posee cerca de un cuarto de las riquezas del país9. Y en el rubro de la lucha contra el cambio climático, los gobiernos laboristas cedieron ante los lobbies y renunciaron a ponerle fin al trato preferencial del que se beneficia la agricultura, el sector más contaminante de la economía.
¿Apoyaron no obstante los votantes el programa del Partido Nacional? El partido de izquierda de defensa de los derechos de los maoríes, Te Pāti Māori, ya hizo un llamado a manifestaciones nacionales, mientras que el gobierno considera una redefinición del Tratado de Waitangi, el documento constitucional fundador de Nueva Zelanda. La coalición en el poder también se comprometió a reducir el tamaño del sector público, a revocar las negociaciones colectivas sectoriales, a reducir los impuestos a los propietarios, a disminuir los derechos de los inquilinos y a reintroducir la exploración petrolera y gasífera en el mar. Así, mientras que sus modestas realizaciones parecen amenazadas, la izquierda neozelandesa se adentra en la noche. Sin duda, una larga noche.
Oliver Neas, periodista y abogado. Traducción: Micaela Houston.
Wolfgang Schäuble (1942-2023)
Esta vez, el pelotón de fusilamiento del paso del tiempo se paró delante de Wolfgang Schäuble. Ocurrió el 27 de diciembre de 2023, mientras su blanco dormía. Ministro de Finanzas alemán durante la crisis griega, en 2015, fue uno de los villanos de la película de Costa-Gavras A puertas cerradas (2019) exhibida en su momento por Cinemateca Uruguaya y hoy disponible en la plataforma Netflix. Allí se puede ver a un Schäuble impermeable a los reclamos del flamante gobierno griego de centroizquierda que conducían Alexis Tsipras y Yanis Varoufakis. Inflexible en la imposición de un memorándum que “de entendimiento” tiene poco, Schäuble es la voz principal de una melodía sin fisuras que obliga a los deudores a pagar un alto costo social. Es evidente el temor que provoca la llegada de su silla de ruedas (había sufrido un atentado en 1990) a una mesa oval de negociaciones que, pese a su apariencia igualitaria para todos los ministros de finanzas europeos, lo tiene en una indudable cabecera.
Legislador por 50 años en la bancada de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) hasta que renunció por un escándalo de financiación ilegal de su partido (1), cinco veces ministro, miembro del equipo negociador de la reunificación alemana tras la caída del Muro de Berlín en 1989, señalado a veces como jefe de gobierno en las sombras durante la gestión de Helmut Koll (1982-1998), sostén desde las finanzas de la fortaleza que Angela Merkel exhibió en el terreno político (2005-2021), Schäuble no se caracterizaba por su simpatía. Directo y cortante en sus opiniones, ni siquiera se excluía a sí mismo de su ojo crítico (2). Pese a eso, no faltaron las declaraciones laudatorias hacia su figura (3). El presidente del Banco Central Español, Luis de Guindos, lo manifestó con claridad: “Europa ha perdido a un servidor público de primer nivel”.
(1): “Standoff between Schauble and Kohl as scandal net widens”, The Irish Times, 22-1-2000.
(2): “Todo gran paso hacia la integración se ha dado tras una crisis”, El País, Madrid, 24-12-2011.
(3): “Muere Wolfgang Schäuble, ministro alemán de Finanzas durante la crisis del euro”, El Economista, Madrid, 27-12-2023.
Rafael Trejo
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Serge Halimi, “La Nouvelle-Zélande éprouvette du capitalisme total”, Le Monde diplomatique, París, abril de 1997. ↩
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OCDE, “Social Expenditure Database”, www.oecd.org; Fondo Monetario Internacional (FMI), “Global Housing Watch”, www.imf.org, julio de 2016. ↩
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Dan Satherley, “Homelessness proves capitalism is a ‘blatant failure’ – Jacinda Ardern”, www.newshub.co.nz, 21-10-2017. ↩
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Vernon Small, “Labour-Greens have signed up to a joint position on surpluses, cutting debt”, www.stuff.co.nz, 24-3-2017. ↩
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Zane Small, “Labour’s flagship policy: Where did KiwiBuild go wrong?”, www.newshub.co.nz, 4-9-2019. ↩
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Serena Solomon, “New Zealand Covid response saved 20.000 lives, study says”, The Guardian, Londres, 6-10-2023. ↩
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“Our counterproductive Covid ‘rekovery’”, The Kākā by Bernard Hickey, thekaka.substack.com, 30-11-2021. ↩
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Stats NZ Tatauranga Aotearoa, “Annual inflation at 7.3 percent, 32-year high”, www.stats.govt.nz, 18-7-2022. ↩
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Max Rashbrooke, “Has Labour worsened inequality?”, thespinoff.co.nz, 13-6-2023. ↩