Desde los comienzos del siglo XXI, la Antártida suscita cada vez más interés, incluso, avidez. Uruguay, junto con otros 28 países, son “partes consultivas” del Tratado Antártico, siempre que realicen actividades sustanciales de investigación científica. Hay otros 28 que tienen estatus de observador, con voz pero sin voto.
Sólo un millar de seres humanos reside durante el invierno austral en la Antártida, un territorio de una superficie de 14 millones de kilómetros cuadrados, 21 veces la de Francia. El resto de la vida terrestre se limita a algunos líquenes y aves adaptadas al frío. Una capa de hielo recubre la mayor parte de la base rocosa de casi dos kilómetros de espesor en promedio y de más de cuatro kilómetros bajo cúpulas como la de Vostok, una base rusa en la que se ha registrado la temperatura más fría del mundo: -89 ºC. La capa de hielo se extiende hacia el mar en forma de plataformas de hielo que ocupan cuatro millones de kilómetros cuadrados y por un banco –la extensión del hielo en la superficie del océano– que superó en setiembre los 17 millones de kilómetros cuadrados, siete veces la superficie del mar Mediterráneo.
Si le agregamos los violentos vientos catabáticos casi permanentes,1 con picos registrados de más de 300 km/h y una aridez más dura que la del Sahara en algunas regiones, se entiende mejor por qué ese continente continúa lejos de las turbulencias del mundo habitado. Las crisis del océano situado alrededor del círculo polar antártico explican también el descubrimiento tardío de esas tierras, en el siglo XIX (ver cronología). Minerales e hidrocarburos no han podido jamás ser explotados a causa de su lejanía y de las condiciones climáticas. Las grandes potencias marítimas se contentaron con ejercer sus actividades predatorias sobre la importante vida marina y, en particular, sobre las ballenas, que casi desaparecieron durante la primera mitad del siglo XX.
Cuando el explorador británico Ernest Shackleton se aproximó al Polo Sur en 1908, la lógica imperialista llevó a Londres a reclamar las tierras descubiertas por sus ciudadanos, luego las de sus dominios neozelandeses en 1923, y de los australianos en 1933. Francia siguió el mismo razonamiento para la Tierra Adélie, en 1924, tanto como Noruega en 1939 y, más brevemente, la Alemania nazi, de 1939 a 1945 (ver mapa). Los vecinos Chile en 1940 y Argentina en 1942 también reclamaron poseer una “parte de la torta” extendiendo sus países hasta el Polo Sur, incluso si esto suponía superponerse a otras apropiaciones. Las dos grandes potencias de la era posterior a 1945, la Unión Soviética (URSS) y Estados Unidos, se reservaron el derecho de expresar sus opiniones territoriales, al tiempo que señalaban que estas reivindicaciones carecían de sentido en ausencia de un acuerdo permanente.
Un laboratorio único
Desde las primeras exploraciones, los científicos son los principales “habitantes”. La localización polar del continente y sus condiciones extremas hacen de la Antártida un laboratorio único para estudiar el globo y su atmósfera. En vísperas del año geofísico internacional –de julio de 1957 a diciembre de 1958– 12 países lanzaron una campaña de observación de la radiación solar. Instalaron unas 40 bases de investigación, por ejemplo, la de Dumont D’Urville, construida por Francia, la de Vostok, por la URSS, o la del Polo Sur, por Estados Unidos. Aprovechando esta exitosa colaboración, los 12 estados firmaron, el 1º de diciembre de 1959, en Washington, el Tratado Antártico, reconociendo en su preámbulo “que es de interés para la humanidad entera que ese continente sólo sea reservado a actividades pacíficas y jamás se convierta ni en el teatro ni en objeto de controversias internacionales”.
Para no ofender a nadie, las reivindicaciones territoriales no son ignoradas, sino, de conformidad con el artículo cuarto, congeladas “mientras dure el presente Tratado”. El artículo primero prohíbe, sobre todo al sur del paralelo 60º, “toda medida de carácter militar” (instalaciones, maniobras, pruebas de armas). La libertad científica se ve favorecida por modalidades concretas de intercambios de información, de personal, de publicación de resultados, pero también por la posibilidad de verificación con garantía de acceso a todas las regiones. Ese tratado que reserva un continente entero sólo para actividades pacíficas entró en vigencia el 23 de junio de 1961, poco después del ataque a la Bahía de Cochinos (Cuba) y un poco antes de la construcción del Muro de Berlín, dos episodios que marcaron la Guerra Fría.
En numerosos temas (sismología, radiación cósmica, biología marina, etcétera), la cooperación y las investigaciones in situ hacen avanzar el conocimiento, como la toma de conciencia de los estragos de la era industrial. En 1984, químicos británicos de la base Halley, situada sobre la plataforma de hielo de Brunt, revelaron la existencia de un “agujero” en la capa de ozono, cuya expansión amenaza, en primer lugar, a los habitantes de América del Sur y de Australia. Este descubrimiento condujo al Protocolo de Montreal y a la prohibición progresiva de los clorofluorocarbonos. En 1987, un equipo franco-soviético puso en evidencia la correlación entre la temperatura del globo y la concentración de gas carbónico en la atmósfera, tras las extracciones efectuadas en el hielo en Vostok. Esta importante contribución a la comprensión del calentamiento global arroja luz sobre la movilización internacional, hasta los Acuerdos de París, en 2015.
Cronología
Siglo VII. Las leyendas evocan el viaje de Uti-te-Rangiora. Los maoríes fueron los primeros en navegar por el océano Antártico.
1775. La expedición británica de James Cook llegó a las islas Sándwich del Sur y atravesó el Círculo Polar.
7 de febrero de 1821. El estadounidense John Davis probablemente desembarcó en el continente.
22 de enero de 1840. Por mandato de Luis Felipe I, rey de Francia, Jules Dumont d’Urville llegó a lo que llamó la Tierra Adélie y plantó una bandera sobre el peñón del desembarco, una de las islas Dumoulin.
1898. El belga Adrien de Gerlache, ayudado por Frederick Cook y Raold Admundsen, hizo la primera invernada.
1903. Jean-Baptiste Charcot cartografió la península antártica.
1908. Ernest Shackleton se aproximó a 180 kilómetros del Polo Sur. Reino Unido reivindicó una porción del territorio.
14 de diciembre de 1911. El noruego Roald Admundsen alcanzó el Polo Sur.
1928. El estadounidense Richard Byrd instaló la primera base en Little America, cerca de la barrera de Ross. Hizo numerosas exploraciones, en especial en avión, y llevó a cabo la primera invernada en solitario en 1934.
2 de diciembre de 1946. Firma de la Convención Internacional para la Regulación de la Caza de Ballenas.
1947. Paul-Émile Victor lanzó las primeras expediciones polares francesas en Tierra Adélie.
1950. Construcción de la base francesa de Port-Martin.
1956-1957. En vísperas del año geofísico internacional, una docena de países, entre ellos Francia, la URSS y Estados Unidos, instalaron bases para la investigación.
1º de diciembre de 1959. Firma, en Washington, del Tratado Antártico, que consagra todo el sur del paralelo 60º de latitud como un espacio pacífico y de investigación.
1º de junio de 1972. Adopción de la Convención de Londres para la Conservación de Focas antárticas, prohibiendo su caza a partir de 1978.
28 de junio de 1974. La revista Nature publicó un artículo de los químicos Mario Molina y Frank Sherwood Rowland demostrando que los clorofluorocarbonos reducen el ozono en la estratósfera.
20 de mayo de 1980. Firma de la Convención de Canberra que creó la Convención para la Conservación de los Recursos Marinos Antárticos, que comenzó a trabajar en 1982.
16 de mayo de 1985. Joe Farman y dos compañeros del British Antarctic Survey alertaron en Nature acerca de la existencia de un “agujero” en la capa de ozono sobre la Antártida. Comienzo de las negociaciones internacionales para la prohibición de los clorofluorocarbonos.
1º de octubre de 1987. Un equipo franco-soviético constituido por Claude Lorius, Jean Jouzel y Dominique Raynaud publicó tres artículos en Nature que establecían una correlación entre la variación de la temperatura y la concentración de gas carbónico en la atmósfera. Las extracciones de hielo efectuadas en Vostok permiten remontarse 160.000 años atrás.
1988. Creación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático.
2 de junio de 1988. Adopción de la Convención de Wellington, que reglamenta las actividades relativas a los recursos minerales de la Antártida. No fue ratificada.
4 de octubre de 1991. Adopción del Protocolo de Madrid, relativo a la protección del medioambiente y a la prohibición de la explotación de recursos minerales.
2000. Francia e Italia construyeron la base Concordia, a 3.233 metros de altura, cuyas perforaciones permitieron obtener datos de 800.000 años atrás.
2009. Clasificación del área marítima protegida de las islas Orcadas del Sur.
2016. Clasificación del área marítima protegida del mar de Ross.
Octubre de 2023. Fracaso de la Comisión para la Convención para la Conservación de los Recursos Marinos Antárticos, que se proponía la creación de tres nuevas áreas marítimas protegidas.
Protección ejemplar
Desde su llegada a la región, los seres humanos no han dejado de destruir el medioambiente, en especial aportando especies invasivas (gatos, ratas, ratones y conejos) que perjudican a los albatros o a los petreles endémicos de las islas. Las capturas en el océano Antártico superaron con rapidez la capacidad reproductora de las ballenas y, luego, de las focas. Hoy, el agotamiento de los metales y de las fuentes de energía fósil, así como los progresos tecnológicos, vuelven atractiva su explotación, por otro lado, riesgosa. Las últimas misiones rusas habrían descubierto reservas de hidrocarburos equivalentes a diez veces las del mar del Norte.
El aumento de esas amenazas condujo a la intensificación de las protecciones a través de diversas convenciones. Ellas forman, con el Tratado Antártico, un sistema jurídico internacional amplio. Después de la caza de ballenas reglamentada desde 1946 por cuotas cada vez más restrictivas, la de las focas está prohibida desde 1978. La Convención para la Conservación de los Recursos Marinos Antárticos, adoptada en 1980, pretende evitar “la disminución del volumen de la población explotada por debajo del nivel necesario para el mantenimiento de su estabilidad”. Desde 1982, una comisión con sede en Hobart administra los recursos con un enfoque de protección del ecosistema, que toma en cuenta los efectos potenciales de cualquier extracción sobre el conjunto de los seres vivos.
Firmada en 1988, la Convención de Wellington pretendía reglamentar –por lo tanto, autorizar– la exploración y la explotación de los recursos minerales de la Antártida. Pero, poco después de la marea negra provocada por la Exxon Valdez en marzo de 1989 sobre las costas de Alaska, diversas organizaciones no gubernamentales se movilizaron para denunciar el peligro de tales actividades en la zona polar. Los primeros ministros de Francia y Australia, Michel Rocard y Robert Hawke, bloquearon entonces la ratificación de esta convención, entablando una negociación para paliar la ausencia de un marco legal concerniente a los recursos minerales.
Estos esfuerzos desembocaron en el Protocolo sobre la Protección del Medio Ambiente firmado en Madrid en octubre de 1991 y puesto en vigencia en 1998. El texto prohíbe “toda actividad relativa a los recursos minerales, excepto la investigación científica”. Refuerza de manera considerable el tratado de 1959 consagrando a la Antártida “reserva natural, dedicada a la paz y a la ciencia”, y creando un comité para la protección del medioambiente. El impacto de todos los proyectos debe ser evaluado de forma previa. Los anexos del Protocolo prevén diversas modalidades para los desechos, la contaminación o las eventuales medidas de urgencia. También organizan la creación de zonas antárticas especialmente protegidas (ZAEP), que están sujetas a permisos y a un plan de gestión, y de zonas antárticas especialmente administradas (ZAEA) para asegurar la reducción de los impactos en las regiones de actividades. Las leyes deben reforzar este dispositivo. En su artículo L 713-5, el Código de Medio Ambiente francés sanciona, por ejemplo, con dos años de prisión “el hecho de realizar en la Antártida una actividad de prospección o de explotación de recursos minerales, a excepción de las actividades desarrolladas por las necesidades de la investigación científica, en los términos de la autorización librada a tal efecto”.
La Comisión de Hobart ha permitido crear dos áreas marinas protegidas (AMP), en las islas Orcadas del Sur en 2009 y en la región del mar de Ross en 2016. Pero desde entonces la cooperación se estancó en un contexto de tensiones internacionales. En 2022 y 2023, Rusia y China han bloqueado la creación de tres nuevas AMP, sobre la cara oeste de la península, en el mar de Weddell y en la Antártida oriental.
Si las sospechas de mala fe pueden minar la confianza entre las partes, los 57 firmantes del tratado han reafirmado en 2021 “su compromiso firme e incondicional” a favor de sus objetivos. En el banquillo, Moscú reafirmó su dogma, el 31 de marzo de 2023: “Rusia desea preservar la Antártida en tanto espacio desmilitarizado de paz, de estabilidad y de cooperación igualitaria en derechos, mantener la estabilidad medioambiental y ampliar su presencia en la región”.
Al contrario de una idea difundida que alimenta numerosas especulaciones en la prensa, el tratado no expira en 2048. Evidentemente, el levantamiento de la prohibición de la explotación de los recursos minerales sigue siendo posible, pero muy improbable. Un estado que deseara modificar el Protocolo de Madrid debería o bien obtener la unanimidad de las partes consultivas hoy, o bien esperar a 2048 por la aprobación de al menos las tres cuartas partes de los 26 países que eran “partes consultivas” en 1991.
Creando una suerte de comunidad entre los países interesados por el continente, el sistema jurídico del Tratado Antártico continúa siendo ejemplar en materia de cooperación internacional. Podría inspirar la gobernabilidad de otras regiones, incluso del espacio. Sus límites conservan un carácter más bien no vinculante de los compromisos, remitiendo las sanciones a las legislaciones nacionales. Si la codicia por los recursos naturales todavía hace posible su desmantelamiento, una evolución lógica y esperable conduciría a la creación de una reserva mundial administrada por la Organización de las Naciones Unidas.
Philippe Descamps, de la redacción de Le Monde diplomatique (París). Traducción: María Eugenia Villalonga.
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Un viento catabático es un viento que cae en picada desde una zona elevada de la atmósfera hacia una zona más baja, llevando aire que trae una mayor densidad que la del que reemplaza. ↩