Francia, que antes criticaba el espionaje de Estados Unidos, ahora lidera el control digital al arrestar al fundador de Telegram. La vigilancia estatal avanza de la mano de corporaciones tecnológicas. ¿Hasta dónde puede llegar su poder en la era de la vigilancia global?
El lunes 21 de octubre de 2013, el embajador de Estados Unidos en Francia fue convocado al Ministerio de Asuntos Exteriores. En aquel contexto, Le Monde acababa de publicar1 diversos fragmentos de las revelaciones del denunciante Edward Snowden, que ponían en evidencia que la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSA) había interceptado, en un mes, “70,3 millones de registros de datos telefónicos de ciudadanos franceses”: una vigilancia “a gran escala”.
El entonces primer ministro, Jean-Marc Ayrault, exigió a Washington “respuestas claras” e insistió en la necesidad de que Estados Unidos y Francia trabajen de manera conjunta en la creación de “condiciones de transparencia para poner freno [a estas prácticas]”. Antes de una reunión con el secretario de Estado estadounidense, John Kerry, quien se encontraba en París en el momento en que se publicaron los fragmentos, el entonces ministro de Asuntos Exteriores francés, Laurent Fabius, estalló en ira y afirmó que era necesario “asegurarse, lo antes posible”, de que esta vigilancia “completamente inaceptable” llegase a su fin. Una semana más tarde, Kerry reconoció que el espionaje estadounidense “había ido demasiado lejos”.2
Unos diez años antes de la detención en Francia de Pavel Dúrov, fundador de la aplicación de mensajería Telegram (el 24 de agosto), los líderes europeos fingían indignación ante el régimen de vigilancia de su aliado, que había alcanzado proporciones considerables bajo la dirección del vicepresidente Richard Dick Cheney (2001-2009). En efecto, tras los atentados del 11 de setiembre de 2001, numerosos funcionarios estadounidenses de alto rango determinaron que el respeto a la privacidad era un lujo que ya no podían permitirse proteger. Aquellos que, en Estados Unidos, seguían defendiendo este valor –en su mayoría, progresistas– se regocijaban de que Europa avergonzara a Washington. ¿Acaso ese trato haría que su país entrara en razón?
Cuando la entonces canciller alemana, Angela Merkel, descubrió que, en 2013, el gobierno de Barack Obama hurgaba en su teléfono celular,3 declaró que “espiarse entre amigos es inaceptable”. En 2015, los progresistas estadounidenses volvieron a aplaudir la indignación francesa tras la publicación del informe de WikiLeaks titulado “Espionaje del Elíseo” [por la sede del Poder Ejecutivo francés],4 que revelaba que Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy y François Hollande habían sido blanco de este tipo de operación. Muchos de ellos celebraron el segundo pedido de disculpas que Obama se vio obligado a ofrecer a Hollande por teléfono (el primero fue en 2013, a raíz de las revelaciones de Le Monde). Cabe decir que en las capturas de pantalla publicadas por WikiLeaks se leía claramente una entrada que decía “FR PRES CELL” (FR[ench] PRES[ident] CELL[phone]: teléfono celular del presidente francés). Un verdadero malestar en la comunidad internacional...
En aquel momento, el fundador de WikiLeaks, Julian Assange, estaba en libertad. Según sus declaraciones, Estados Unidos “practica el espionaje económico contra Francia hace más de una década”, utilizando herramientas de vigilancia para dar ventaja a sus bancos, fabricantes de automóviles y empresas del sector energético en la negociación de contratos. Según WikiLeaks, estas prácticas ya habían afectado a BNP Paribas, AXA, Crédit Agricole, Peugeot, Renault, Total, Orange e, incluso, asociaciones agrícolas. Para colmo, las informaciones obtenidas fueron enviadas a los competidores británicos de Francia.
Diez años más tarde, la indignación francesa se ha disipado. Por el contrario, Francia se ha convertido en la punta de lanza de la vigilancia mundial, comportándose como el “perrito faldero” de Estados Unidos. Hace unas semanas, la fiscal de la República del Tribunal Judicial de París dio a conocer la lista de los cargos contra Pavel Dúrov.5 De esto se desprende que el gobierno francés exige poder implementar una vigilancia similar a la que había despertado su ira durante los incidentes con la NSA y Snowden. Una vigilancia que Telegram imposibilita, como lo demuestran algunos de los elementos de la acusación: “Proporcionar servicios de criptología destinados a garantizar la confidencialidad sin declaración certificada”; “suministro de una herramienta de criptología que no garantice únicamente la autenticación o el control de la integridad sin declaración previa”; “negativa a comunicar, a petición de las autoridades competentes, información o documentos necesarios para llevar a cabo y operar las interceptaciones permitidas por la ley”.
Pocas personas lo saben fuera de Estados Unidos, pero en los últimos cinco años la vida política estadounidense estuvo signada por una violenta batalla en torno a la censura digital. Las burocracias que el ejército y las agencias de espionaje desarrollaron para bloquear las comunicaciones online de grupos como Al Qaeda o la Organización del Estado Islámico (OEI) se han utilizado para hacerle frente a otra “amenaza”, esta vez interna. De este modo, la vigilancia ha pasado del antiterrorismo al “antipopulismo”.
No está escrito en ningún lado que, en Estados Unidos, la libertad de expresión deba estar reservada a las empresas, los ricos y los poderosos, como Dúrov y Elon Musk. Sin embargo, en las plataformas privadas, como lo son las redes sociales que se encuentran en poder de multimillonarios, los ciudadanos estadounidenses están expuestos a la censura: la Primera Enmienda no les ofrece ninguna protección para defender sus derechos. En lugar de desmantelar los cuasi monopolios como X, o de crear un espacio público online, las autoridades estadounidenses prefieren que estas plataformas sigan estando en manos privadas, ya que estos espacios les permiten eludir la legislación sobre las libertades individuales.
En Estados Unidos, si dos personas intercambian documentos en un parque público, las agencias federales como la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) no tienen derecho a inspeccionarlos, ni a destruirlos. Sin embargo, si esas personas se envían los mismos documentos de manera online, el Estado está autorizado a presionar a la plataforma utilizada para obtenerlos. Las agencias federales afirman que tienen derecho a exigir que los mensajes sean desencriptados, o eliminados, en caso de no cumplir con las condiciones de uso. Si X, Telegram, Youtube o Facebook fueran servicios públicos, el Estado estaría actuando fuera de la ley. Pero nada le impide que pueda proceder de este modo en el marco de un espacio de publicación privado.
Todo esto no es anecdótico. Poco después de la detención de Dúrov, Mark Zuckerberg –quien tenía sobrados motivos para estar nervioso– envió una carta al Congreso de Estados Unidos admitiendo que, en 2021, algunos miembros del gobierno de Joe Biden “presionaron repetidamente a [nuestros] equipos por meses para censurar algunos contenidos sobre covid-19, incluidos el humor y la sátira”.6 El CEO de Meta también declaró que el FBI le había advertido sobre una posible operación rusa de desinformación con relación a un artículo sobre Hunter Biden, el hijo del presidente estadounidense. En un caso de censura sin precedentes en Estados Unidos, tanto Facebook como X restringieron la difusión del artículo en cuestión, cuya veracidad de contenido ha sido comprobada ulteriormente.
El escándalo por la filtración de la correspondencia interna de X cuando la empresa aún se llamaba Twitter, conocido como el caso de los “Twitter files” [archivos de Twitter], que el autor de estas líneas se encargó de cubrir, va en el mismo sentido. El asunto sacó a la luz las innumerables “solicitudes” de eliminación de contenido por parte de las autoridades estadounidenses, antes de que Elon Musk adquiriera la plataforma. Los correos electrónicos y mensajes de texto difundidos han revelado el interés del FBI y el Departamento de Estado por controlar el flujo de información, ya sea acerca de los chalecos amarillos franceses, el expresidente Donald Trump o el Brexit. Una generación atrás, al otro lado del Atlántico, la población se indignaba al enterarse de que el FBI había enviado una simple carta a la discográfica que había producido uno de los hits del grupo de hip hop N.W.A, en la que se denunciaba la violencia policial.7 Los “Twitter files” no sacaban a la luz una misiva, sino miles.
La firmeza de los Estados en los conflictos relacionados con la libertad de expresión en Francia, Brasil, Reino Unido y otros países ha sido presentada como un ejemplo ilustrativo de su determinación de obligar a multimillonarios odiosos y reacios a rendir cuentas a que dejen de propagar el odio y la desinformación. Sin embargo, ninguna capital ha propuesto profundizar en la democratización de internet. En realidad, su proyecto consiste en que la libertad de expresión se convierta en un privilegio controlado por el sector privado, y en que los multimillonarios propietarios de las plataformas se erijan en aliados de la vigilancia y la censura estatal. Con el arresto de Pavel Dúrov, Francia contribuye de manera sustancial a dicho proyecto.
La detención del fundador de Telegram, acusado de haber “garantizado el respeto a la confidencialidad” y de obstaculizar “las intercepciones”, ha sorprendido a los progresistas estadounidenses que, hasta hace poco, se regocijaban viendo cómo París se oponía a los programas de vigilancia de Washington. En 2014, mientras Estados Unidos enfrentaba la indignación que provocó la revelación del espionaje a sus aliados, Dúrov se vio obligado a abandonar Rusia por negarse a proporcionar a Moscú información sobre los usuarios de su red social VKontakte. Por lo tanto, aunque en 2013 se haya rebelado contra la NSA, Francia tiene el insigne honor de ser el primer país europeo en seguir los pasos del presidente ruso, Vladimir Putin...
Resulta evidente que existe una discrepancia entre las concepciones estadounidense y europea de la libertad de expresión. En Estados Unidos, la Primera Enmienda establece que los ciudadanos gozan de manera natural de la libertad de culto, de prensa y de expresión, así como del derecho a reunirse de forma pacífica; restringe el poder del Congreso sobre estos derechos inalienables. En la tradición francesa, el Estado debe intervenir en la búsqueda de un equilibrio entre las libertades individuales y el derecho colectivo a la seguridad.
La tercera perspectiva –la que está surgiendo en la actualidad– combina lo peor de las dos opciones anteriores. En la mayoría de los países, la libertad de expresión pronto se inscribirá en un contexto controlado por el sector privado, donde la libertad de los ciudadanos estará restringida. Detrás de las fachadas de estas empresas, los espías que hace diez años hurgaban en las comunicaciones privadas de los bancos franceses o de la canciller alemana apuntarán a la gente común, sin importar el país, aprovechando las posibilidades casi ilimitadas que ofrecen sus “aliados” privados en términos de vigilancia y manipulación. Los recientes acontecimientos no deben leerse como una llamada de atención a multimillonarios amenazantes: contribuyen a la asimilación de estos actores en el aparato estatal, sin que los ciudadanos tengan la posibilidad de pedir explicaciones. ¿Se trata realmente de un proyecto que Francia desea respaldar?
Matt Taibbi, periodista. Traducción: Micaela Houston.
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Jacques Follorou y Glenn Greenwald, “Comment la NSA espionne la France”, Le Monde, París, 21-10-2013. ↩
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“Espionnage: John Kerry reconnaît que les États-Unis sont allés 'trop loin'”, France 24, Issy-les-Moulineaux, 1-11-2013. ↩
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“Allegation of U.S. Spying on Merkel puts Obama at crossroads”, The New York Times, 24-10.2013. ↩
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“Espionnage Élysée”, WikiLeaks, 29-6-2015. ↩
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Comunicado de prensa, Fiscalía de la República, París, 26-8-2024. ↩
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“Mark Zuckerberg just admitted three things”, posteo de la Comisión de Justicia de la Cámara de Representantes de Estados Unidos sobre X, 27-8-2024. ↩
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“The threatening letter the FBI sent to N.W.A.”, Hip Hop Heroes, 27-10-2021. ↩