Hace 35 años, la juventud de Alemania del Este desmanteló el Muro de Berlín, soñando con libertad y prosperidad. Hoy –y con la perspectiva que ofrece la lectura de las series estadísticas de largo alcance– el balance de ese acontecimiento difiere de las esperanzas iniciales: las reformas que siguieron provocaron daños económicos y sanitarios de amplitud comparable a la de una guerra.
En verdad, ese verbo transitivo no tiene equivalente en francés. To gaslight... El diccionario Merriam-Webster lo define como el hecho de ejercer “una manipulación psicológica sobre una persona, en general durante un período prolongado, que lleva a la víctima a poner en entredicho sus propios pensamientos, sus propias percepciones de la realidad o sus recuerdos”. Si uno le hace eso a un individuo, puede esperar una reacción furiosa cuando este se dé cuenta. Si se lo hace a millones de personas a propósito de su percepción de una conmoción económica y política nodal, se puede esperar algo bastante peor.
Todo empezó hace tres décadas y media, en noviembre de 1989, cuando una multitud alborozada se puso a escalar un Muro de Berlín que súbitamente se había vuelto inútil. De Polonia a Bulgaria, los regímenes comunistas se derrumbaban. Los estados que antes eran autocráticos organizaban elecciones libres, la bandera soviética desaparecía del Kremlin... La Guerra Fría terminaba de modo imprevisto: la época era optimista por la certeza de que el porvenir sería más próspero.
Los ciudadanos de los países del bloque del Este se maravillaban por el advenimiento de la democracia, la abolición de las restricciones a los desplazamientos, el fin de la vigilancia generalizada, así como de la opresión en términos de seguridad. El libre mercado tenía que reemplazar a las empresas públicas obsoletas, inaugurando una era de crecimiento económico. Pronto sería el momento del consumo masivo al que aspiraban tantas poblaciones cansadas de hacer largas filas para conseguir algún que otro alimento dentro de la escasez y de múltiples penurias.
Desde luego, la destrucción de la economía planificada iba a poner también un término a la garantía de empleo. Correría el telón sobre una sociedad que ofrecía una red de seguridad social que respondía a las necesidades fundamentales de todos. Pero se aseguró a los ciudadanos que todo iría bien. El 1º de julio de 1990, el día en el que el Deutsche Mark del oeste se convirtió en la moneda oficial de la Alemania unificada, el canciller Helmut Kohl se comprometió ante las cámaras de televisión de esta manera: “Nadie recibirá menos que antes, y muchos recibirán más”.
Pero las cosas no sucedieron como estaba previsto. En la mayoría de los antiguos países socialistas, el desmoronamiento de la Unión Soviética precedió un declive económico más largo y profundo todavía que la gran depresión global de los años 1930.
Un trastocamiento devastador en la vida de 420 millones de personas, es decir, del 9 por ciento de la población mundial. Caída de la producción, hiperinflación, derrumbe de la natalidad, explosión de las desigualdades y de la criminalidad, aumento masivo del desempleo y de los desplazamientos poblacionales, mortalidad excesiva: todos los indicadores convergen en dejar en evidencia daños humanos inéditos en tiempos de paz.
En los 27 países poscomunistas que estudiamos junto con Mitchell Orenstein, 47 por ciento de la población cayó bajo el umbral de la pobreza que establece el Banco Mundial para la región (5,5 dólares por día) en el transcurso de los diez años que siguieron al pasaje al capitalismo.1 Entre 1990 y 1998, el producto interior bruto (PIB) por habitante de las antiguas repúblicas soviéticas cayó siete por ciento por año, aunque en 1999 no menos de 191 millones de hombres, mujeres y niños sufrieron graves privaciones materiales.
Esta debacle dejó huellas hasta en los cuerpos. En 2017, el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (BERD) constató que los niños nacidos a inicios de los años 1990 medían, en promedio, un centímetro menos que las cohortes de las décadas precedente y siguiente;2 una diferencia de altura similar a la que los investigadores observan en los bebés nacidos en zonas de guerra.
Ciertos asesores occidentales habían predicho dificultades, hablando incluso de una “terapia de shock”. Pero consideraban que no se trataba sino de un mal momento que había que transitar, y que las alegrías de la libertad política convertirían a la población en resiliente. “Cuando las personas anhelan un cambio fundamental –declaraba el economista sueco Anders Åslund en 1992– están preparadas para aceptar un poco de sufrimiento para alcanzarlo”.3
La hora del gaslighting
Las alarmas comenzaron a sonar en 1993, cuando los votantes rusos se pronunciaron en contra de un proceso de reforma que se estaba realizando a una velocidad vertiginosa. En el antiguo bloque del Este, millones de personas perdieron su trabajo o fueron obligadas a un retiro voluntario, mientras la liberalización de los precios, la inestabilidad macroeconómica y la hiperinflación se comían los ahorros. A medida que las antiguas élites políticas se transformaban en la nueva clase predadora de oligarcas, la criminalidad y la corrupción gangrenaban a la sociedad entera. Hubo niveles de desigualdad hasta entonces desconocidos que tuvieron como resultado un puñado de hiperricos y batallones de desposeídos.
Frente a la sanción de las urnas, Strobe Talbott, por entonces asesor del presidente estadounidense Bill Clinton, admitió que la apertura al mercado produjo “demasiado shock y no la suficiente terapia”. El célebre economista húngaro János Kornai, al inicio partidario del método duro, se preocupó muy pronto por una “weimarización” de Europa del Este. “La disminución del ingreso real de una parte importante de la población y el fenómeno, hasta ahora desconocido, del desempleo masivo engendraron un amplio descontento económico”, escribió en 1993. “Si la intensidad y la extensión de dicho descontento alcanzan un umbral crítico, esto va a plantear problemas serios”.4 Recordando las condiciones que habían favorecido la llegada de Adolf Hitler al poder, subrayó que “la desilusión económica suministra un terreno fértil para la demagogia, las promesas fáciles y el deseo de dirigentes autoritarios”.
Estas advertencias cayeron en saco roto y comenzó la manipulación, el gaslighting. En respuesta directa a Talbott, el primer ministro de Estonia, Mart Laar, proclamó que “los rusos tienen necesidad de una dosis más severa de terapia de shock, no de menos”. En un editorial publicado por The New York Times en 1994, concede que “el descontento aumenta en los pueblos de la región”.5 Pero en lugar de reconocer sus sufrimientos, muy reales, Laar los compara con “niños mimados”, que “tienen tendencia a convertirse en adultos desobedientes, arrogantes y tiránicos”.
A medida que la gran depresión poscomunista se prolongó a lo largo de la década de 1990, las agencias de la Organización de las Naciones Unidas empezaron a documentar sus efectos en la salud y el bienestar, al mismo tiempo que a preocuparse por sus consecuencias políticas a largo plazo. En 1999, un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) reveló que el alcoholismo, la toxicomanía y los suicidios arrasaron con 9,7 millones de hombres adultos desde 1990.6
La masacre no conmovió en lo más mínimo a los fundamentalistas del libre mercado. Más que cambiar de rumbo, adaptaron sus discursos. Es cierto que la recesión no sería tan corta y superficial como había sido previsto, pero no había otras soluciones. El método elegido seguía siendo el más rápido y eficaz, explicaban. Cuando incluso el Banco Mundial reconoció que la población de Bielorrusia –cuyo gobierno autocrático se negó al tratamiento de shock– sufrió menos que las otras, los economistas occidentales no revisaron sus papeles, sino que pusieron en duda las estadísticas que documentan la crisis en todas partes. En 2001, Åslund calificó de “mito” el derrumbe de los años 1990 y afirmó que “el bienestar real podría no haberse visto afectado” por la transición al capitalismo.7 Así, los habitantes de Europa del Este no solamente soportaron la peor calamidad económica desde la crisis de la década de 1930; se les repitió que todo eso no había tenido lugar. Un caso de manual de gaslighting.
Anticipación
Los temores que expresó en 1993 János Kornai respecto de la weimarización parecen hoy premonitorios. Como Vladimir Putin en Rusia o Viktor Orbán en Hungría, los dirigentes autoritarios se impusieron en varios países en reacción al sentimiento persistente de frustración frente a las promesas rotas de la democracia y del libre mercado, y frente a la sensación de ocupar un lugar de segunda en el seno de la familia occidental. Incluso si, por supuesto, la reunificación tuvo aspectos positivos, hay muchos alemanes del Este que siguen contemplando las últimas tres décadas como “30 años de historia de difamación individual y colectiva, de descrédito, de ridículo y de exclusión glacial”, explica el académico y ensayista Dirk Oschmann en un libro publicado en 2023.8
En ocasión de las últimas elecciones regionales, el partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD) alcanzó cifras sin precedentes en el este del país. Se colocó a la cabeza en Turingia, con casi 33 por ciento de los votos. Recibió 30,6 por ciento de los votos en Sajonia, quedando así en segundo lugar, apenas después de los democristianos. También obtuvo el segundo puesto en Brandemburgo, con 29,9 por ciento de los votos, sólo 1,2 puntos detrás de los socialdemócratas.
Si el comunismo “a la soviética” fue una catástrofe para muchas personas, el triunfalismo corto de miras de Occidente al final de la Guerra Fía produjo una transición calamitosa hacia el mercado capitalista. El mundo paga hoy el precio de esa arrogancia política. El gaslighting que los dirigentes occidentales infligieron a los pueblos del bloque del Este no justifica la invasión militar de Ucrania. Tampoco justifica las políticas represivas de Orbán en Hungría, así como tampoco podría justificar las deportaciones de migrantes que preconiza el partido AfD.
Pero cuando se siembra una desolación que sabemos que engendra monstruos, ¿hay que asombrarse después si los vemos aparecer?
Kristeen Ghodsee, profesora de Estudios Rusos y de Europa Oriental, miembro del Grupo de Posgrado de Antropología de la Universidad de Pensilvania. Traducción: Merlina Massip.
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Kristen Ghodsee y Mitchell Orenstein, Taking Stock of Shock. Social Consequences of the 1989 Revolutions, Oxford University Press, 2021. ↩
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“Transition Report 2016-2017”, Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, 4-11-2016. ↩
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Anders Åslund, Post-Communist Economic Revolutions. How Big a Bang?, Center for Strategic and International Studies, Washington, DC, 1992. ↩
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János Kornai, “Transformational recession. A general phenomenon examined through the example of Hungary’s development”, Économie appliquée, Vol. 46, N° 2, París, 1993. ↩
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Mart Laar, “The Russians need more shock therapy, not less”, The New York Times, 27-1-1994. ↩
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“Le coût humain de la transition. La sécurité humaine en Europe du Sud-Est”, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), 1999. ↩
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Anders Åslund, “The Myth of Output Collapse after Communism”, Working Papers, Carnegie Endowment for International Peace, 13-3-2001. ↩
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Dirk Oschmann, Der Osten, eine westdeutsche Erfindung, Ullstein, Berlín, 2023. ↩