Los constitucionalistas invaden los televisores y las secciones de “debates” de los periódicos franceses para descifrar la crisis de régimen que se ha apoderado del país desde las elecciones legislativas. Las propuestas fluyen –sistema proporcional, retorno al mandato de siete años, etcétera–, pero la mayoría olvida el problema fundamental: las instituciones son, ante todo, un bien público y un contrato social a reconstruir.

La física conoce un estado curioso de la naturaleza que se denomina surfusión. Es el caso de un lago cuya agua está a una temperatura inferior a cero, pero no está congelado. Sin embargo, si se lanza un minúsculo cristal de hielo, el lago se hiela en su totalidad. ¿Podemos imaginar una situación semejante en materia política; por ejemplo, que una organización institucional sea metaestable y esté esperando su trocito de hielo?

Hace ya mucho tiempo que el sistema político francés está congelado. Los analistas se conforman en general con arrogar la culpa al personal político y en particular al comportamiento del presidente de la República. Así, evitan aceptar un hecho fundamental que recordaba el historiador Marc Bloch: “Las instituciones políticas en general no podrían asumir su verdadero sentido sino una vez restablecidos sus vínculos con las corrientes profundas de ideas –y también de sentimientos– que les fueron subyacentes”1. Es decir, con lo que constituye los fundamentos de una “comunidad política”.

El artículo tercero de la Constitución francesa del 4 de octubre de 1958 dispone que esta comunidad política es el pueblo, al cual pertenece la soberanía nacional y que la ejerce por medio de elecciones. Ahora bien, la práctica institucional anestesia o desvía el sufragio universal: fenómeno inédito, fueron necesarios 51 días para la nominación de un nuevo primer ministro. Incluso cuando la participación en las legislativas era excepcional, la arbitrariedad de la que se beneficia el presidente de la República le permitió nombrar a un personaje hasta ese momento derrotado en todas las primarias de un partido que hoy es marginal.

Los reiterados llamados a respetar los “usos republicanos” o el “espíritu de la Constitución”, tan vagos como apremiantes, confirman que estas derivas revelan una crisis profunda. Las instituciones tienen por objeto reflejar un contrato social que expresa la voluntad de una comunidad política. ¿Son legítimas si rompen ese contrato que da su sentido político al pueblo?

La pregunta ya estaba presente bajo la IV República (1946-1958), cuya caída se sintetizó, demasiado en general, como un resultado de debilidades estructurales del parlamentarismo. Pero de ese modo se olvida cómo fueron minadas sus instituciones, sobre todo por prácticas que terminaron por arrojar dudas sobre el contrato social surgido de la Liberación (independencia nacional, restablecimiento de la República, reconstrucción del país, leyes sociales). Las instituciones de la IV República permitían, en particular, hacer el vacío al menos a dos movimientos políticos poderosos, los comunistas y los gaullistas, creando así un desfasaje entre la representación y la realidad del cuerpo social, con el trasfondo además de las guerras coloniales. Para conseguirlo, se usaron procedimientos más que discutibles, pero legales. En 1951 y 1956, el sistema de alianzas2, en el marco del escrutinio proporcional, permitió a los partidos que se repartían el poder eliminar a los “indeseables”. Semejantes métodos destruyeron la confianza de los ciudadanos en las instituciones que apoyaban hasta entonces. Y esta desaparición de la confianza colaboró en el derrumbe de la IV República y en el advenimiento de la V.

Hay un paralelo casi malsano hoy en día con el “49.3”, que se usa para asfixiar una crisis política cada vez más profunda3. El artículo fue concebido como una herramienta excepcional y no como un modo de gobierno. Por esa razón, la V República, que pretendía “racionalizar” el poder parlamentario, desembocó en los últimos tiempos en el borramiento casi total del Parlamento. Por supuesto, como algunos piensan, se puede resolver la crisis modificando de forma secundaria el poder del presidente de la República y el modo de escrutinio, en especial introduciendo la modalidad proporcional. Esa visión técnica omite el quiebre que se produjo entre los ciudadanos y sus representantes teóricos, y la casi desaparición del cuerpo político soberano.

Los signos precursores de esta ruptura fueron sistemáticamente barridos bajo la alfombra por el conjunto de la clase dirigente. En primer lugar, el aumento de la abstención estructural: las asambleas nacionales de 2017 y 2022 habían sido electas por una minoría de votantes, y las elecciones presidenciales también marcaron un retroceso de la participación en la primera vuelta. El repunte del voto en 2024 vino acompañado de un ascenso sin precedentes de la Agrupación Nacional [ultraderecha] y de una política de barricadas que complica la lectura del resultado final. ¿Cómo extraer consecuencias políticas claras de un escrutinio que mostró cómo la izquierda corría al rescate de Élisabeth Borne, madre de una reforma de las jubilaciones que fue impuesta con toda la violencia institucional posible contra la voluntad de la mayoría, y de Gérald Darmanin, padre de la “ley de inmigración”? Así, los abusos de poder del presidente de la República, que se van acumulando –incumplimiento de los procedimientos de consulta del artículo 12 (disolución), negativa a nombrar un gobierno en un lapso razonable, ejercicio de gobierno negligente que se extralimita en los “asuntos comunes y corrientes”, etcétera–, no tuvieron otras consecuencias que meras gesticulaciones reprobatorias. En una asamblea fracturada y estallada en 11 grupos (¡un récord!), electa en el marco distorsionador de intentar bloquear a un partido que reunió cerca de 11 millones de votos, seguir afirmando que la derecha o la izquierda ganó o perdió no tiene ningún sentido. Si funcionan así, las instituciones ya no son capaces de expresar la más mínima voluntad popular. La clase política en su conjunto, totalmente devota a sus intereses partidarios, parece incapaz de analizar la situación como lo que es: una crisis del régimen y un hundimiento moral.

“La soberanía nacional pertenece al pueblo”. Podemos ver ahí una afirmación sin consecuencias. Pero, en el espíritu del general Charles de Gaulle, había un equilibrio entre un poder central fuerte y la capacidad de afirmación de la voluntad popular. Esta voluntad, simbolizada por la existencia del referéndum, se reveló finalmente artificial. En 2005, el Tratado Constitucional Europeo (TCE) fue rechazado por un voto ciudadano mayoritario del 54,7 por ciento, con una participación de casi el 70 por ciento. El presidente Nicolas Sarkozy se burló entonces de este voto con la ayuda del primer secretario del Partido Socialista, François Hollande, haciendo que se adoptara el Tratado de Lisboa. En contrapartida, el 24 de setiembre de 2000, los votantes aprobaron por referéndum la sustitución del mandato presidencial de siete años por otro de cinco: el “sí” obtuvo el 73 por ciento de los votos. La votación se juzgó legítima, a pesar de que había habido un 70 por ciento de abstención y un 16 por ciento de votos en blanco o nulos. Los ciudadanos veían con claridad cómo las instituciones habilitaban que se soslayara su voluntad y que ellos mismos fueran despreciados en los discursos públicos.

Muchos debates giran hoy en torno de la estabilidad del poder, y durante décadas escuchamos afirmaciones, provenientes de aduladores de los poderes acorralados y discutidos, que iban en el siguiente sentido: “Si estuviéramos bajo la IV República, el gobierno ya habría volado por los aires”. Cierto, pero ¿es eso en sí mismo un problema? ¿Y a qué precio estamos pagando una “estabilidad” de ese tipo? Cuando se desarrollan conflictos sociales, cuando la estabilidad del poder se produce en detrimento de la expresión normal de las aspiraciones populares, ¿acaso no se está poniendo en juego la legitimidad de las instituciones? Lo que se pone en tela de juicio es el concepto mismo de pueblo, que se presenta de forma peyorativa, como incapaz y causa de cuestionamientos, olvidando, además, que cuestionar es un fundamento de la democracia.

¿Se puede juzgar que la ley “de los jubilados” es legítima cuando el gobierno hizo todo para imponerla frente a millones de manifestantes, incluso para impedir el voto del Parlamento que la habría rechazado? El recorrido de la ley “inmigración” es todavía más revelador: el texto propuesto por el gobierno fue objeto de una moción de rechazo en la Asamblea Nacional en diciembre de 2023; después pasó al Senado, que hizo enmiendas; la Asamblea validó las enmiendas “sin poner peros”; el Consejo Constitucional censuró después la casi totalidad de las enmiendas para volver al texto inicial, y entonces lo que terminó entrando en vigencia ¡fue el proyecto de ley inicialmente rechazado por los diputados! Se produce ahí una inversión de la legitimidad en la que los ciudadanos son considerados un lobby como cualquier otro.

La crisis de las instituciones es una crisis del poder político. Al crear la V República, el general De Gaulle pretendía apoyar un poder fuerte con base en la preservación de la soberanía nacional. Podemos recordar al respecto la política de la silla vacía que se llevó adelante desde el 30 de junio de 1965 hasta el 30 de enero de 1966 para imponer el respeto de los intereses franceses dentro de la comunidad europea. Paradójicamente, las instituciones pueden hoy ser usadas para destruir lo que queda de la soberanía nacional y popular.

Si la Unión Europea nunca se presentó como un adversario de la democracia, no podemos negar que fue, en esencia, porque no se ocupó del asunto. Recordamos, en cambio, las advertencias de Pierre Mendès-France cuando votó contra el Tratado de Roma el 18 de enero de 1957. Ya denunciaba el carácter tecnocrático de la construcción europea afirmando que “la abdicación de una democracia puede asumir dos formas, o bien que se recurra a una dictadura interna mediante la atribución de todos los poderes a un hombre providencial, o bien que se deleguen esos poderes en una autoridad exterior, la cual, en nombre de la técnica, ejercerá en realidad el poder político”. Por supuesto, en los discursos europeos terminaron apareciendo referencias a la democracia a partir de la década de 1970, pero fue algo puramente formal, y curiosamente bajo un vocablo contable, a saber, el “déficit democrático”. Un giro oficializó entonces la dilución de la democracia: la votación del Tratado de Lisboa.

De hecho, el proceso antidemocrático sigue progresando desde su origen, como preveía Pierre Mendès-France. En nombre de la eficacia decisional, la soberanía de los pueblos queda confiscada, de forma sistemática, en beneficio de las instituciones supranacionales. Así, no sólo la competencia económica representa el alfa y omega de las relaciones sociales en la Unión Europea, sino que, como observa Dieter Grimm, exmiembro de la Corte de Karlsruhe, “la intervención de los Estados ya no es necesaria para establecer el Mercado Común. La Comisión (como órgano responsable de la implementación de los tratados) y la CJUE (como órgano responsable de la interpretación de los tratados en casos de conflicto) pueden tomar totalmente en sus manos la integración económica. Cuando consideran que el derecho nacional obstaculiza el Mercado Común, lo declaran inapropiado, sin que los gobiernos puedan realmente oponerse”4.

En semejante contexto, ya no hay vida política en el sentido de Aristóteles. Hay dominación de una ideología, la de una economía liberal dentro de la cual el individuo no es sino un consumidor aislado. El sufragio universal se convierte en un teatro de sombras.

La situación política demanda claridad, pero no solamente sobre los juegos políticos. Es necesario volver a fundar el contrato social y, con esa finalidad, rever la regla del juego político. Los movimientos sociales más o menos subterráneos lo indican desde hace mucho tiempo, se trate de los chalecos amarillos, las manifestaciones agrícolas, los llamados a un referéndum de iniciativa europea (RIC), de las críticas a la construcción europea... En ese marco, las instituciones sólo son el nombre dado a la reconstitución de lo soberano y la expresión de su voluntad.

Ciertamente, los constitucionalistas recurren a todo para explicar las reformas necesarias a las instituciones. Pero en general lo hacen para imponer sus soluciones y, sobre todo, para privar al pueblo de todo control real sobre su definición y evitar plantear la cuestión de la producción del poder político frente a la economía liberal y la ideología empresarial de Europa. Así, Dominique Rousseau5, constitucionalista mediático, reclama una pequeña asamblea de ciudadanos elegidos al azar para repensar las instituciones bajo su égida y de expertos elegidos a dedo. Esta sofisticada marginación del pueblo nos recuerda que estamos frente a un desafío mayúsculo del poder, y que la verdadera cuestión no es sólo redefinir las instituciones sino evaluar quién es legítimo para construirlas. Recordemos que Jaurès proclamaba: “¿Qué es entonces la República? Es un gran acto de confianza. Instituir la República es proclamar que millones de hombres saben trazarse ellos mismos la regla común de su acción; que sabrán conciliar la libertad y la ley, el movimiento y el orden (...) instituir la República es proclamar que los ciudadanos de las grandes naciones modernas, obligados a proveer mediante un trabajo constante las necesidades de la vida privada y doméstica, tendrán no obstante suficiente tiempo y libertad de espíritu para ocuparse de la cosa común”6. Y es precisamente hoy, mientras que la principal cuestión es la “comunidad política”, la reconstitución del pueblo, ese soberano natural, cuando todo está dado para evitar que los ciudadanos se apoderen de ella, para que la realidad del cuerpo social que permitía esos debates libres y razonados no sea representada. La alternativa entre una dirección autoritaria del país y la reconstitución de la democracia7 emerge de la crisis del régimen.

Es necesario admitir hoy que la cuestión ya está planteada, que hay un mundo en estado de surfusión y otro que espera su trocito de hielo.

André Bellon, presidente de la Asociación por una Constituyente, expresidente de la Comisión de Asuntos Exteriores de la Asamblea Nacional de Francia.

Avance ultra

Austria e Italia

El deslavado color que viene asumiendo el frágil cordón sanitario en torno al partido de Marine Le Pen, en Francia, tiene su correlato en varios países vecinos. El triunfo de la ultraderecha austríaca en las elecciones del domingo 29 de setiembre se suma a las leyes que impulsa el gobierno italiano en contra de la protesta social. El Partido de la Libertad (FPÖ) logró el 29,2 por ciento de sufragios. No le alcanza para gobernar Austria, pero no es imposible que terminen integrando una coalición con la derecha, aunque al momento no resulte lo más probable. Si bien el actual jefe de gobierno, Karl Nehammer, del Partido Popular, ha dicho que el FPÖ es un peligro para la democracia, matizó esa opinión indicando que en esas filas hay “alguna gente razonable”.

En Italia, mientras tanto, la gobernante de extrema derecha Giorgia Meloni impulsó el llamado “decreto anti Gandhi”, así bautizado por sus opositores en alusión al histórico líder indio, ya que criminaliza la protesta pacífica: cortar carreteras o vías férreas se pagará hasta con dos años de cárcel. La norma obtuvo media sanción el 18 de setiembre en la Cámara de Diputados y espera por el Senado para quedar firme.


  1. Marc Bloch, Los reyes taumaturgos. Buenos, Fondo de Cultura Económica, 2017. 

  2. NdR: La Loi d’apparentements consistía en habilitar, en el marco del escrutinio proporcional, la constitución de alianzas a posteriori que permitieran a los partidos menores sumar escaños y armar bancadas más numerosas. 

  3. NdR: El artículo 49.3 de la Constitución permite adoptar una ley sin el voto parlamentario en caso de que el gobierno carezca de la mayoría. 

  4. Dieter Grimm, “Quand le juge dissout l’électeur”, Le Monde diplomatique, julio de 2017. 

  5. “Il faut arrêter le bricolage. Le moment est venu de changer de Constitution”, Le Monde, 14 de marzo de 2023. 

  6. Jean Jaurès, “Discours à la jeunesse”, julio de 1903. 

  7. Ver “Bonapartisme ou Constituante”, Le Monde diplomatique, abril de 2014.