Llega diciembre y llega el deseo de apurar el almanaque y llegar rápido a las vacaciones. Terminar, aunque sea por unos días, con aquello de levantarse mal dormido, tragar un café, subir corriendo a un coche o a un ómnibus. ¿Para qué trabajar? ¿Para quién? ¿Y si el desorden causado por el trabajo fuera en realidad una esperanza? La de una actividad humana emancipadora.
Los soldados ingleses se deprimen. Entonces el coronel japonés del campo de prisioneros les ordena reconstruir un puente. Es necesario transportar los refuerzos nipones, se prepara un contraataque aliado. Estamos en Tailandia durante la Segunda Guerra Mundial. O quizás en El puente sobre el río Kwai, célebre película de David Lean (1957). Y el coronel Nicholson acepta: incluso los enfermos y los heridos, el inglés quiere creer que el trabajo redentor les devolverá la dignidad a sus hombres que, de hecho, gracias al proyecto, vuelven a respetarse. Pero cuando Nicholson descubre la tentativa de sabotaje de un comando estadounidense, elige advertirle al coronel Saito para evitar la destrucción de su obra compartida. El sentido subjetivo del trabajo a veces se estrella contra su sentido objetivo.
Esta cuestión del sentido descansa hoy en términos en apariencia diferentes. En todas partes se conoce la importancia que los jóvenes le concederían a la “conciliación entre ‘vida profesional’ y ‘vida personal’”, a “hacer cualquier cosa útil” o “concreta”. Incluso en ocasiones se expresa el deseo de “renunciar a lo que obliga, cultivar la dignidad del presente, luchar por salvar cada gramo de belleza y saborear lo vivo”.1 Entonces los recursos humanos se esfuerzan. Para atraer “talentos”, se lee, prometen coaching y convivencia: “haremos fiestas hasta el fin de la noche”, “podrán venir a trabajar con sus mascotas”.
Pero ¿así viven los jóvenes? ¿Y qué sentido darle a su búsqueda de sentido? Por otra parte, ¿las generaciones anteriores se burlaban de eso? Desde hace mucho tiempo, sin duda, ha prevalecido una aproximación esquemática y abstracta del problema, la de los economistas. Psicólogos y sociólogos acuerdan actualmente con que “un trabajo tiene sentido si nos permite sentirnos útiles, reconocernos en lo que hacemos respetando las reglas del oficio y la ética común, y desarrollar nuestras habilidades y nuestra experiencia”.2
Esta sería la búsqueda. Salvo que prevalezca el trabajo asalariado bajo contrato o el status de funcionario, en fin, subordinación y obediencia. Cuando la finalidad de nuestro trabajo se nos escapa –decidida en otro lugar, en todo caso, por algún otro, a veces, en contra de nuestras convicciones–, ¿para qué preocuparse por su sentido? Siempre debemos mantener la razón, se nos dirá, por lo tanto, distinguir sentido subjetivo y objetivo. Pero ¿eso es tan seguro? ¿Por qué aceptar la separación? ¿Por qué resignarse a una probable carambola, como el coronel Nicholson en El puente sobre el río Kwai o los obreros de las economías occidentales a lo largo de los “30 gloriosos” años de la posguerra?
Entonces triunfaron el taylorismo y el fordismo, un trabajo compartimentado, repetitivo en la oficina, brutal en el taller. Elisa o la verdadera vida, de Claire Etcherelli (1967), evoca la fábrica Citroën, de Porte de Choisy, en París, en plena guerra de Argelia, la violencia y el racismo que asolaban allí. Es agotador, frustrante, pero en el período de la posguerra y de la reconstrucción se accede al confort, a la sociedad de consumo. El crecimiento constante como la sumisión total parecen aceptables cuando el futuro es brillante y los sindicatos obtienen aumentos regulares.
¿Los trabajadores desprovistos de toda autonomía forman consumidores y ciudadanos felices? En el mismo período, en aras de la coherencia y, por tanto, de la dignidad, muchos buscaron reconquistar una identidad profesional que los valorizara. Y sobre todo, oponer el trabajo real al trabajo prescrito. Aquellos subvertían la organización al introducir modos de hacer, re reorganizar, y de esa manera ponían de manifiesto la importancia de una contribución que no procede sólo de las órdenes, sino también del ingenio obrero, de la experiencia, de los saberes individuales o colectivos.
Los más antiguos elaboraban y luego transmitían sus habilidades, incluso sus trucos. A los más jóvenes les inculcaban también la solidaridad y el gusto por la convivencia. Es necesario reapropiarse del tiempo. Hacer la vida más soportable. En 1978, en Lo establecido, Roberto Linhart volvía sobre su temporada como obrero especializado (OS), diez años atrás, en la misma fábrica Citroën de Porte de Choisy: describía allí el virtuosismo de tres OS yugoslavos capaces de cumplir de a dos, con sus tres puestos, y por lo tanto, de permitirse cada uno de ellos, por turno, una pausa para fumar un cigarrillo o unas palabras dulces a las obreras, no lejos de la cadena de producción.
El trabajo “reorganizado” desafía a los ingenieros, a su pretensión de gobernar el trabajo de los otros. Como un desaire a aquellos que consideran a los obreros como peones, los peones lo harán mejor, más rápido, a veces hasta la entrega de sí mismos. “He dado tantos años a mi empresa”, escucharemos más tarde. “Y mire lo que me hicieron”. Cuando las fábricas hayan cerrado, en efecto, eso será cruel. Pero ¿no lo era desde el principio, dado que todos esos intentos están destinados a agotarse, por la misma razón de su eficacia? En el fondo, ¿no le salvan el día a una organización disfuncional, concebida en el rechazo a la dignidad de los obreros?
La prueba está en las huelgas de brazos caídos –cuando nos atenemos sólo a las normativas– y los resultados que caen en picada. Para reencontrar el sentido, los trabajadores se desgastan reforzando una entidad que los maltrata. No es extraño que esto se haya quebrado en 1968. La llegada de la sociedad de consumo no alcanzó a compensar la dureza de un trabajo dominado, a pesar de todo, por la subordinación objetiva del sentido al capital. La revuelta de los jóvenes conlleva, al comienzo, esta “crítica artística”.3 Luego arrastró a los demás a una huelga general de tres semanas con ocupación de las fábricas. Ya no se perderá más la vida ganándola.
Alcanzado el consenso, la gestión cambió de registro. Desde finales de los años 1970 y a lo largo de las décadas siguientes, participará en la cultura o la ética: se peleará “por la caja”, se defenderán los empleos llevando a todos a “progresar en la empresa”, a “salir de la zona de confort”. El management impone otro sentido de lo íntimo, la capacidad de cada uno de superar los desafíos –imaginados por sus superiores– o de adaptarse –a los cambios constantes–, renovando siempre sus competencias, exaltando cada vez su resiliencia.
En los pasillos de los almacenes, del open space, en la caja o en la operadora, se crea otra felicidad: no basada en el consumo o el crecimiento perpetuo, sino en la satisfacción narcisista del sentimiento del propio valor. Ha llegado el momento de los “empleados del mes”, de la recompensa por los resultados, los bonos, los concursos o, en la sociedad del yo, el tiempo de las emociones en el trabajo.4 Salvo que esta reformulación gerencial niega la realidad del sentido objetivo tanto como la subjetividad del trabajador. Y por lo tanto, no tiene ningún sentido.
Cuando una ruptura como la de los confinamientos de 2020-2021 dejó en evidencia esta verdad, no se asistió a otra huelga general, sino a la manifestación de un enorme malestar, de sufrimientos psíquicos o físicos en todas las categorías socioprofesionales, a la revelación de una gran cantidad de casos de acoso, en el ámbito privado, pero también en el sector público, que a su vez fue muy criticado. Así como en ocasiones Francia se enardece por los sucesos en los tribunales, también se apasiona por el juicio a los dirigentes de France Telecom.5 En 2022, después de los trágicos suicidios de sus trabajadores, la Corte de Apelación de París confirmó sus condenas por acoso moral institucional.
Todo esto la juventud debe saberlo. Las pasantías aburridas o humillantes, series como The Office (2005-2012), la película Otro mundo (Stéphane Brizé, 2021) o incluso la lectura Bullshit Jobs (David Graeber, 2018) sólo pueden haberle inculcado una visión negra y trágica del mundo del trabajo. Pero, recordemos a Pierre Bourdieu, “‘juventud’ no es más que una palabra”.6 Que puede también tener muchos sentidos, incluso inciertos.
El sociólogo Camille Peugny constata así que, cuando se interroga a los trabajadores europeos de menos de 30 años “sobre los aspectos que les parecen importantes para un empleo, sus respuestas no se distinguen realmente de las formuladas por los mayores”. En efecto, el 80 por ciento de ellos considera importante tener la impresión de conseguir algo en el trabajo y cerca del 60 por ciento aprecia poder tener iniciativas. Por lo tanto, estas proporciones son totalmente comparables a las observadas en los de 30 a 59 años.7 Entre los mismos jóvenes, por otra parte, la relación con el trabajo varía notablemente según la clase social. “Probablemente es más fácil mostrar cierta distancia con respecto al trabajo cuando la perspectiva de ser privado de él es relativamente poco probable”, observa Peugny.
Mucha gente joven piensa sobre todo en escapar de la esclavitud del trabajo asalariado y sus exigencias. Ellos no buscan transformar el trabajo asalariado –que concierne casi al 90 por ciento de las personas en actividad–, sino liberarse de él, en una suerte de sálvese-quien-pueda individual. Es la elección de la independencia, del freelance, del emprendedurismo o la opción más limitada, de la uberización. La apariencia de autonomía que encuentran allí les cuesta algunas protecciones sociales. Pero los cambios legislativos recientes incentivan este giro, de la creación del status del emprendedor a la posibilidad, para arrancar su actividad, de recuperar el subsidio de desempleo bajo la forma de capital.
Otros jóvenes se conforman con el trabajo asalariado y dirigen la mayoría de sus críticas a la “modernidad” empresarial. ¿No bastaría con volver a una jerarquía basada en la especialización, en apoyo de los subordinados, a una gestión más colectiva y más racional, para limitar la competencia, la personalización de la relación con el trabajo, y atenuar los incentivos emocionales tan fuertes para superarse a sí mismos? Ellos desearían progresar, adquirir competencias, en condiciones tranquilas, necesarias para la calidad de lo que se les pide que hagan. Están satisfechos con las relaciones de subordinación, no se preguntan por la finalidad del trabajo.
Otros, en cambio, la cuestionan de inmediato. Ellos tomaron el rumbo de la economía social solidaria (ESS). La investigadora Émilie Veyrat muestra cómo esta constituye, para una juventud recibida en las grandes escuelas, un nuevo sector de diferenciación que conjuga excelencia y realización personal. Ella cita a Gabriel, 26 años, alto directivo de una asociación de defensa del medioambiente: “Todos estamos buscándole utilidad y sentido al trabajo, es muy práctico el cambio climático para darle una finalidad a su existencia”.8 A menudo, sin embargo, los jóvenes encuentran en la ESS las mismas condiciones de empleo impuestas por la gestión de empresas moderna (se suponía que ayudaría al sector cooperativo a sobrevivir). ¡Cuando los voluntarios se muestran inclinados a presionar y a incrementar el trabajo es por una buena causa!9
Hay, en definitiva, dentro de una perspectiva un poco diferente, lo que la periodista Marine Miller llama “la rebelión de las élites”:10 diplomados de las mejores escuelas que plantean la pregunta del sentido del trabajo en los términos de la ecología o de lo social. Ellos no harán más carrera, como sus padres, en empresas prestigiosas que exigen a sus trabajadores que contribuyan a poner en peligro a la humanidad. Harán en cambio trabajos manuales, cansadores, pero útiles para el planeta, de permacultor o panadero bio.
De ellos, a veces uno se ríe. Con ellos y con los otros, a menudo se impacienta. De la tendencia a preservarse a sí mismos del maltrato más que de cambiar el mundo del trabajo, su finalidad y las condiciones que impone a casi todos. En resumen, de una elección apolítica. Pero ¿se trata realmente de una elección? En su diversidad estos jóvenes ¿no tienen en común que andan a tientas y se dejan engañar menos? Y en la afirmación obstinada de un sentido subjetivo, ¿no esbozan otro sentido objetivo del trabajo? Como si uno y otro no debieran, ahora y siempre, estrellarse.
Danièle Linhart, investigadora emérita del Centro Nacional de Investigaciones Científicas, socióloga del trabajo. Traducción: María Eugenia Villalonga.
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Corinne Morel Darleux, Plutôt couler en beauté que flotter sans grâce. Réflexions sur l’effondrement, Libertalia, Montreuil, 2019. ↩
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Thomas Coutrot y Coralie Perez, “Le sens du travail: enjeu majeur de santé publique”, Que sait-on du travail, Le Monde - Presses de Sciences Po, París, 2023. ↩
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Luc Boltanski y Ève Chiapello, Le Nouvel Esprit du capitalisme, Gallimard, París, (1ª ed., 1999), 2011. ↩
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Aurélie Jeantet, Les Émotions au travail, CNRS Éditions, París, 2018. ↩
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Leer “Appelez-moi maître...”, Le Monde diplomatique, artículo inédito, setiembre de 2019. ↩
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Pierre Bourdieu, Questions de sociologie, Minuit, (1ª ed., 1984), 2002. ↩
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Camille Peugny, “Les jeunes sont-ils des travailleuses et travailleurs comme les autres?”, Que sait-on du travail, op. cit. ↩
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Émilie Veyrat, “Le consensus sur la ‘recherche d’alignement’: répondre à l’angoisse sans conflictualiser le travail”, ponencia presentada en el coloquio “Le ‘sens du travail’: enjeux psychiques, sociaux et politiques de l’activité”, París, 3-10-2024. ↩
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Simon Cottin-Marx, C’est pour la bonne cause! Les désillusions du travail associatif, Éditions de l’Atelier, Ivry-sur-Seine, 2021. ↩
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Marine Miller, La Révolte. Enquête sur les jeunes élites face au défi écologique, Seuil, París, 2021. ↩