Envuelto por la historia en un aura progresista que él mismo se encargó de crear y sus biógrafos de pulir, el expresidente francés François Mitterrand fue, en realidad, uno de los autores intelectuales y materiales del proyecto neocolonial de Francia en el continente africano.
Sigue asombrando, al consultar los archivos, la habilidad con la que François Mitterrand supo, toda su vida, maquillar su pasado. Fueron necesarios años, incluso décadas, para poner luz sobre lo que intentó disimular, desde su juventud nacionalista en los años 1930 hasta su responsabilidad en el genocidio de los tutsis de Ruanda en los años 1990, pasando por su doble vida familiar, su hija oculta o su cáncer.
Queda, sin embargo, en la trayectoria del antiguo presidente de la República una etapa extrañamente oculta que una cantidad de documentos todavía inexplorados permiten hoy determinar mejor: su carrera política bajo la Cuarta República.
Sin duda, las grandes líneas de esta carrera son conocidas. Los biógrafos han señalado la ambición insaciable del joven diputado de Nièvre, miembro de no menos de 11 administraciones entre 1947 y 1957. Y los historiadores han estudiado su actitud durante la guerra de Argelia (1954-1962) como ministro del Interior de Pierre Mendès France (1954-1955), después como ministro de Justicia de Guy Mollet (1956-1957). Nadie ignora sin duda su famosa réplica: “¡Argelia es Francia!”.
Esta carrera continúa, sin embargo, mal conocida porque Mitterrand ha logrado, con un increíble éxito, camuflar la naturaleza profunda de su política en el curso de este período crucial, marcado por la presión de las reivindicaciones políticas y sociales de los pueblos colonizados. Buscando en las décadas siguientes dar una imagen de auténtico hombre de izquierda, el antiguo ministro, devenido opositor antigaullista, se fabricó una leyenda retrospectiva: la del encarnizado “descolonizador”.
El surgimiento del héroe
El núcleo de esta mistificación descansa en el relato falso que el antiguo presidente dio de su pasaje al ministerio de ultramar en 1950-1951. Así comenzó la leyenda: desde su llegada a la Rue Oudinot, epicentro de la política africana de Francia, el joven ministro habría logrado un notable golpe político al convencer a Félix Houphouët-Boigny, entonces diputado de Costa de Marfil en el Palacio Bourbon y presidente de la principal formación política de África subsahariana, la Agrupación Democrática Africana (RDA), de renunciar a su alianza con el Partido Comunista Francés (PCF). Los dos hombres, desactivando de común acuerdo la agitación que se estaba gestando en el continente africano, habrían sentado las bases de una descolonización negociada, principio del logro de una total independencia sin violencia de la ex África francesa.
Mitterrand reutilizará esta leyenda, planteada desde la caída de la Cuarta República, a todos sus interlocutores en los años siguientes. Incluso la convierte en argumento de campaña durante la elección presidencial que lo enfrentó al general Charles de Gaulle en 1965. Afirmó delante de millones de telespectadores haber liberado en ese momento a los líderes políticos africanos ―“la mayoría estaba en prisión o detenidos”― y haber soportado por eso represalias de aquellos que rechazaban su audaz política de diálogo. El candidato de la izquierda describe entonces su acción en el ministerio de ultramar como “un acontecimiento capital, para mí, ciertamente y, espero, para Francia”.1
Este relato lleno de mentiras descaradas fue repetido en su libro Mi parte de la verdad (Fayard, 1986), construido con la provechosa ayuda del periodista Alain Duhamel en 1969. “Aquellos a los que les di la libertad, siete de ellos se convirtieron en presidentes de la República”, escribió, por ejemplo, mientras que él, en realidad, jamás hizo liberar a ningún líder africano y ningún futuro jefe de Estado estuvo encarcelado mientras él estuvo a cargo.
Los inventos mitterrandianos, caracterizados como “verdaderos”, se propagaron después en todos los escritos que le fueron dedicados. Uno encuentra todo tipo de alteraciones bajo la pluma de sus proclamados biógrafos. El de Franz-Olivier Giesbert, por ejemplo, que juzga “ejemplar” su política en el ministerio de ultramar (François Mitterrand o la tentación de la historia, Seuil, 1977). O el de Jean Lacouture que describe, lleno de admiración, el fervor con el que el joven ministro trabajó para “la emancipación del hombre negro” (Mitterrand, una historia de los franceses, Seuil, 1998; reed. Points, 2006).
La leyenda es validada curiosamente en el libro de François Malye y Benjamin Stora, quienes aportan, sin embargo, elementos abrumadores sobre la política argelina del futuro presidente (François Mitterrand y la guerra de Argelia, Calmann-Lévy, 2010). Basándose en los dichos del interesado y en los testimonios de los biógrafos que los precedieron, los dos autores lo describen como un “descolonizador” que se dejó llevar por el “engranaje” argelino.
Esta tesis es repetida ahora en casi todas partes e incorporada por sus más recientes biógrafos como Michel Winock (François Mitterrand, Gallimard, 2015) o Philip Short (François Mitterrand, retrato de un ambiguo, Nouveau Monde, 2015), quienes transmiten en algunos párrafos el episodio de la Rue Oudinot sin preocuparse de otras fuentes más que de las provistas por el mismo Mitterrand. La “verdad” se transformó en oficial: el futuro presidente era ya un “firme partidario de la descolonización” en la misma época en la que dirigía la política colonial del gobierno, indica la página que le es dedicada en el sitio de internet del Elíseo. Audaz paradoja.
Desmontando la autoficción
En realidad, el hombre jamás fue un “descolonizador”. Si efectivamente se acercó a Félix Houphouët-Boigny en el curso de 1951, fue porque él sabía que la reputación del líder marfileño retratado por los círculos conservadores como un militante “estalinista” y “antifrancés” era infundada. El riquísimo diputado de Costa de Marfil, propietario de enormes plantaciones de cacao y de café, no alimentaba ninguna inclinación independentista: él militaba, por el contrario, por la consolidación de lo que llamará, cuatro años más tarde, la “Francáfrica”. Es también bajo su propia dirección y no bajo cualquier presión mitterrandiana que Houphouët-Boigny ha roto con el PCF en 1950. Está implícito que habiendo fracasado en haber logrado reunir alrededor de él al conjunto de los parlamentarios africanos, resolvió pactar con el diputado de Nièvre en 1952. Un pacto que, bajo el paraguas de la emancipación africana, propulsará a estos dos seguidores de Maquiavelo hacia eminentes funciones ministeriales.
El Mitterrand de los años 1950, ardiente defensor de la “presencia francesa” de ultramar, no era necesariamente favorable al statu quo colonial. Él era consciente, como otros, de que la inacción al respecto no podía más que estimular el “separatismo” en las sociedades coloniales. De ahí el interés en apoyarse en los líderes autóctonos deseosos, como Houphouët-Boigny, de sofocar en sus filas las ambiciones contestatarias. De ahí, igualmente, la necesidad de emprender a tiempo “reformas audaces” capaces de cortarles las alas a los independentistas (así como lo promueve en sus “Estudios sobre las relaciones franco-tunecinas” en 1952).2 De ahí, en definitiva, la urgencia de darle fin a la desastrosa guerra de Indochina que, por su parte, “perjudica nuestra perspectiva africana, la única válida” (como escribió en su libro En las fronteras de la Unión francesa, publicado por Julliard en 1953). Porque Indochina está perdida, exhortaba el joven ministro, es necesario concentrarse en lo esencial: “África primero”.
Es esta voluntad de perfeccionar el sistema imperial por la concesión calculada de reformas “liberales” y el supuesto abandono de cargas inaceptables lo que hoy le ha valido patentes retrospectivas de “descolonizador”. Pero lo que sus biógrafos parecen ignorar es que esta política de modernización colonial, en apariencia progresista, era desde esa época observada con mucha inquietud por los movimientos independentistas, sobre todo argelinos, que la designaron alrededor de 1954 con una palabra completamente nueva: el “neocolonialismo”. François Mitterrand, precisamente él, es uno de sus “grandes teóricos”.3
Acá se sitúa la ilusión mitterrandiana, que es también un desaire historiográfico. Los nacionalistas argelinos de entonces habían comprendido lo que muchos historiadores franceses de hoy todavía se esfuerzan en percibir: que la reforma del sistema colonial estaba concebida por sus promotores no como una forma de desmantelar el imperio, sino, por el contrario, como una manera de restaurarlo.
“Es por África que podemos restituirle a Francia el sentimiento de ser un gran país”, se exaltaba el diputado de Nièvre en mayo de 1954, un mes antes de su nombramiento en la plaza Beauvau [Ministerio del Interior] por Pierre Mendès France. Soñaba entonces con enviar en masa a la juventud del hexágono [como se conoce a Francia por la forma de su mapa] al otro lado del Mediterráneo, con el fin de “constituir una sociedad ganadora de constructores, de futuros patriarcas”, a imagen de los “americanos de hace 50 años, cuando marchaban hacia el Far West, y crearon esos estados fabulosos que son California y Texas”.4
La reforma colonial no excluye la represión, repetía Mitterrand durante los años 1950. Nada como esto para llevar a los pueblos colonizados a buen puerto, más que la eterna técnica de la zanahoria y el palo. Esa fue en todo caso su política después de la insurrección nacionalista argelina del 1º de noviembre de 1954, como ministro del Interior hasta febrero de 1955, después como ministro de Justicia, entre enero de 1956 y mayo de 1957.
Hoy se sabe: François Mitterrand fue un actor clave de la “pacificación” encargada por el gobierno de Mollet. Fue quien firmó en marzo de 1956 los decretos creando los “poderes especiales” que sumirían a Argelia en un clima de terror. Fue quien aprobó la ejecución de los militantes argelinos condenados a muerte y se opuso a los pedidos de indulto solicitados por decenas de ellos. Fue quien aprobó el envío de cientos de miles de jóvenes franceses a la batalla, aprobó la operación militar franco-israelí-británica a Suez en el otoño de 1956 y minimizó los hechos de tortura reportados por la prensa en plena “batalla de Argelia”, al comienzo de 1957.
Maquillaje
Ahí otra vez François Mitterrand intentó después embellecer su biografía. Le expurgó los episodios menos brillantes y afirmó con aplomo haber resistido las tendencias represivas de sus colegas del gobierno. “Los historiadores honestos verán en todo caso que algunos ministros tenían posiciones liberales sobre Argelia”, sostendrá 20 años más tarde frente a Franz-Olivier Giesbert, quien, a su vez, como muchos otros, afirmará sin temblar que el brillante ministro de Justicia siempre se mantuvo del “lado bueno” en esos años sangrientos. François Mitterrand ha soportado esa política que aplicaba “con pesar”, agregan los comentaristas, analizando con indulgencia la “incomodidad” y las “dudas” que, parece, asaltaban al ministro. “Discreto, por momentos triste, él va a vivir algunos de los peores años de su vida política”, se lamenta Winock.
El proyecto neocolonial, derrotado por los nacionalistas de África del Norte, se concretó, por otro lado, en los territorios del África subsahariana, a los cuales el gobierno de la administración Mollet les concedió un principio de autonomía interna gracias al voto en junio de 1956 de una ley-marco presentada por Gaston Defferre, entonces ministro de ultramar. Las élites emergentes africanas accedieron, entonces, en cada uno de sus territorios, a puestos de responsabilidad. Esta ley-marco, cofirmada por Mitterrand y Houphouët-Boigny, titular de una cartera ministerial a partir de enero de 1956, es la prueba irrefutable de que había muchos auténticos progresistas en el seno del gobierno de Mollet, afirman los admiradores del antiguo jefe de Estado.
Esto es ir muy rápido. Porque la ley-marco Defferre, lejos de establecer la independencia de las colonias africanas, como muchos historiadores han escrito a posteriori, buscaba justamente evitarla. “Retengan África y quédense allí” ―comentaba François Mitterrand algunas semanas después de la entrada en vigencia del nuevo dispositivo―. ¿No se trataba, en principio, de confiar el cuidado a los africanos que sabrían cerrar los ojos frente a la visión de un nacionalismo ilusorio?5
Tres años después, las colonias de África subsahariana obtendrían su independencia. Pero una independencia tramposa que los gaullistas, de regreso en el poder en 1958, vaciaron de sustancia por medio de la cooperación y que confiaron a los más leales “amigos africanos” de Francia ―Félix Houphouët-Boigny a la cabeza―. De ese modo se institucionalizaría el neocolonialismo francafricano, en el que Mitterrand fue sucesivamente un sutil precursor en los años 1950, un hábil detractor durante los años 1960-1970 y un formidable practicante después de su ascenso al Elíseo en 1981.
Thomas Deltombe, periodista, editor e investigador independiente. Autor de ¡África primero! Cuando François Mitterrand quería salvar al Imperio francés (La Découverte, 2024). Traducción: María Eugenia Villalonga.
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Entrevista con Roger Louis, ORTF, 22 de noviembre de 1965. ↩
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Archivos nacionales, fondo Vincent Auriol, 552 AP/113. Ver también “Comment François Mitterrand réinventa la colonisation”, Orient XXI, 3-9-2024. ↩
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Abd-el-Ghani [M’hammed Yazid], “Face au néocolonialisme”, La Nation algérienne, 1-10-1954. ↩
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Combat, 19-5-1954. ↩
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François Mitterrand, Présence française et abandon, Plon, Paris, 1957. ↩