Atacados por Rusia en febrero de 2022, los ucranianos presentan su lucha como una guerra de liberación contra una antigua tutela que intensifica su control. El geógrafo Michel Foucher la define como una “guerra colonial”1, al igual que el presidente francés, Emmanuel Macron, que calificó la agresión rusa como “neocolonial e imperialista” durante su discurso en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en febrero de 2023. La invasión habría revelado la tendencia intrínsecamente expansionista de Moscú, que sólo esperaba una oportunidad para recuperar los territorios perdidos de la ex Unión Soviética (URSS), del Imperio zarista o, según algunos analistas, aspirar a una dominación del mundo entero en tanto fuerza civilizatoria basada en los llamados valores tradicionales2. Imperio, imperialismo, colonialismo: los calificativos se suceden. Pasamos de uno a otro, de forma despreocupada, sin comprender con precisión de qué se trata.

Una cosa es cierta: a partir de un núcleo constituido por la Moscovia del siglo XIII, Rusia acumuló un extenso territorio que presentaba los rasgos de un imperio. Más allá de la variedad de sus formas históricas, ese tipo de formación política se define, de manera general, por el mantenimiento de un sistema basado en la distinción y la jerarquía entre las poblaciones y los territorios3. Para que exista un imperio tiene que haber un alto grado de diferenciación entre el centro y sus márgenes, ya sea de orden cultural, étnico, geográfico y/o administrativo. En el caso de los imperios coloniales, esta diferencia es particularmente nítida. En las colonias francesas o británicas de Asia y de África, separadas en términos geográficos de la metrópolis, los “indígenas” tenían un estatus jurídico inferior y eran administrados por burocracias especiales. Las “excepciones” de Argelia (dividida en tres departamentos franceses) o de Irlanda (integrada a Reino Unido) confirmaron la regla: los imperios europeos se basaron en el establecimiento de colonos provenientes de la metrópolis, considerados superiores desde el punto de vista moral y, por lo tanto, aptos para explotar a los pueblos autóctonos mayoritarios.

Si esta diferenciación desaparece o se torna borrosa, entonces ya no se trata más de un imperio, sino de un Estado-nación con particularismos regionales o formas de federalismo, llegado el caso. Así, la consolidación nacional continuó en las metrópolis imperiales: Francia “asimilando” a los bretones y a los vascos (en menor medida a los corsos), y España atenuando su unidad por medio de un federalismo a veces vacilante, como lo demuestra la vitalidad del separatismo catalán. En otros términos, la metrópolis que proyecta su dominación hacia el exterior fue por sí misma el fruto de un proceso paralelo de unificación nacional (que tuvo grados variables). Así es como Inglaterra buscó integrar en su seno a las islas británicas, a la vez que emprendió su expansión territorial y comercial hacia América del Norte, y luego hacia Asia y África.

El Imperio ruso presenta rasgos singulares, porque se extendió en una continuidad territorial, a tal punto que los medios educados rusos no percibían a su Estado como un imperio, menos aún colonial4, a pesar de su espectacular dimensión, que conectaba las orillas del Báltico con Siberia oriental y reunía una diversidad de pueblos y de culturas bajo la misma corona. La expansión territorial se hizo de manera progresiva, a menudo cooptando a las élites locales, como en el caso del Hetmanato cosaco hacia 1648 (en la actual Ucrania), que se alió con Moscú antes de perder su autonomía. Con la notoria excepción de los judíos, restringidos a la “zona de residencia” en la parte occidental del Imperio, no existía un estatus jurídico inferior basado en criterios raciales o étnicos en el seno del Imperio ruso. En cambio, se estableció una jerarquía entre, por una parte, las poblaciones de Siberia, del Cáucaso y de Asia central, paganas (y luego bautizadas) o musulmanas, denominadas “inorodtsy” (pueblos alógenos o extranjeros), y, por otra parte, las poblaciones eslavas (polaca, ucraniana, bielorrusa) y bálticas conquistadas al oeste. Estas últimas formaban, según la expresión de Marc Raeff, un “glacis cultural” para el Imperio zarista5. Al entrar en contacto con ellas, las élites rusas accedían, desde el siglo XVII, y aún más a partir del reino de Pedro el Grande (1682-1725), a la civilización europea. Dicho de otro modo, las élites rusas pretendían “civilizarse”, en vez de imponer su propia cultura material y moral a las poblaciones de los márgenes occidentales.

Si hubo una colonización en Rusia, ella también tuvo un estilo particular. En el lenguaje oficial, el término “colonos” fue reservado a los alemanes invitados por Catalina II (1762-1796) para valorizar las tierras de las orillas del Volga debido a su ética protestante trabajadora y sus destrezas técnicas, así como a los serbios o a los griegos llamados a poblar los perímetros del mar Negro, a veces en perjuicio de los rusos y ucranianos que se encontraban allí. El establecimiento de campesinos tanto rusos como ucranianos en Siberia o en el Turkestán (Asia Central) tuvo su auge en el siglo XIX. Ahora bien, esta conquista del Este no fue en forma de colonias bien separadas, en términos territoriales y administrativos, de la metrópolis. Según la fórmula del historiador Vasili Kliuchevski (1841-1911), “la historia de Rusia es la historia de un país que se coloniza a sí mismo. El espacio de esta colonización coincidió con la expansión del Estado mismo”. En el transcurso del siglo XIX y a comienzos del siglo siguiente, bajo la influencia de los jacobinos y luego de la Tercera República francesa, los intelectuales rusos –desde el decembrista6 Pavel Pestel, promotor de una república igualitaria, hasta el “constitucional-demócrata” Piotr Struve– presentaron proyectos de unificación nacional, buscando allanar las distinciones y las jerarquías entre las poblaciones.

Modelo asimilador francés

En la formación de un “corazón nacional”, nunca realizada por completo a causa de las dimensiones continentales del Imperio, los ucranianos y los bielorrusos (en su mayoría campesinos) debían ocupar un lugar muy singular. Tras las “particiones” de Polonia a fines del siglo XVIII, la corona rusa buscó unirlos contra la nobleza polaca, en la cual crecía un sentimiento nacional cuya fuerza fue demostrada por las revueltas de 1830 y 1863. Temiendo la expansión del “polaquismo”, el poder zarista forjó la doctrina de la unificación de los eslavos ortodoxos del Este en una nación rusa “trinitaria”: los grandes rusos (que pasaron a ser rusos en el período soviético), los pequeños rusos (ucranianos) y los rusos blancos (bielorrusos)7. Como señala el historiador Alexei Miller, “los pequeños rusos jamás fueron objeto [en el Imperio] de una discriminación basada en su origen. Siempre fueron invitados a formar parte de la nación rusa, pero el derecho a reivindicar el estatus de nación distinta les fue rechazado”8. Esta constatación excluye la pertinencia del prisma colonialista para analizar la historia de las relaciones ruso-ucranianas, al menos si se entiende por ese término el fenómeno que fue propio de los imperios europeos de ultramar. Ante la emergencia de movimientos que apoyaban la idea de una nación ucraniana (ukraïnstvo) en la segunda mitad del siglo XIX, el centro imperial respondió con una política de rusificación con el modelo asimilador francés, que erradicó los idiomas regionales con el objetivo de forjar una comunidad nacional integrada. En 1863 y luego en 1876 se publicaron los decretos que limitaban el uso del “pequeño ruso”, percibido por las administraciones imperiales como una variante popular y rural del ruso. Pero el titubeo de las élites políticas, la relativa debilidad de las infraestructuras del Estado y, sobre todo, la ausencia de educación primaria universal (que recién sería introducida en 1930) restringió la rusificación a las ciudades. Las poblaciones campesinas, mayoritarias, siguieron siendo ampliamente ucranio-parlantes.

El período soviético

En 1917, el Imperio ruso se derrumbó bajo el peso de la guerra, período propicio para la multiplicación de las reivindicaciones nacionales. En Ucrania, efímeras entidades políticas, tal como la República Popular Ucraniana y el Hetmanato de Pavlo Skoropadsky, proclamaron su independencia. La guerra civil también reveló las divisiones del nacionalismo político ucraniano. Gracias a los éxitos del Ejército Rojo, Lenin impuso una respuesta original a la “cuestión nacional”. Calificando al Imperio zarista como “prisión de las naciones”, la URSS fue fundada como una federación de repúblicas formalmente independientes, compuestas cada una por un núcleo nacional, en el seno de las cuales se reconocían derechos culturales a otras minorías. Este es el principio de reconocimiento de las “nacionalidades” (pertenencia étnica) que aparecería luego en los censos y en los pasaportes de los ciudadanos soviéticos. En los años 1920, el joven Estado soviético fomentó la emergencia de culturas nacionales, la promoción de los idiomas y de las élites locales, todo bajo la etiqueta de “indigenización” (korenizatsiïa), una forma de discriminación positiva antes de tiempo9. Se suponía que la identidad soviética superaría de manera progresiva las pertenencias nacionales, pensadas como reliquias de un pasado que el socialismo sabría reducir. El proyecto se cumplió con un éxito relativo, en particular entre los rusos, cuya lengua se impuso como la lingua franca de la URSS e incluso del socialismo mundial.

Ucrania disponía entonces del estatus de miembro fundador del Estado soviético, con Rusia, Bielorrusia y la efímera Transcaucasia (1922-1936). Su peso económico, su acceso estratégico al mar Negro, así como su suministro de funcionarios de alto rango educados, prolongaron la experiencia zarista. Ahora bien, este lugar privilegiado de Ucrania en el seno de la URSS tenía como reverso la represión de toda pretensión de independencia, más aún cuando en Polonia se estructuró en los años 1930 un nacionalismo integral ucraniano, alineándose con la ola de los movimientos fascistoides que se expandían a través de Europa. Desde el punto de vista de Moscú, constituía un polo de atracción peligroso para una Ucrania soviética particularmente magullada por la colectivización y la hambruna de 1932-1933. La lucha contra el “nacionalismo burgués” y la anexión de los territorios ucranio-parlantes de Polonia (Galitzia, Transcarpacia) en 1939 y luego en 1944 no aportaron más que una solución transitoria a la cuestión ucraniana. Ello no impidió que en la época soviética los ucranianos fueran, de modo oficial, reconocidos como una nación de pleno derecho, en los estrictos límites que le imponían los vínculos de “fraternidad” con los rusos10.

Sólo de manera retrospectiva la Unión Soviética será reinterpretada como un imperio11. Durante la Guerra Fría, el término “Imperio soviético” no fue utilizado más que por una minoría de historiadores, tal como Richard Pipes, titular de la cátedra de Historia Rusa en la Universidad de Harvard, exasesor del presidente estadounidense Ronald Reagan, cercano a las diásporas anticomunistas de Europa del Este. Después de 1991, ese paradigma tendió a imponerse con el éxito editorial del historiador Timothy Snyder (Tierras de sangre, 2010) y de la periodista neoconservadora Anne Applebaum. En un tono más académico, algunos investigadores intentaron releer la experiencia soviética bajo el prisma de la noción de imperio (“imperial turn”). En paralelo, se propagó en los discursos políticos la visión de una Rusia programada para retomar sus agresiones contra sus vecinos. Este análisis, apoyado en especial por los actores políticos de Europa Central y Oriental, llama a seguir con la contención de Moscú extendiendo la OTAN hacia el este, y ello a pesar del espectacular debilitamiento de Rusia.

La llegada de Putin

Se le achaca al actual mandatario ruso, Vladimir Putin, el proyecto precoz de restablecer el “Imperio soviético”. A menudo se hace referencia a un texto que publicó en diciembre de 1999 (“Rusia en los albores del milenio”), al momento de acceder a la presidencia interina. Allí asociaba “la división política de la sociedad” y el debilitamiento del poder del país. Su discurso arremetía ante todo contra la idea de “revolución”, de cambios brutales concebidos por minorías animadas por “ideologías”. Forjando un pensamiento conservador, proponía la estabilidad y la unidad nacional, así como las reformas progresivas, al revés de la brutal liberalización, impuesta “desde el exterior”, que había conducido al país al borde de la disolución. Hablando del patriotismo, precisaba: “Cuando ese sentimiento está exento de arrogancia nacional y de ambiciones imperiales, no tiene nada reprobable. Es una fuente de valentía, de constancia y de fuerza para el pueblo”. En su texto Putin no menciona la segunda guerra de Chechenia, iniciada unos meses antes. Pero su concepción de un “Estado fuerte” implica la defensa de la soberanía y, en consecuencia, la lucha infatigable contra todo secesionismo. Dicho esto, ver en ese discurso las premisas de un proyecto de restablecimiento de las fronteras soviéticas responde a una lectura anacrónica, y simplemente falsa.

En los años 1990 predominaba más bien en Moscú la idea de que Rusia y Ucrania iban a refundar una forma de asociación de un nuevo tipo. Un hecho notorio es que el derrumbe de la URSS se hizo por medio de un acto de autodisolución firmado por los dirigentes de las tres repúblicas eslavas: Rusia, Bielorrusia y Ucrania. Para las dos últimas, la independencia fue menos el fruto de una voluntad de poner fin a una “ocupación” soviética, como era el caso de los países bálticos, que la de revisar sus relaciones sobre bases más equitativas. El 8 de diciembre de 1991, en el pabellón de caza de Viskuli, en un bosque de Bielorrusia, el primer presidente de Ucrania, Leonid Kravchuk, valiéndose del 90,32 por ciento de los votos a favor de la independencia de Ucrania recogidos durante el referéndum organizado ocho días antes, fundaba, con los jefes de Estado ruso y bielorruso Boris Yeltsin y Stanislav Shushkevich, la creación de una Comunidad de Estados Independientes (que Ucrania abandonaría en 2018).

No obstante, los dirigentes rusos todavía consideran a Ucrania como parte de la esfera de influencia “natural” de Rusia, a semejanza de la doctrina Monroe formulada en Washington que hace del continente americano un dominio estadounidense. Por lo tanto, el término que conviene utilizar es el de una política imperialista, con la condición de comprender este calificativo en su relativa banalidad, es decir, como la pretensión de una potencia, en este caso regional, de ejercer influencia sobre cierta zona geográfica, a través de las “alianzas” de tipo económico (con la creación de la Comunidad, y luego de la Unión, Económica Euroasiática) o de seguridad (con la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva). En este juego, Rusia se encuentra a la defensiva frente a Estados Unidos y la Unión Europea, que extienden sus propias estructuras militar (Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN) y económica (Acuerdo de Asociación) hacia el este... El espacio postsoviético se convirtió desde entonces en un terreno de injerencias cruzadas. Sin ser central, la intervención armada forma parte del abanico de herramientas utilizadas por el nuevo Estado ruso, en particular en las regiones secesionistas prorrusas en Moldavia (Transnistria) y en Georgia (Abjasia, Osetia del Sur), sin pretensión de anexión formal. Su objetivo es entonces mantener cierto control político sobre esos países donde se enfrenta a nuevos competidores.

Alerta roja

Por las razones históricas citadas más arriba, la inclinación de Ucrania hacia el oeste constituye una línea roja para Moscú, aún más que la de los Estados bálticos o la de Georgia. La polarización del panorama político ucraniano, donde se enfrentan fuerzas prorrusas y prooccidentales, lo convierte en un terreno predilecto para las injerencias extranjeras cruzadas, que anuncian confrontaciones más amplias. La Cumbre de Bucarest en 2008 constituyó un punto de inflexión. Su comunicado final mencionaba que Ucrania tenía la intención de ingresar en la OTAN; no obstante, París y Berlín se opusieron al otorgamiento del estatus de candidato oficial a la adhesión. Esta nueva afrenta para Rusia transformó a Ucrania en una alerta roja, sin aportarle garantías de seguridad adicionales.

Este contexto estratégico desempeña un rol importante en la crispación nacionalista de la cúspide del Estado ruso12. Prueba de ello es el entrelazamiento constante, en los discursos recientes de Putin, entre la manzana de la discordia de la seguridad –la ampliación de la OTAN hacia las fronteras rusas– y las expresiones sobre la unidad ruso-ucraniana: la emancipación de Ucrania es vivida a la vez como una ruptura de los vínculos históricos, incluso nacionales, y como una vulneración del derecho “legítimo” de Rusia de intervenir en su entorno regional.

Sufriendo de una pérdida de influencia desde 1991, Rusia no dejó de observar al adversario estadounidense (fácilmente percibido como omnipotente): para imitarlo –cuando es posible–, inventar formas de respuesta y defender su zona de influencia contra las incursiones occidentales13. El derrumbe de la Unión Soviética fue una conmoción para una gran parte de la élite militar rusa: fue el primer “cambio de régimen” fomentado por Washington que los reconfortó con la idea de que en el “nuevo mundo” es posible acumular victorias estratégicas considerables sin tirar un solo misil. En los años 2000, se reforzó la idea de que las guerras modernas se llevan a cabo, de preferencia, con medios no militares. Las estrategias llamadas indirectas –campañas de información, cooptación de dirigentes extranjeros, instalación de regímenes amigos– tendrían en adelante una eficacia superior al uso de la fuerza bruta. Las “revoluciones de colores” en el espacio de la antigua URSS (Georgia, Kirguizistán, Ucrania), así como, más adelante, las primaveras árabes en África del Norte y Medio Oriente, fueron teorizadas de la misma manera: para los estrategas rusos, esos acontecimientos son el producto de una política deliberada de exportación de un “caos controlado” por parte de Estados Unidos, a veces como etapa previa a las intervenciones militares, como en Irak (2003) o en Libia (2011). La doctrina rusa llama a “esquivar la lucha armada”. El uso de la fuerza –concebida como una acción relámpago y decisiva– no es más que un último recurso, en caso de fracaso de las estrategias indirectas.

Así, la anexión de Crimea en 2014 –a través de soldados sin insignia y apoyada por agentes políticos internos– fue percibida como una exitosa aplicación de esta nueva doctrina. Ahora bien, ese éxito táctico alejó a Rusia de su objetivo estratégico: tener en sus fronteras una Ucrania prorrusa (o al menos neutral). Al asegurar el control de la base naval de Sebastopol por medio de la anexión, Rusia se encontró frente a un Estado por supuesto más pequeño, pero aún más desafiante y mejor armado, gracias a la ayuda occidental. La invasión de Ucrania, precedida de ultimátums diplomáticos dirigidos a Estados Unidos y a la OTAN en noviembre-diciembre de 2021, apuntaba también a una acción puntual: derrocar al gobierno de Kiev, con el modelo del ataque estadounidense contra el régimen talibán en Afganistán (2001) y luego contra el gobierno de Saddam Hussein en Irak (2003). Y ello a pesar de los fracasos sufridos por Estados Unidos, un adversario tanto injuriado como copiado hasta en sus errores. “La decisión de lanzar una operación militar especial –concluye Dimitri Minic–, lejos de responder a un proyecto de conquista territorial hábilmente madurado, es más bien la conclusión desafortunada del fracaso de la estrategia indirecta rusa en Ucrania”.

Si bien empezó como una intervención “imperialista”, la guerra rusa contra Ucrania cambia de naturaleza a medida que el conflicto se atasca. Mientras la división de la antigua Yugoslavia condujo a rupturas étnicas entre los serbios, los croatas y los bosnios, con el desafío del trazado de los Estados-nación en formación, esas guerras, típicas del derrumbe de conjuntos heterogéneos, se restringieron a la periferia de la URSS, en particular en el Cáucaso. Rusia, frente a la incapacidad de resistir ante las avanzadas estratégicas euroatlánticas en su pretendida zona de influencia, desafió el statu quo territorial, en Crimea y luego a mayor escala. A partir de setiembre de 2022, al proclamar su soberanía sobre cuatro regiones ucranianas ocupadas de forma, Moscú indicó la manera en que desearía ver el problema zanjado. Sin embargo, considerar el ataque ruso como el preludio de una agresión contra Vilna o Varsovia es un contrasentido: Moscú no tiene ni los medios para amenazar a la OTAN ni la voluntad de reconstituir un imperio. Para ella, se trata de redefinir su “corazón nacional”, a expensas de Ucrania, pero también de Bielorrusia, en vías de absorción avanzada. En este preciso sentido, la fase actual del conflicto podría ser calificada como posimperial y, aún más, como nacionalista14, con un modelo parecido al enfrentamiento de los serbios y los croatas.

Nacionalismo bicéfalo

De los dos lados de la línea de frente, ucranización y rusificación son simétricas. La ucranización corresponde a un clásico proceso de construcción de un Estado-nación: un pueblo, un idioma, un gobierno central15. Desde 2014, y más aun después de febrero de 2022, se aceleró. El gobierno buscó luego desmantelar la Iglesia Ortodoxa ucraniana, vinculada con el Patriarcado de Moscú, para remplazarla por una iglesia autocéfala nacional, creada en 201816; detrás de los topónimos soviéticos, los nombres relativos a Rusia para designar los lugares públicos fueron prohibidos; así, la “desrusificación” se une a la “descomunización” iniciada en 2015; las estatuas de jefes militares y de artistas, otrora consideradas patrimonio común de Rusia y de Ucrania, fueron destruidas; los libros en ruso fueron retirados de las bibliotecas públicas, etcétera.

La rusificación conlleva dimensiones más inciertas. Por el momento, en las regiones controladas por el Ejército ruso, aquella pasa por la ocupación militar, la “pasaportización” de la población, la extensión de la burocracia del Estado ruso, de su sistema de enseñanza (en ruso) y del rublo. Pero a este proceso se aplica un abanico de discursos: algunos juegan con la ambigüedad entre rusos y rusohablantes, presentando a estos últimos como ciudadanos “naturales” de la Federación de Rusia; otros imaginan que la identidad de las regiones anexadas por Rusia –si conservara su control– podría seguir siendo ucraniana en un Estado federal que se define siempre como “pluriétnico y multicultural”. Así, el Ministerio de Educación ruso anunció la preparación de un manual de ucraniano, basado en estándares soviéticos, con el fin de que los alumnos de las cuatro regiones anexadas puedan aprender el ucraniano, entre otras “lenguas maternas” (de hecho, lenguas de minorías nacionales), mientras que el ruso será idioma obligatorio de la enseñanza17. Estos titubeos reflejan el carácter bicéfalo del nacionalismo ruso, que desde su eclosión a mediados del siglo XIX osciló entre la tentación de formar un Estado-nación, que favorece los intereses del grupo étnico mayoritario, y el proyecto imperial, que descansa sobre la voluntad de dominar espacios y poblaciones étnica y culturalmente diversas.

En Kiev, pero también en ciertos círculos occidentales, otra visión se impone. El mismo Estado federal ruso es asimilado a un imperio colonial. Se subraya la sobrerrepresentación de las minorías étnicas en las filas del Ejército; las tensiones en las regiones que proveen esta “carne de cañón” son examinadas con lupa. En octubre de 2022, el Parlamento ucraniano reconoció el gobierno checheno en el exilio de Akhmed Zakayev, declaró a Chechenia como un “territorio temporalmente ocupado por Rusia” y condenó el “genocidio contra los chechenos” perpetrado por el poder ruso en los años 1990. El 31 de enero de 2023, el Parlamento Europeo acogió el Foro de los Pueblos Libres de Rusia, una organización que agrupa a representantes de los grupos étnicos “no rusos”, que llaman a la independencia de las repúblicas periféricas de la Federación de Rusia, en particular las de Buriatia, Yakutia y Tartaristán.

Para un analista del Centro para el Análisis de Políticas Europeas (CEPA, por su sigla en inglés), think tank [usina de pensamiento] con base en Washington, el objetivo de la política estadounidense “debería ser la descolonización de Rusia”. “En lugar de enfocarse en un cambio de régimen o en la personalidad de Vladimir Putin –prosigue–, todos los países que tratan con Rusia deberían tener ese objetivo de largo plazo en mente”18. Cada tanto, algunos historiadores suman su voz a este concierto. Tal como Alexandre Etkind, de la Central European University [Universidad de Europa Central], quien admite que la desintegración de Rusia “plantearía enormes problemas, entre ellos el del arsenal nuclear y [...] conflictos fronterizos”, y concluye: “¿Serían peores esas guerras que la guerra actual? Probablemente no”19. Para un escenario balcánico, al que sumaría la energía nuclear, cuánto optimismo.

Jules Sergei Fediunin y Hélène Richard, respectivamente, politólogo, doctor del Inalco, posdoctorando en el Cespra de la EHESS, y redactora de Le Monde diplomatique, París. Traducción: Micaela Houston.


  1. Michel Foucher, “Ukraine, une guerre coloniale en Europe”, Le 1 / L’Aube, París, 2022. 

  2. Claudio Sergio Ingerflom, El dominio del amo. El Estado ruso, la guerra con Ucrania y el nuevo orden mundial, FCE, Buenos Aires, 2022. 

  3. Véase Jane Burbank y Frederick Cooper, “De Rome à Constantinople : penser l’empire pour comprendre le monde”, Le Monde diplomatique, París, diciembre de 2011. 

  4. Marc Raeff, “Un empire comme les autres?”, Cahier du monde russe et soviétique, Vol. 30, No 3-4, París, julio-diciembre de 1989. 

  5. Ibid

  6. La Revuelta Decembrista fue un intento de golpe de Estado militar el 14 de diciembre de 1825 para imponer al zar Nicolás I la instauración de una Constitución. Tras su fracaso, vendría una severa represión. 

  7. Roman Szporluk, “Nationalism after Communism: Reflections on Russia, Ukraine, Belarus and Poland”, Nations and Nationalism, Vol. 4, No 3, Cambridge, 1998. 

  8. Alexei Miller, “National Identity in Ukraine: History and Politics”, Russia in Global Affairs, Vol. 20, No 3, Moscú, 2022. 

  9. Terry Martin, The Affirmative Action Empire: Nations and Nationalism in the Soviet Union, 1923-1939, Cornell University Press, Ithaca, 2001. 

  10. Andreas Kappeler, Russes et Ukrainiens, les frères inégaux. Du Moyen-Âge à nos jours, CNRS Éditions, París, 2022. 

  11. Mark Beissinger, “Rethinking Empire in the Wake of Soviet Collapse”, en Zlotan Barany y Robert Moser (dir.), Ethnic Politics After Communism, Cornell University Press, Ithaca, 2005. 

  12. Véase Juliette Faure, “¿Quiénes son los halcones rusos?”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, abril de 2022. 

  13. Dimitri Minic, Pensée et culture stratégiques russes. Du contournement de la lutte armée à la guerre en Ukraine, Éditions de la Maison des Sciences de l’Homme, París, 2023. 

  14. Jules Sergei Fediunin, “La guerre russo-ukrainienne, un conflit nationaliste”, AOC, 24-2-23. 

  15. Nikita Taranko Acosta, “Una ucranización a marcha forzada”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, mayo de 2019. 

  16. Véase Kathy Rousselet, “Divorces à l’orthodoxe”, Manière de voir, Nº 188, París, abril-mayo de 2023. 

  17. Izvestia, Moscú, 10-4-23. 

  18. Edward Lucas, “After Putin”, CEPA, Washington, 19-6-22, https://cepa.org

  19. L’Express, Nº 3.755, París, 22/28-6-23.