El presidente saliente de Estados Unidos, Joe Biden, llevó adelante una importante política laborista que fortaleció a los sindicatos y les devolvió derechos a los trabajadores. El discurso obrerista del aspirante republicano Donald Trump, por su parte, es una mera alegoría retórica, como lo confirman sus años de gestión y su confesa postura antihuelguista.
El lugar central que ocupó la figura del trabajador en los discursos políticos estadounidenses distinguió esta campaña presidencial que llegó a puerto el martes 5 de noviembre. En el transcurso de los últimos 50 años, uno de los principales logros de la ideología neoliberal consistió en eclipsar esta figura socioeconómica del imaginario político estadounidense. La reemplazaron otros dos actores, ahora fácilmente identificables: el consumidor y el contribuyente, que son la referencia obligada cuando se trata de definir los contornos del debate público, así como el tenor de las políticas sociales. Uno y otro ganaron incluso en envergadura a medida que retrocedían tanto la presencia simbólica como los derechos económicos de la clase obrera.1
En paralelo al desbaratamiento metódico de la protección del trabajador, que se tradujo en un estancamiento de los salarios, la recurrencia creciente a la mano de obra “ocasional”, una reducción de las prestaciones ofrecidas por los empleadores y un debilitamiento del derecho a huelga, se hizo habitual en Estados Unidos apreciar el progreso económico global desde la perspectiva de la inflación de los derechos del consumidor (el derecho de elegir, de obtener un crédito, de comprar a cualquier hora, de recibir las compras en la puerta de casa, etcétera). El contribuyente, por su parte, es invocado con asiduidad para justificar la contracción de las ayudas sociales y el rechazo sistemático de todo gasto público cuyo objeto no sea favorecer la “inversión”, es decir, las ganancias privadas. Las administraciones demócratas de James Carter, William Clinton y Barack Obama alentaron este deslizamiento retórico con un celo no menor que el de las presidencias de los republicanos Ronald Reagan y George Bush padre e hijo.
Punto de inflexión
Sin embargo, la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca marcó una ruptura que dio el tono a la campaña 2024. Haciendo saber desde el comienzo de su mandato que los trabajadores y la defensa de sus derechos sindicales constituirían para él una prioridad, el presidente saliente volvió a poner a la clase obrera en primer plano. La nueva inflexión se manifestó de un modo que no podía ser más claro en el otoño boreal de 2023, durante la huelga de seis semanas que organizó el principal sindicato de trabajadores de la industria del automóvil, la United Auto Workers (UAW). El objetivo del movimiento era volver sobre las numerosas concesiones acordadas durante estos últimos 20 años a los “Big Three” –los tres grandes fabricantes del país: General Motors, Ford y Stellantis, que surgió de la fusión entre Fiat, Chrysler y Peugeot‒, responsables de una baja salarial y del deterioro de las condiciones de trabajo. Alrededor de seis meses antes, los obreros del sector habían elegido a la cabeza de su sindicato a Shawn Fain, un electricista calificado de 54 años, hijo y nieto de trabajadores de la industria del automóvil, en reemplazo de la dirección sumisa y corrupta que había estado en el origen de todas estas pérdidas. Particularmente belicoso, el nuevo líder dejó primero que nada en claro que su intención era intensificar la lucha a fin de recuperar las ventajas perdidas.
Las negociaciones alrededor de la renovación de las convenciones colectivas se abrieron en un contexto floreciente para las empresas del rubro del automóvil, que reportaban ganancias en una fuerte alza. Su nueva promesa: las baterías para los vehículos eléctricos, con seis fábricas en construcción repartidas entre los tres fabricantes. El 15 de setiembre de 2023, frente al estancamiento de las conversaciones con la patronal, la UAW pasó a la acción, marcando el fin de un período de relativa calma sindical. Más que apelar a huelgas simultáneas a nivel nacional, la organización optó por una huelga rotativa: se decretaron paros selectivos en fábricas y depósitos de piezas de armado a lo largo y ancho de todo el país, incluida la zona donde se ensamblaban los modelos más rentables. Esta forma de huelga tiene la ventaja de limitar las pérdidas salariales, ya que los trabajadores se turnan para parar el trabajo, al tiempo que perturba profundamente la cadena de producción. En un primer momento, como la UAW anunciaba una semana de antemano la localización de los lugares afectados, los Big Three encontraron un modo de bloquear la medida despidiendo de forma preventiva a miles de empleados de otras instalaciones que correrían el riesgo de ser afectados por un contragolpe. El sindicato decidió entonces, en represalia, no dar más preavisos, impidiendo así toda planificación de la producción. En el momento más álgido de la movilización, se contabilizaron 45.000 huelguistas sobre los aproximadamente 150.000 obreros de la filial.
Apenas dos semanas después del inicio del movimiento, el presidente Biden mostró su apoyo a los trabajadores de la fábrica General Motors de Belleville, en Michigan. Fue recibido por Fain, orgulloso de subrayar el carácter inédito de la visita ‒nunca antes un presidente en ejercicio había ido al piquete de huelga‒. Al día siguiente, Donald Trump intentó contraatacar yendo a hablar frente a los empleados (no huelguistas y no sindicalizados) de un subcontratista de piezas de armado a menos de 100 kilómetros de ahí. Sin abordar ninguno de los problemas que habían provocado el descontento, se conformó con criticar el entusiasmo de Biden por los vehículos eléctricos, agregando que la UAW tenía que unirse a su propia candidatura. Un llamado ante el cual Fain permaneció sordo: “No veo el interés de encontrarme con él, porque pienso que a este hombre le importa un rábano aquello por lo que luchamos, aquello por lo que la clase obrera lucha. Está al servicio de los millonarios, precisamente lo que no va más en este país”.2
Los trabajadores salieron ganadores con amplitud en esta huelga histórica. En efecto, los acuerdos firmados con los fabricantes prevén un aumento salarial de 25 por ciento a lo largo de cuatro años, un aumento de las pensiones de la jubilación, un restablecimiento de las medidas periódicas de ajuste al costo de vida que se habían suprimido durante la pandemia y, por último, el abandono del sistema agraviante de las grillas salariales de doble valencia, que permitía a las empresas contratar nuevos empleados con un salario más bajo que el de los empleados más viejos. Según los acuerdos, las remuneraciones del segmento inferior verían hasta un 160 por ciento de aumento. La victoria se siguió emulando no sólo entre los obreros sindicalizados sino también de una punta a la otra del vasto sector industrial privado donde la mano de obra no goza de ninguna representación.
La mayoría de los observadores coinciden en decir que Biden, en cerca de cuatro años de mandato, hizo por los trabajadores estadounidenses más que cualquier otro presidente desde Franklin Delano Roosevelt.3 Su infancia modesta en Scranton, ciudad industrial de Pensilvania, en una familia católica irlandesa, con un padre que tenía una pequeña empresa y que padeció la movilidad social descendente, puede explicar el lugar, al menos sentimental, que siempre tuvieron dentro de su visión política las preocupaciones de la clase obrera. Pero el elemento biográfico no agota la cuestión. En 2016, la elección de Trump confirmó que el voto obrero ya no era algo que se diera por sentado para los demócratas. Cuando Biden se lanzó a la carrera presidencial en 2020, se impuso la necesidad de restaurar este vínculo tradicional.
Bidenomics
Ahora bien, la tarea era ardua. Empecinado en definir su electorado en términos de identidad, y entonces poner de relieve las experiencias ya contrastadas de inclusión o exclusión de los diferentes grupos, el Partido Demócrata dio la espalda, en términos ideológicos, al concepto de solidaridad de clase y a las formas específicas de resquemor que este implica (salvo durante el breve momento de gloria de [la precandidatura de] Bernie Sanders). Por otra parte, hizo suyo el consenso económico neoliberal que ve en las “fuerzas del mercado” árbitros perfectamente legítimos del valor y del cálculo moral. Por último, tuvo que enfrentar a un Partido Republicano metamorfoseado que, al mismo tiempo que se proponía arrasar con los fundamentos mismos del proceso democrático y el ceremonial político, pretendía proteger al trabajador estadounidense de la “carnicería” provocada por el libre mercado y la globalización.
Ya electo presidente, Biden tomó el toro por las astas y, en apenas algo más de tres años, logró volver a poner a la mano de obra y a los sindicatos en el centro de la economía. Las fuerzas contrarias eran poderosas, tanto en Wall Street, que se inclinaba de manera tradicional hacia el lado opuesto, como en el Senado, donde los demócratas sólo disponían de una muy pequeña mayoría, y en la Cámara de Representantes, donde los republicanos dominaban y la extrema derecha buscaba de forma abierta sabotear el trabajo gubernamental, o incluso en la Corte Suprema, sumamente servil de los círculos empresariales. Pero gracias a una sabia dosificación de la presión política en un contexto de emergencia inédita creado por la pandemia, la administración Biden logró impulsar una suerte de “estrategia de shock a la inversa” y hacer adoptar un ambicioso plan de gastos.
Aproximadamente la mitad de esos cerca de 3,5 billones de dólares financió desgravaciones fiscales destinadas a compensar el impacto negativo de la covid, mientras que un billón debería destinarse a lo largo de diez años a volver a poner en estado las infraestructuras del transporte nacional (rutas, puentes, vías férreas para la circulación de pasajeros y mercancías, aeropuertos y redes de transporte comunes). Los fondos públicos sirvieron también para sostener proyectos de desarrollo de energías verdes, para aumentar las subvenciones federales, para reducir el costo de las coberturas en salud y para lanzar un programa de negociaciones con los laboratorios farmacéuticos a fin de hacer bajar el precio de ciertos medicamentos prescriptos a los beneficiarios de Medicare (la obra social de los jubilados). Y a eso se agregó un presupuesto de varios cientos de billones de dólares que tenía que permitir atraer a inversores privados y crear, casi en su totalidad, una industria estadounidense de chips electrónicos, con el objetivo de garantizar, hacia 2030, un quinto de la producción mundial de esos componentes sofisticados.
La ráfaga de inversiones apuntaba, entre otras cosas, a rehacer y renovar el sector manufacturero en las regiones donde estaba declinando o era inexistente. La desindustrialización de amplias zonas del territorio, combinada con décadas de antisindicalismo encarnizado de parte de la patronal, tuvo como efecto cavar una fosa entre las organizaciones sindicales y los bastiones tradicionales de la clase obrera. En simultáneo, esta se desacopló del Partido Demócrata, incluidas las áreas en donde estaba vinculada por todo tipo de lazos políticos, culturales e institucionales a escala local.4 Así, las “Bidenomics” (neologismo para Biden y economics) constituyeron un conjunto de políticas industriales dirigidas a aquellos olvidados por la prosperidad ‒ciudadanos cada vez menos inclinados a votar demócratas y que podrían, sobre todo, mostrarse cada vez más receptivos a los llamados a rechazar la democracia misma‒.5
Por lo demás, hubo medidas que apuntaron de modo específico a facilitar la implantación de sindicatos, en particular la que excluye de los contratos federales a las empresas acusadas de actividades antisindicales (que son moneda corriente en Estados Unidos).6 En un sistema en el cual las negociaciones colectivas y el diálogo social siguen siendo descentralizados al extremo (y conflictivos), sólo un décimo de la mano de obra está sindicalizada –siete por ciento en el sector privado, 35 por ciento en el sector público–,7 mientras que muchas ventajas básicas sólo benefician a los asalariados de las empresas dotadas de representación sindical.
Por otra parte, personalidades conocidas por su compromiso en favor de los trabajadores integraron las filas de la Junta Nacional de Relaciones Laborales (NLRB, todas las siglas corresponden al nombre en inglés), la agencia federal que se ocupa de controlar la aplicación de la legislación laboral y las buenas prácticas en materia de negociaciones colectivas –un campo en el cual, todavía hoy, las infracciones son mayoritarias–. Biden también puso a la cabeza de la Comisión Federal de Comercio (FTC) a Lina Khan, una joven jurista que no da cuartel contra las fusiones industriales, en particular en el sector tecnológico.
Falso obrerismo republicano
Con un “laborismo” inspirado en el ala izquierda del campo demócrata, a contramano del clintonismo neoliberal, Biden preparó a los suyos para librar la feroz batalla electoral en curso, una batalla muy diferente de las precedentes, porque el Partido Republicano de otras épocas se convirtió en el partido de Trump. Al candidato republicano le gusta proclamar que “ningún presidente fue tan bueno como él con los trabajadores”. Trump y su compañero de lista James David (“J. D.”) Vance ‒un antiguo inversor de capitales de riesgo de Silicon Valley, autor de Hillbilly, una elegía rural, bestseller en el que cuenta su infancia pobre en los Apalaches‒8 se posicionan como los salvadores de Estados Unidos, como los que correrán al auxilio de sus compatriotas oprimidos por toda una serie de “malvados y horribles” personajes, sea que los llamen inmigrantes, demócratas, expertos, académicos, izquierdistas, progresistas y comunistas. Para ellos, la figura del trabajador no remite a una fuerza social tangible que se puede defender o movilizar; es una alegoría retórica que se usa para enmascarar designios políticos que, si se desplegaran a la luz del día, parecerían odiosos.
Durante su presidencia, Trump no hizo prácticamente nada para mejorar la situación material de los estadounidenses, a fortiori aquella de los más humildes. Salvo por una renegociación bastante anecdótica del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), su administración ofreció generosos regalos fiscales a las empresas y a los más afortunados, y se esforzó, por diversos medios, por socavar el poder de los sindicatos. El NLRB, mientras se dedicaba a erosionar el derecho a huelga, autorizó así a los empleadores a recurrir de manera abusiva a la clasificación de “trabajador independiente” ‒una categoría que no implica el derecho a sindicalizarse‒, pero también a despedir a asalariados en razón de sus actividades sindicales (aunque no haya sido el motivo oficial que se enunció). En agosto último, en ocasión de una entrevista con Elon Musk difundida en X, el candidato republicano reveló el trasfondo de su pensamiento sobre el derecho a huelga. Mientras que su interlocutor se decía listo para dirigir una comisión sobre la eficacia del gobierno dentro de su futura administración, Trump se deshizo en elogios sobre la firmeza del dueño de Tesla y SpaceX respecto de sus empleados: “Lo adoro. Usted es el mejor desengrasante de todos [...] Veo cómo lo hace: ni bien llega, dice: ‘¿Quieren renunciar?’. Empiezan con la huelga y dice: ‘Bien, están todos despedidos. ¡Todos!’. ¡Usted es el más fuerte! Encajaría perfectamente [en una administración Trump]”.
A falta de transformar la vida cotidiana de los obreros, Trump no dejó de atizar sus disconformidades, sus miedos y sus prejuicios. Uno de sus rituales favoritos consiste en ensuciar públicamente a personalidades o instituciones bien instaladas con la finalidad de provocar un shock en su auditorio. No hay duda de que, para quienes se sienten excluidos o marginados por el “sistema”, este tipo de performance aporta una prueba de su garra. En contrapartida, en sus giras de campaña en pueblitos rurales o industriales, Trump y Vance se cuidan bien de decir de modo abierto lo que piensan de los trabajadores y del movimiento obrero, y con razón: como los republicanos tradicionales, combaten todo lo que podría reforzar la posición de la clase obrera en la sociedad. Las únicas excepciones a la regla: los sindicatos de la Policía, de manera mayoritaria alineados con ellos, y los Teamsters [Hermandad Internacional de Camioneros], que decidieron no tomar partido por ninguno de ambos candidatos. Si Sean O’Brien, presidente de ese histórico sindicato de camioneros, ahora ampliado a otras profesiones, fue invitado en julio a hablar frente a la convención republicana, su denuncia del poder ilimitado de las empresas le valió entonces ser abucheado de forma copiosa por los delegados. En suma, el “obrerismo” de la candidatura republicana se sintetiza en una posición simple que se supone que expresa la opinión de un obrero fantasmagórico: un hombre blanco, fuerte, duro ante el mal, que existe como entidad individual, pero de ninguna manera como representante de una clase o de un movimiento.
En el campo demócrata, Kamala Harris y su compañero de lista Timothy Walz se esfuerzan por demostrar que están del lado de las clases trabajadoras, entonces de los sindicatos. Bajo la batuta de Walz, Minnesota adoptó el cuerpo legislativo más favorable a los trabajadores desde hace décadas, un resultado ampliamente saludado por las organizaciones sindicales. En cuanto a Harris, codirigió en la Casa Blanca, en su calidad de vicepresidenta, un “grupo de trabajo sobre la sindicalización y autonomización de los trabajadores”.9 Con un pedigrí semejante y una tasa de desempleo que oscila en torno al cuatro por ciento desde hace un año, nos inclinaríamos a imaginar a los demócratas seguros de poder contar con los votos obreros. Sin embargo, la combinación de un modo de escrutinio alambicado, de una clara despolitización del electorado y de una polarización en alza de la sociedad bajo influencia de los medios masivos confiere a las sirenas contestatarias de Trump un poder de seducción bastante mayor que lo que deberían tener. Si a eso se agregan las diferentes huelgas que sacudieron la economía durante estos últimos meses, parecen estar listas todas las condiciones para crear un clima de profunda incertidumbre respecto del día después del escrutinio, y quizás respecto del porvenir mismo de la clase obrera estadounidense.
Rick Fantasia, profesor emérito de sociología en el Smith College de Northampton, Massachusetts. Coautor, junto con Kim Voss, de Des syndicats domestiqués. Répression patronale et résistance syndicale aux États-Unis, Raisons d’agir, París, 2003. Traducción del inglés: Élise Roy. Traducción del francés: Merlina Massip.
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Ver Rick Fantasia, “Dictature sur le prolétariat. Stratégies de répression et travail aux États-Unis”, Actes de la Recherche en Sciences Sociales, 138, París, junio de 2001. ↩
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Tom Perkins, “Trump urges UAW to endorse him in speech at non-union car parts maker”, The Guardian, Londres, 28-9-2023. ↩
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Eyal Press, “Biden is the most pro-labor president since F.D.R. Will it matter in November?”, The New Yorker, 18-4-2024. ↩
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Lainey Newman y Theda Skocpol, Rust Belt Union Blues. Why Working-Class Voters Are Turning Away from the Democratic Party, Columbia University Press, Nueva York, 2023. ↩
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Aurelia Gass y David Madland, “Communities that lost manufacturing jobs are main beneficiaries of Biden Administration’s new industrial policy”, Center for American Progress, www.americanprogress.org, 6-3-2024. ↩
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Jonathan Weisman, “Flush with federal money, strings attached, a Deep South factory votes to unionize”, The New York Times, 12-5-2023. ↩
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Ver Rick Fantasia y Kim Voss, Des syndicats domestiques. Répression patronale et résistance syndicale aux États-Unis, Raisons d’agir, París, 2003. ↩
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James David Vance, Hillbilly Élégie (inicialmente publicado en HarperCollins, en 2016; reeditado en Evergreen, 2017), Le Livre de poche, París, 2018. ↩
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Steven Greenhouse, “Why Harris’ VP choice is good news for workers”, slate.com, 6-8-2024. ↩