El dictador chileno Augusto Pinochet, fallecido en 2006, cumpliría 99 años este 25 de noviembre. Este texto, del juez que lo hizo detener en Londres e intentó llevarlo a los estrados de la Justicia española, recuerda esa compleja acción judicial por crímenes de lesa humanidad.

Para ser exactos con la historia, he de decir que la causa judicial que obligó a Pinochet a enfrentar a la Justicia por sus crímenes tiene como precedente inmediato la causa de las Juntas Militares argentinas. Guardando el rigor y fidelidad históricos, todo comenzó el 24 de marzo de 1996, fecha en la que se conmemoraban 20 años del golpe de Estado civil-militar en Argentina. Después del juicio a las juntas de 1985, Argentina vivía en un clima de impunidad generalizada, gracias a las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987), así como a los indultos generales otorgados por el presidente Carlos Menem. Los jefes de las juntas estaban en libertad, e incluso algunos se mantenían activos en política (como si nada hubiera pasado), mientras otros oficiales y suboficiales se burlaban de las víctimas y llegaron a jactarse de sus crímenes y a hablar libremente de ellos en televisión, como lo hiciera el capitán Adolfo Scilingo.

Frente a esta situación, la Unión Progresista de Fiscales de España (UPF) decidió presentar una denuncia por los crímenes cometidos durante la dictadura argentina ante la Audiencia Nacional española. El sistema de reparto quiso que recayera en el Juzgado Central de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional, del que yo era titular entonces. La denuncia invocaba el principio de jurisdicción universal que, dado el tenor literal del artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) de España de 1985, era amplio, puro, sin restricciones ni exigencias adicionales más que la configuración de los delitos enlistados en la norma. El 28 de marzo de 1996, dicté el auto de admisión por presuntos delitos de genocidio, terrorismo y torturas.

En la misma línea, en el verano de ese mismo año, el 4 de julio de 1996, de nuevo la UPF interpuso una denuncia en contra de los miembros de la Junta Militar chilena. En esta ocasión, fue el Juzgado Central de Instrucción nº 6 el encargado de tramitarla, aceptando la competencia el 8 de julio de 1996.

Recuerdo que, por entonces, sólo el diario catalán La Vanguardia se hizo eco del tema. La reacción generalizada del espectro político y de la opinión pública fue de escepticismo e incluso de desprecio. Al frente del gobierno español se encontraba en aquel tiempo el presidente José María Aznar [Partido Popular, derecha], que, al inicio, se mantuvo distante. Pronto, según los casos iban avanzando, el Ejecutivo se dio cuenta de que algo sin precedentes estaba sucediendo, que daba esperanzas a las víctimas e incomodaba al poder, por lo que no escatimó esfuerzos en detenerlo, con acciones y omisiones que contradecían el más mínimo sentido de la decencia.

Mirando hoy hacia atrás, aquellos tiempos no dejan de sorprenderme. Cuando el general Pinochet rompió la legalidad y derrocó por la vía violenta al gobierno democráticamente electo de Salvador Allende, yo estudiaba Derecho en la Universidad de Sevilla. Era el año 1973 y en España vivíamos bajo la dictadura encabezada por Francisco Franco. Apenas conocida la noticia del golpe de Estado en Chile, las protestas en España no se hicieron esperar. Un sentimiento de solidaridad brotó por los campus universitarios españoles por aquel infame atentado contra la libertad de Chile, que fue severamente reprimido por la Policía franquista. Hoy, 51 años después, sigue siendo uno de los ataques más miserables, como lo fue el de Franco en 1936, contra el pueblo y la libertad democrática, que dieron paso a años de oscuridad y violación sistemática de los derechos humanos.

Franco y Estados Unidos respaldan a Pinochet

En su primera página del 13 de setiembre de 1973, el diario ABC, adepto al régimen, publicaba una foto de militares chilenos empuñando sus armas frente a la sede del gobierno. Sobre ella se leía el titular “A tiempo”. El texto de esa primera página decía así: “La atención del mundo vive pendiente de Chile. En la imagen de nuestra portada, los soldados en el momento de tomar el Palacio de la Moneda, sede de la Presidencia, consumando así el golpe de Estado. Golpe de Estado que ha frenado a tiempo el inevitable deslizamiento del país desde la anarquía y el caos a la dictadura marxista. La vía al socialismo de Allende ha terminado entre el fango, la sangre y la tragedia”. En la tercera página, el autor del artículo decía: “Triste sino para un hombre honesto que amaba fervientemente a su patria y equivocó el camino para servirla...”.

Nunca imaginé que 25 años más tarde firmaría la orden de detención para que Scotland Yard entrara en la clínica de Londres y arrestara a Pinochet. Fue posible gracias a las víctimas de la dictadura, que fueron denunciando desapariciones, asesinatos y torturas, frente a todas las adversidades.

En los años 1970 y 1980, la Justicia fue cómplice del horror en Chile y Argentina, y también en otros países de la región, como lo sigue siendo en otros tantos en nuestros días. La dictadura de Augusto Pinochet, afín a la de Francisco Franco en España, formó parte del diseño de un sórdido plan de eliminación, secuestro y desaparición de oponentes políticos en el Cono Sur americano. El denominador común era el terror y la barbarie militar que seguían la Doctrina de la Seguridad Nacional impulsada desde Estados Unidos, bajo el mando de Richard Nixon y Henry Kissinger [presidente y secretario de Estado, respectivamente] y que se saldó con un altísimo coste en vidas humanas. El punto más álgido fue la Operación Cóndor, aquella cooperación entre organismos represivos de América del Sur (Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Bolivia y Paraguay), para hacer más eficiente la labor de exterminio de sus víctimas, más allá de sus fronteras.

Los fiscales

Una vez iniciadas las investigaciones, en el caso de Argentina, los fiscales siempre estuvieron en contra de la jurisdicción y la competencia españolas, por lo cual todas mis decisiones estaban pendientes (por más de dos años), de la Sala Penal de la Audiencia Nacional; mientras que en el caso de Chile, el fiscal Javier Balaguer informó de modo favorable respecto de la competencia española para investigar y enjuiciar los crímenes cometidos a las órdenes de Pinochet. El Partido Popular había ganado las elecciones en marzo de 1996 y el flamante gobierno de José María Aznar todavía no había resuelto los cambios en la Fiscalía General del Estado, cuyo titular era Carlos Granados. Ni Granados ni los fiscales de sala creían en la competencia de España en este tema, pero ya que Granados estaba a punto de ser cesado, como quien no quiere la cosa, dio vía libre para que Balaguer actuara conforme a su parecer y saber.

Los cambios vinieron pronto. En mayo de 1997 tomó posesión, como fiscal jefe, Eduardo Fungairiño, lo que implicó una “declaración de guerra” a los casos de Argentina y Chile y a la aplicación del principio de jurisdicción universal. El 2 de octubre de ese año, Fungairiño elaboró un informe en el que, además de señalar que España carecía de jurisdicción, tildaba al gobierno constitucional de Salvador Allende de “régimen” y subrayaba que los golpes militares en ambos países sólo habían supuesto la interrupción “temporal” del orden constitucional. El fiscal jefe declaró a finales de ese mes a El Mercurio —un diario chileno que en 1970 recibió apoyo financiero de la CIA [Agencia Central de Inteligencia, de Estados Unidos] para desestabilizar el gobierno de Allende— que España carecía de jurisdicción. El fiscal general del Estado, Jesús Cardenal, le apoyó. En síntesis, las investigaciones, también en este caso, tendrían que hacerse con la fiscalía en contra.

Orden de detención

El proceso contra Pinochet, como el de la dictadura argentina, se convirtió en un asunto de alcance mundial: centenares de víctimas acudieron a Madrid, desde Chile, Argentina y otros países, para aportar sus datos y declarar ante el juez García Castellón, por el caso de Chile, o ante mí, por el caso de Argentina. La investigación de Chile se vio reforzada por la querella criminal interpuesta por la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos de Chile y la Fundación Presidente Allende, de la mano del abogado español Joan Garcés. Yo, por mi parte, desgajé del sumario sobre los crímenes de la dictadura argentina lo referido al Operativo [Plan] Cóndor, formando así una pieza separada, en cuyo marco envié una comisión rogatoria a Estados Unidos para investigar en los archivos norteamericanos todo dato que permitiera incriminar a los responsables de asesinatos y desapariciones en los países afectados.

Como ven, el proceso fue complejo y con muchos factores en contra. Cada paso debía estar impecablemente fundamentado en derecho para evitar que los amigos del dictador, que eran muchos y estaban bien enraizados en el entorno del gobierno español, acabaran con el caso.

En torno al 13 de octubre de 1998 concedí audiencia al abogado Joan Garcés, en la que me informó que Pinochet se encontraba en una clínica de Londres, sometiéndose a una intervención quirúrgica, situación que podría ser aprovechada para enviar una “comisión rogatoria” a fin de que le fuera tomada una declaración. Le recordé a Garcés que la causa de Chile estaba en el juzgado nº 6, a cargo de mi colega, el juez García Castellón. Con su habitual y exquisita formalidad, Joan Garcés respondió: “Ya sabe que es difícil que su compañero lo acuerde y se perdería la oportunidad”. Entonces le pregunté: “Pero ¿tenemos margen para practicar esa diligencia?”. Y como si lo tuviera todo pensado, Joan Garcés remató: “Tiene usted la pieza separada sobre el Plan Cóndor”.

El desafío

Lo acepté en el entendido de que se trataba tan sólo de cursar una comisión rogatoria para un interrogatorio, pero a condición de que la misma petición fuera presentada ante el Juzgado Central de Instrucción nº 6. Así fue. Poco después, Garcés informó a los medios de que el juez español García Castellón estaba preparando una comisión rogatoria dirigida a las autoridades judiciales británicas competentes para tomar declaración a Augusto Pinochet. La noticia se difundió con rapidez. Por fortuna, no trascendió que yo estaba ejecutando una diligencia similar, lo que me permitió actuar con sigilo y sin la presión de la prensa.

Mis investigaciones fueron discretas para no alertar a Pinochet. A través de Interpol, la Policía británica me informó de que Pinochet estaba en la clínica. Yo pensaba trasladarme a Londres y tomarle declaración, pero todo cambió cuando supe que pensaba dejar Londres el sábado 17 de octubre. Me avisó Scotland Yard: “No venga, porque este señor dice que se va”.

La única posibilidad era emitir la orden de arresto. Era viernes, a las dos de la tarde, sólo quedaba un funcionario en el juzgado, le pedí que no se fuera todavía, porque tendría que transcribir una resolución. El funcionario se quedó perplejo cuando leyó la minuta que le pasé y me dijo: “¿Está usted seguro?”. Le contesté: “Usted redáctelo y guarde silencio”. En ese momento hice lo que debía hacer. Cualquier otra opción habría sido traicionar a las víctimas.

Fue una carrera contra reloj. El presidente Aznar supo que el arresto era cosa hecha cuando se encontraba en vuelo hacia Oporto para una reunión de la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de países iberoamericanos.

Fin de la impunidad

Y vaya que resultó complicado. Una vez detenido Pinochet, mi colega del Juzgado Central de Instrucción nº 6, el juez Manuel García Castellón, a cargo de la causa sobre Chile, dictó un auto mediante el cual se inhibía del procedimiento en mi favor, para su correspondiente acumulación. Ahora toda la responsabilidad pesaba sobre mis hombros. La fiscalía se opuso a rajatabla y apeló en todo para entorpecer la extradición. La Sala Penal de la Audiencia Nacional confirmó por unanimidad, el 4 de noviembre, la jurisdicción española. Por fin teníamos una decisión en firme que me permitiría seguir adelante. En la tramitación de la extradición fue cooptada la relación directa que tenía con la Policía británica y con el Crown Prosecution Service. Pese a las dificultades en España y en Reino Unido, quedó judicialmente establecido que la inmunidad que protege a un jefe de Estado abarca solamente las acciones u omisiones vinculadas al desempeño de sus funciones, las que no podían incluir en ninguna circunstancia conductas como aquellas por las que se estaba acusando a Pinochet. La primera resolución fue anulada y vino una segunda que redujo en mucho los casos por los cuales se podría hacer lugar a la extradición, pero gracias al esfuerzo de las víctimas, esos casos se ampliaron enormemente hacia el final del proceso. La Justicia británica sentó en el banquillo de los acusados a Pinochet y judicialmente su extradición fue autorizada.

Si Pinochet no fue extraditado a España para ser juzgado, fue sólo por las interferencias políticas provenientes de los gobiernos chileno, español y británico, incluida [la ex primera ministra] Margaret Thatcher. Después de 503 días de arresto domiciliario en Reino Unido, el 3 de marzo de 2000, el ministro del Interior británico Jack Straw, del gobierno laborista de Tony Blair, concedió el regreso de Pinochet a su país por motivos humanitarios. El dictador llegó hasta el avión en silla de ruedas, pero bajó del aparato y recorrió la pista caminando sin ayuda, como si nada le ocurriera. Pero algo había cambiado. Pinochet ya no era un intocable, un ser todopoderoso que está por sobre la ley. Pinochet no había enfrentado a la Justicia, la había esquivado amparándose en motivos médicos de dudosa credibilidad. Pinochet había guardado silencio y no pronunció palabra alguna defendiendo sus ideas y convicciones, o la necesidad de hacer todo lo que hizo. Pinochet no sólo había participado presuntamente ordenando la desaparición y el asesinato de miles de personas, sino que, también, se había enriquecido a costa de su país y había ocultado su fortuna bajo nombre falso como cualquier otro delincuente.

Como juez, cumplí con mi deber, y creo que es justo que se sepa que no fui el único. Hubo otros pedidos de extradición provenientes de Francia, Suiza y Bélgica. Ninguno de estos, como tampoco el de España, fueron atendidos por las apuntadas razones médicas, que demostré que eran falsas con siete informes médicos coincidentes.

Una vez en Chile, el relevo lo tomó el juez Juan Guzmán Tapia, quien consiguió que la Corte de Apelaciones de Santiago retirara la inmunidad parlamentaria de Pinochet, lo que llevó a que se acumularan las causas en Chile y en Argentina. El dictador de Chile fue sometido a proceso por el juez Guzmán por las víctimas de la Caravana de la Muerte, como encubridor por los 75 crímenes cometidos en 1973, y se decretó su arresto domiciliario. Finalmente, el 9 de julio de 2001 la Justicia chilena sobreseyó temporalmente el proceso contra el dictador mientras se viera afectado por demencia vascular. Una vez más, Pinochet se escabullía de la Justicia, incapaz de decir palabra alguna en defensa de su supuesto legado. Así se mantuvo hasta encontrar su muerte un día 10 de diciembre de 2006, curiosamente, Día Internacional de los Derechos Humanos.

Cuando se adopta una decisión judicial compleja, en general se está advertido de lo que puede ocurrir, pero cuando eres un juez sólo te concentras en lo que se debe hacer, sin preocuparte de cómo eso te pueda afectar. Así es como creo que se puede alcanzar la justicia. Por eso, ahora miro esta concatenación de hechos que viví en primera persona, y mi sensación es como si hubiese estado en un lugar tranquilo desde donde veía lo que ocurría a mi alrededor, consciente de lo que sucedía y podía llegar a suceder, como si hubiese estado inmerso en el ojo del huracán.

Baltasar Garzón Real, jurista español. Texto escrito para la edición chilena de Le Monde Diplomatique.

Punto uy

Preestrenado a fines de setiembre en el V Coloquio Estudios de Cine y Audiovisual Latinoamericano, y luego exhibido para todo público en la sala Goytiño del Sodre y en Cinemateca Uruguaya, el documental Himno trajo de regreso a la memoria montevideana los años del exilio chileno.

Dirigida por Martín Farías, esta película es el viaje alrededor del mundo, de Sudamérica a Japón, de las muchas versiones de la canción “El pueblo unido jamás será vencido”, de Quilapayún. Tantas veces cantada en los actos de solidaridad con Chile, algunas ocasiones recibió aportes de músicos uruguayos, como en ocasión de las Jornadas de Solidaridad con América Latina en Venecia, en los años 1970, cuando Quilapayún fue “completado” por integrantes de Camerata Punta del Este.

No es la única irrupción reciente en las pantallas de las consecuencias de la dictadura pinochetista. En estos momentos se puede ver en la plataforma Amazon Prime la serie Vencer o morir, recién estrenada. Se basa en la formación del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), brazo armado del Partido Comunista chileno. Sin la verosimilitud de otros abordajes sobre el FPMR, como el realizado por el dramaturgo Guillermo Caderón con la obra Escuela, esta serie acerca al “gran público” una lucha desigual que brindó al pueblo chileno una luz de esperanza en momentos en que la dictadura se presentaba como invencible. Sus ocho capítulos presentan la creación de la guerrilla, las primeras acciones de propaganda armada (con los célebres apagones originados en los atentados contra el tendido eléctrico), el reclutamiento de cuadros, la represión, y los planes para su acción más audaz: el fallido atentado contra Pinochet.