Existe en la actualidad una erosión silenciosa del multilateralismo en el campo económico que debe detenerse y revertirse. Por ejemplo, hay quien opina que el “desafío de la financiación para el desarrollo” es tan grande y la participación del sector privado en la tenencia y el uso de los superávits financieros mundiales es tan importante que sólo el sector privado puede implementar con éxito los programas necesarios para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y abordar el cambio climático.
La consecuencia de esa línea de pensamiento es que el papel de los gobiernos ya no sería tratar de transferir los excedentes del sector privado al sector público (a través de nuevas formas de cooperación fiscal internacional, por ejemplo), sino utilizar los recursos públicos disponibles para desbloquear las inversiones y el gasto privados. Así, en lugar de reconocer que el logro de los ODS, garantizar la necesaria transición de carbono y construir resiliencia en todo el mundo son responsabilidades primarias o “públicas” de los gobiernos, se enfatiza que la cooperación entre gobiernos (o el multilateralismo) es el mejor medio para implementar estas tareas. Pero no cualquier tipo de cooperación. El pragmatismo manda, se argumenta, y esto requiere que estas tareas, y por lo tanto el multilateralismo, sean “externalizadas”.
En ninguna parte se expresa esta visión con mayor claridad que en el ámbito de la financiación para el desarrollo sostenible. Un requisito clave del multilateralismo en la esfera económica es la necesidad de transferir recursos de los países ricos y desarrollados a los países menos desarrollados para financiar la mitigación, la adaptación y la compensación de pérdidas y daños, y permitir los enormes gastos necesarios para alcanzar los ODS como base de la lucha por la paz. La magnitud de esta demanda aparece, por ejemplo, en el monto de financiación necesaria para los países menos desarrollados, reclamado en la cumbre COP29 de Bakú. Se trata de 1,3 billones de dólares anuales hasta 2030, que deberían fluir de los gobiernos de los países desarrollados, principalmente en forma de subsidios y financiación en condiciones favorables.
Dado que es poco probable que este flujo genere, en la mayoría de las zonas, rendimientos monetarios significativos, pero sí importantes beneficios sociales, los préstamos que devengan intereses no pueden ser una forma viable de financiación. De ahí la necesidad de que estos recursos provengan de flujos públicos, en forma de subsidios o préstamos concesionales, que son en gran medida equivalentes a los subsidios.
En el ámbito interno, la exención de impuestos para fomentar la inversión privada puede restar recursos a los gastos necesarios para la protección social. De hecho, la responsabilidad de la comunidad internacional no se limita a proporcionar nuevos recursos para enfrentar la crisis que aqueja al planeta, sino que también pasa por cancelar parte de los fondos previamente otorgados como crédito, sobre los que ya se han obtenido rendimientos sustanciales, para proporcionar el tan necesario margen de maniobra fiscal a los gobiernos de los países de menores ingresos.
Las tareas impuestas por estos problemas, que requieren respuestas urgentes, deben ser asumidas por los gobiernos, en especial en los países desarrollados, que son los principales responsables de esta crisis de raíces históricas. Los beneficios sociales de abordar estos problemas son inmensos y globales: los países de ingresos altos también se beneficiarían, como ha reiterado el secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres. El rendimiento financiero para el sector privado es demasiado bajo y, en algunos casos, los riesgos son demasiado altos para que este asuma las responsabilidades, a menos que lo haga como un mero ejecutor contratado por el gobierno. Pero incluso este tipo de división de responsabilidades entre el Estado y el sector privado es poco probable que funcione porque los incentivos de ambos son incompatibles. Los gobiernos deberían buscar beneficios sociales para el bien público, mientras que el sector privado quiere que las ganancias impulsen la agenda de acumulación corporativa.
El momento, entonces, es propicio para tomar medidas enérgicas. Los superávits han sido acumulados por el gran capital en los últimos 25 años (o más) y la desigualdad ha aumentado a niveles sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial, de modo que la obtención de recursos a través de acciones coordinadas internacionalmente para gravar al sector privado puede generar, con poco esfuerzo, gran parte de los recursos necesarios. El multilateralismo -tiene que recordar el G20- no debe ser “externalizado”, ya que posee un papel que desempeñar en la movilización de capital.
CP Chandrasekhar y Charles A. Abugre, economistas del International Development Economics Associates, parte del T20, un grupo de think tanks del G20 que participa en los grupos de trabajo sobre la Reforma de la Arquitectura Financiera Internacional. La versión completa de este artículo fue publicada por Le Monde diplomatique, edición Brasil.