Más hogares inquilinos, mayor porcentaje del salario destinado al alquiler, más inequidad habitacional... El mercado inmobiliario argentino refleja el aumento de la desigualdad y la pobreza que las políticas desreguladoras del presidente Javier Milei agravan.

“¿Para qué pagás el alquiler si vivís en el trabajo?”, dispara un afiche de @casadebalneario. El colectivo de artistas uruguayos pone el dedo en la doble llaga del sobreempleo y la subhabitación que atraviesa a casi todas las ciudades medianas o grandes del mundo. Y Argentina no se queda atrás.

En 2002, de acuerdo con las mediciones del Instituto Nacional de Estadística y Censos, la pobreza y la desocupación argentinas llegaron al 66 y 22 por ciento, respectivamente, niveles por completo novedosos desde la industrialización temprana del país. La paz inflacionaria que trajo la convertibilidad de los años noventa se cobró, al cabo de una década, gran parte de la “excepcionalidad argentina”: la desigualdad entre los que “ganaron” y los que “perdieron” era un escándalo político en una sociedad que parecía ya haberlo visto todo. Sin embargo, y a contrapelo de lo que se podría esperar, el censo de 2001 mostró una mayor proporción de hogares propietarios y una menor de inquilinos. Dos décadas después, en 2022, la recuperación de la crisis ya había quedado lejos, la pobreza no había vuelto a alcanzar los niveles de principio de siglo (37 por ciento) y el desempleo se había estabilizado en un dígito (siete por ciento). Pero en esta ocasión el censo mostró que la proporción de hogares que vivían en casas propias había detenido su crecimiento o incluso había bajado. Tras estos veinte años, en todas las provincias aumentó la proporción de hogares inquilinos (en más de la mitad se duplicó su peso relativo). En términos absolutos, la cantidad de hogares inquilinos creció entre tres y cinco veces. Al mismo tiempo, en por lo menos otras 15 provincias cayó no sólo la proporción, sino incluso la cantidad de hogares propietarios ¿Cómo se vincula pobreza y desempleo con tenencia de la vivienda? ¿Qué implica ser inquilino y ser propietario hoy? ¿Qué trae la nueva desregulación de Javier Milei?

Los dueños de casa

En Argentina, la vivienda como política de Estado siempre estuvo articulada en torno a la propiedad privada. A diferencia de lo que sucedió con la educación o la salud, ningún gobierno consideró con seriedad otra forma de garantía del derecho al hábitat que no adoptara esta modalidad. Para comprender los vaivenes de la accesibilidad a la vivienda, es necesario entender los entrelazamientos de por lo menos tres mercados: el inmobiliario, el financiero y el laboral.

Desde mediados del siglo XX, la casa propia era un sueño que la mayoría lograba cumplir. El acceso a la propiedad habitacional era promovido desde el Estado y desde el mercado: a la par de un modelo económico desarrollista que expandió el acceso a la educación superior y en el que floreció la clase media, los sucesivos gobiernos construyeron, financiaron y subsidiaron la vivienda en propiedad. La producción de vivienda era parte de la estrategia para sostener el nivel de actividad en un país en expansión. Todo esto sucedía mientras –y en parte gracias a que– el alquiler residencial estaba regulado, con medidas que iban desde la retracción o congelamiento de precios hasta la creación de instituciones y mecanismos para desalentar la ociosidad de la vivienda.

Pero con la llegada de la última dictadura (1976-1983) y el establecimiento de las primeras políticas neoliberales, ese esquema se deshizo. Por un lado, la apertura comercial, la política monetaria y la intervención a los sindicatos, entre otras medidas, llevaron a una reducción del empleo industrial y a una caída de los salarios reales. Por el otro, se desregularon los alquileres y se dolarizó la venta de viviendas (aunque esta última no fue una política de gobierno, fue posibilitada por la flexibilización financiera que facilitó el acceso al dólar). A su vez, aunque la inflación era un fenómeno conocido, después del Rodrigazo de junio de 1975,1 adquirió una dinámica más intensa, que en los años ochenta alcanzó incluso niveles hiperinflacionarios. Ante el peligro de la pérdida de valor de los ahorros, el dólar y los ladrillos se dieron refugio mutuamente.

La del noventa fue una década de paradojas. A la par del aumento de la pobreza por ingresos, la informalidad y la suba del desempleo, mejoró la distribución de la propiedad de la vivienda y el crédito hipotecario (ahora canalizado por instituciones privadas). La edad, que hasta los setenta no parecía determinar el régimen de tenencia, se consolidó como un factor explicativo. Para los más jóvenes, ya no quedaba ni la promoción estatal ni el mercado de trabajo que en otro momento habían alentado el casapropismo. Para los más viejos, en cambio, la estabilidad macroeconómica, el acceso al crédito y los precios por debajo de los que conocimos después de 2002 aún permitían la compra de vivienda.

En 2001, luego del corralito y el estallido de la convertibilidad, los pequeños y medianos ahorristas que consiguieron sacar su dinero huyeron del sistema financiero y aprovecharon la fuerte devaluación del peso –y la consiguiente caída de los costos en dólares– para invertir en vivienda. En efecto, los veinte años que han transcurrido desde la crisis de 2001 combinaron una contracción de los hogares propietarios con una fuerte expansión constructiva. Sólo en la Ciudad de Buenos Aires, el boom inmobiliario aportó más de 200.000 viviendas nuevas. Aumentaron las unidades a estrenar y el precio del metro cuadrado, así que quienes llegaron primero –y con dólares en la mano– vieron en pocos años multiplicar el valor de su patrimonio. Es decir, hay menos dueños, pero más viviendas y más caras. Y si tiene cola y ladra, es perro: lo que hay, en realidad, es concentración de la riqueza.

Pobres los que alquilan

La vivienda, además de satisfacer necesidades básicas, es parte del patrimonio de quien la posee. Es decir, representa un stock de riqueza que puede ser acumulado o movilizado en diferentes circunstancias. Sin embargo, a diferencia de otros posibles activos, tiene una función central en la reproducción cotidiana que afecta el flujo de dinero de los hogares, ya sea como dinero gastado (en el pago del alquiler), invertido (en el repago de un crédito hipotecario), ahorrado (en el caso de los propietarios que no gastan ni adeudan pagos) o cobrado (con el alquiler que otro paga). Como han demostrado las pocas investigaciones al respecto, en los años noventa, bajo una economía parcialmente recesiva, con aumento del desempleo y la caída del salario real, la propiedad de la vivienda contuvo la expansión de la desigualdad. En este sentido, la propiedad de la vivienda ha sido no sólo un reaseguro de ahorros, sino también un componente central a la hora de “surfear” las crisis económicas. Y esto es clave para comprender qué implica ser inquilino hoy.

Aunque durante el kirchnerismo (2003-2015 y 2019-2023) la recuperación del empleo y los ingresos fue notoria, no se tradujo en el acceso a la vivienda en propiedad. Nunca se logró sostener una articulación virtuosa entre el mercado inmobiliario, el laboral y el financiero. Sin oferta crediticia, los hogares dependieron de su capacidad de ahorro para comprar o construir, a la vez condicionados por la necesidad de pagar un alquiler. En un primer momento, a pesar de la estabilidad cambiaria, el aumento de los precios inmobiliarios superó con creces la recomposición de las economías familiares. Y más tarde, con el inicio del cepo y la emergencia del dólar “blue” [como se conoce el valor de esa moneda en el mercado paralelo argentino], la brecha entre el peso y el dólar ganó protagonismo para explicar la imposibilidad de adquirir metros cuadrados.

La excepción en este período fue el plan Pro.Cre.Ar, lanzado por el kirchnerismo en 2012-2015, que buscó reeditar el espíritu de las experiencias de antaño al ofrecer créditos a tasa subsidiada para la construcción en terrenos propios, y que tuvo un impacto significativo en las ciudades pequeñas y medianas, donde disparó los precios de los terrenos, pero fue casi nulo su efecto en grandes ciudades. La otra excepción, ya durante el macrismo, fueron los créditos UVA, lanzados a principios de 2017. Sin embargo, la aceleración inflacionaria de 2018 y 2019 los volvió muy poco atractivos.

En este contexto, el mercado de alquileres se volvió la única alternativa para los hogares no propietarios. Alquilar es algo cada vez más frecuente y más duradero. A diferencia de lo que sucedía en el siglo pasado, donde muchos hogares inquilinos pudieron comprar, ahora son las personas nacidas en hogares propietarios quienes pasan a alquilar, y cada vez más las familias que acumulan generaciones alquilando. En paralelo, la extensión de la esperanza de vida probablemente haya retrasado los procesos hereditarios.

La polarización patrimonial que implica la concentración de la vivienda, por un lado, y la inquilinización, por el otro, puede leerse como una brecha temporal. Los que llegan antes al patrimonio, antes dejan de pagar alquiler y antes pueden ahorrar para continuar ese proceso de patrimonialización. Las consecuencias de este proceso se apilan intergeneracionalmente. Los hijos de propietarios que acceden a una propiedad temprana luego heredarán la de sus padres. Los hijos de inquilinos es probable que sean inquilinos ellos mismos –y si sus padres no tienen una buena jubilación, quizás hasta tengan que aportar para el alquiler–. Esto afecta incluso la participación en el mercado de alquileres: ¿de dónde, por ejemplo, quienes son segunda generación de inquilinos sacan garantes propietarios que sean familiares directos, como piden las inmobiliarias? Mientras tanto, los hijos –o sobrinos– de padres propietarios, cuando necesitan alquilar, tienen más chances de encontrar garante en las redes familiares.

Entonces, tal como advierten los gurúes financieros, ¿es el casapropismo una “cuestión cultural”, propia de inversores aversos al riesgo? Sí y no. Es cierto que la vivienda en propiedad está enlazada, de manera clara, a aspiraciones de movilidad social para los no propietarios, y que es una opción de inversión “no sofisticada” dentro del repertorio popular, aunque “poco rentable” y de difícil liquidez. Sin embargo, la experiencia histórica también indica que la vivienda es uno de los activos más protegidos por el Estado (en comparación con activos financieros o incluso con su propia moneda). Además, ante las inclemencias económicas como las que producen el desempleo o la inflación, la vivienda en propiedad permite proteger también la vida cotidiana. Para otras necesidades básicas, como la comida, hay una variedad de bienes y de precios que pueden satisfacerlas. Para otros servicios, como la salud o la educación, hay alternativas públicas (por ahora). Pero tal como se encuentra hoy regulada la vivienda, el modo en que el Estado la controla y el mercado la habilita, la única tenencia segura es la propiedad privada.

Desregulación y desesperación

Para una parte significativa de los hogares inquilinos, en estos últimos años el tema se volvió una fuente de angustias. Es cierto que, a diferencia de lo que sucedió entre 2020 y 2023, desde que asumió Milei el precio del alquiler ofertado no subió tendencialmente por encima de la inflación. Pero para quienes ya se encuentran cursando un contrato la incertidumbre macroeconómica se trasladó a los alquileres indexados, sin certeza sobre aumentos de salarios, muchos de ellos informales. Esto se sumó al descongelamiento de las tarifas y otros gastos fijos que fragilizaron la situación financiera de quienes rentan el lugar en el que viven.

De acuerdo con los datos de la Encuesta de Situación de los Hogares Inquilinos en el Área Metropolitana de Buenos Aires,2 en mayo de 2024 sólo el 30 por ciento de los hogares inquilinos de esa región contaba con contratos por tres años (70 por ciento había pactado el alquiler antes del decreto que desreguló el mercado). Asimismo, los aumentos pasaron a ser predominantemente trimestrales o cuatrimestrales (46 por ciento de los que arreglaron después del decreto contra 26 por ciento de los hogares que lo hicieron antes) y casi desaparecieron los anuales (siete por ciento contra 26 por ciento); en general, se dispersaron las condiciones bajo las que se firman los alquileres. Es decir que, con una mayor liberalización, se acortaron los contratos y se incrementó la frecuencia con que suben los precios, a la vez que se reportan requisitos y costos de ingreso muchas veces descabellados. Para los inquilinos, sólo se puede perder, entre la alternativa de renovar un alquiler por las nubes o endeudarse y mudarse.

En comparación con el relevamiento de 2022, la incidencia del alquiler sobre los ingresos en 2024 se polarizó: se agrandó la proporción de hogares que destinan menos de un cuarto de sus ingresos a alquilar (que pasó del 11 al 21 por ciento), pero también la de aquellos que destinan más de la mitad (que pasó del 32 al 38 por ciento). A su vez, el 90 por ciento de aquellos hogares que destinan más de la mitad de sus ingresos al alquiler están por debajo de la línea de pobreza. Esto tiene un correlato en las condiciones habitacionales, ya que mientras sólo el siete por ciento de los hogares inquilinos no pobres está hacinado, ese porcentaje asciende al 55 por ciento en el caso de los que están por debajo de la línea de pobreza.

La forma en la que entendemos la desigualdad suele estar atravesada por concepciones clásicas sobre la posición que ocupamos en el mercado de trabajo. Antes, las incertidumbres parecían más o menos contenidas en el mundo laboral: decir de qué se trabajaba hablaba bastante sobre cómo se vivía, cuánto se ganaba y qué se podía esperar. Empleadores y empleados, sector público o privado, industria o servicios eran categorías que organizaban nuestras expectativas respecto de la estructura social. Hoy, en cambio, dos hogares con ingresos y participación similares en el mercado de trabajo pueden estar en situaciones completamente distintas, tanto en lo que refiere a sus perspectivas de acumulación patrimonial como de gastos cotidianos. Si ganan lo mismo, pero en uno deben destinar un 30 o 40 por ciento de los ingresos a pagar el alquiler, obviamente no pueden consumir lo mismo.

Desde la crisis de 2001 a la actualidad, el desempleo se ha vuelto un lujo de propietarios, mientras que para los inquilinos queda la precariedad. Los hogares dependen cada vez más de su capacidad de responder monetariamente por bienes y servicios básicos. Esto se traduce en trabajadores pobres con pluriempleo y jornadas agotadoras que apenas alcanzan para sostener el techo. Y lo que antes era percibido como un problema transitorio y propio de las juventudes urbanas hoy se generaliza, atraviesa todos los estratos de ingresos y se verifica en todas las provincias. Esos veinte años no fueron en vano: los jóvenes ya tuvieron hijos y los trabajadores activos se jubilaron, pero siguen alquilando.

El alquiler extenúa a los inquilinos, que empeoran sus condiciones de vida con cada mudanza. Ponen en suspenso los proyectos personales, lo que en muchos casos implica volver a vivir con la familia de origen. Ya no sueñan con poder comprar, sino con poder seguir alquilando. La propiedad de la vivienda fractura la pirámide social de modo transversal y el peso de la herencia desmiente cualquier pretensión meritocrática. La desregulación impulsada por Milei acelera este proceso. Abundan en el mundo ejemplos en los que la construcción y el crédito indiscriminado empeoraron la situación antes que aliviarla. Pero en Argentina las viviendas, cada vez más pequeñas, alejadas y superpobladas, se ofrecen como destino para el blanqueo: deben ser rentables antes que vivibles. El alquiler puede ser una forma de tenencia segura y digna, pero para eso urge responder cómo entendemos la relación entre el derecho a la vivienda y el derecho a la renta, los límites de la concentración inmobiliaria, qué mercado tenemos y cuál queremos y –por qué no– la posibilidad de la coexistencia con alternativas no mercantiles.

María Florencia Labiano, es socióloga, doctoranda en la Eidaes, Universidad de San Martín.


  1. NdR: Plan de ajuste de Celestino Rodrigo, ministro de Economía de María Estela Martínez de Perón, anunciado el 4 de junio de 1975 y que disparó la inflación al 182 por ciento; originó grandes movilizaciones sociales y motivó la renuncia del ministro. 

  2. La encuesta fue realizada por Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia, el Centro de Estudios Legales y Sociales, el Centro de Estudios Urbanos y Regionales, la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales (Eidaes) y el Instituto de Geografía de la Universidad de Buenos Aires.